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La princesa parecía cada vez más feliz de verme; nuestra correspondencia había tejido entre nosotros una complicidad en la que nadie se habría atrevido a inmiscuirse. Por supuesto, nunca estábamos solos y en cada reunión o en cada comida había decenas de compañeros.

Se discutía incansablemente y a veces se bromeaba, pero sin excesos. En Persia no se tolera jamás la familiaridad, la cortesía es puntillosa y grandilocuente y suelen tener tendencia a llamarse «el esclavo de la sombra de la grandeza» del individuo al que se dirigen; y cuando se trata de altezas, de altezas en femenino sobre todo, besan el suelo, si no de hecho al menos mediante fórmulas de lo más ampulosas.

Y llegó aquella turbadora noche de jueves. Exactamente el 17 de septiembre. ¿Cómo podría olvidarlo?

Por cien razones diferentes todos mis compañeros se habían marchado ya y yo mismo me había despedido con los últimos. En el momento de cruzar la verja exterior de la finca, me di cuenta de que me ha dejado junto a mi asiento una carpeta donde solía llevar algunos papeles importantes. Volví, pues, sobre mis pasos, pero en modo alguno con la intención de ver de nuevo a la princesa; estaba convencido que después de despedirse de sus visitas se había retirado.

No. Estaba aún sentada, sola, en medio de veinte sillas vacías. Pensativa, lejana. Sin dejar de mirarla, recogí carpeta lo más lentamente posible. Xirín seguía inmóvil, de perfil, sorda a mi presencia. En medio de un recogido silencio, me senté y la contemplé durante largo Con esa sensación de encontrarme doce años atrás veía, la veía, en Constantinopla, en el salón de Yamaleddín. Estaba entonces como ahora, de perfil, con un azul sobre sus cabellos que caía hasta los pies de su silla. ¿Qué edad tendría entonces? ¿Diecisiete años? La que en ese momento tenía treinta era una mujer serena, soberbia mujer madura. Tan esbelta como el primer día. Evidentemente, había sabido resistir a la tentación de mujeres de su rango: desplomarse hasta el fin de sus días, ociosa y glotona, sobre un diván de opulencia. ¿Se habría casado? ¿Estaría divorciada? ¿Sería viuda? Jamás hablamos de ello.

Me hubiera gustado decir con voz firme: «Te he querido desde Constantinopla». Mis labios temblaron y luego se cerraron sin emitir el menor sonido.

Sin embargo, Xirín se había vuelto hacia mí lentamente. Me observó sin sorpresa, como si yo no me hubiera marchado y regresado. Su mirada dudó y de pronto adoptó el tuteo:

– ¿En qué piensas?

La respuesta brotó de mis labios.

– En ti. Desde Constantinopla a Tabriz.

Una sonrisa, quizá azarada, pero que decididamente no quería ser una barrera, recorrió su rostro. Y yo no, encontré nada mejor que hacer que citar su propia frase convertida en una contraseña entre ella y yo:

– ¡Nunca se sabe, nuestros caminos podrían cruzarse!

Transcurrieron algunos segundos de mudos recuerdos. Luego Xirín dijo:

– No me fui de Teherán sin el libro.

– ¿El Manuscrito de Samarcanda?

– Está constantemente sobre la cómoda, cerca de mi cama; no me canso jamás de hojearlo, me sé de memoria las Ruba'iyyat y la crónica que el texto lleva al margen.

– Daría con gusto diez años de mi vida por una noche con ese libro.

– Yo daría con gusto una noche de mi vida.

Al instante siguiente yo estaba inclinado sobre el rostro de Xirín, nuestros labios se rozaron, cerramos los ojos y ya nada existió a nuestro alrededor, sólo la monotonía del canto de las cigarras amplificado en nuestras mentes aturdidas. Beso prolongado, beso ardiente, beso de los años superados, de las barreras derribadas.

Por temor a que llegaran otros visitantes o a que se acercaran los sirvientes, nos levantamos y la seguí por una galería cubierta, una pequeña puerta insospechada y una escalera con los peldaños rotos hasta los aposentos del antiguo shah que su nieta se había apropiado. Dos pesadas hojas se cerraron, luego un macizo pestillo y nos encontrarnos solos, juntos. Tabriz no era ya una ciudad separada del mundo, era el mundo el que languidecía separado de Tabriz.

En un majestuoso lecho de columnas y colgaduras abracé a mí real amada, Con mi propia mano deshice cada lazo, desabroché cada botón y con mis dedos, con mis palabras, con mis labios, dibujé cada contorno de su cuerpo. Ella se entregaba a mis caricias, a mis torpes besos, y de sus ojos cerrados se escapaban unas tibias lágrimas.

Al alba yo no había abierto aún el Manuscrito. Lo veía sobre una cómoda, al otro lado de la cama, pero Xirín dormía, desnuda, con la cabeza apoyada en mi cuello y los pechos abandonados sobre mis costillas, y nada en el mundo me habría hecho moverme. Respiraba su aliento, sus perfumes, su noche, contemplaba sus pestañas y desesperadamente trataba de adivinar qué sueño de felicidad o de angustia las hacía temblar. Cuando se despertó, llegaban ya hasta nosotros los primeros ruidos de la calle. Tuve que eclipsarme apresuradamente, prometiéndome dedicar al libro de Jayyám mi siguiente noche de amor.

XL

Al salir del Palacio Vacío, andando con los hombros encogidos -el alba no es nunca calurosa en Tabriz- avancé en dirección al caravasar sin tratar de tomar ningún atajo. No tenía prisa por llegar, necesitaba reflexionar; aún no se había apaciguado en mí la excitación de la noche y revivía las imágenes, los gestos, las palabras susurradas. Ya no sabía si era feliz. Sentía una especie de plenitud, pero mezclada con la inevitable culpabilidad que llevan aparejada los amores clandestinos. Ciertos pensamientos volvían a mi mente sin cesar, obsesivos, como saben serlo los pensamientos de las noches de insomnio: «Después de mi partida, ¿se habrá dormido otra vez con una sonrisa? ¿Lamentará algo? Cuando la vea de nuevo y no estemos solos, ¿la sentiré cómplice o lejana? Volveré esta noche y buscaré en sus ojos una aclaración.»

De pronto retumbó un cañonazo. Me detuve y agucé el oído. ¿Era nuestro valiente y solitario «de Bange»? Un silencio y luego una descarga de fusilería, después un período de calma. Reanudé mi camino con un paso menos apresurado y con el oído atento. Retumbó un nuevo estruendo, seguido al instante de un tercero. Esta vez me preocupé; un solo cañón no podía disparar a ese ritmo; tenía que haber dos o incluso varios. Dos obuses estallaron unas calles más allá. Me puse a correr en dirección a la ciudadela.

Pronto me confirmó Fazel la noticia que yo me temía: esa noche habían llegado las primeras fuerzas enviadas por el shah. Se habían acantonado en los barrios dirigidos por los jefes religiosos. Otras tropas las seguían, convergiendo de todos los puntos. El asedio a Tabriz acababa de comenzar.

La arenga pronunciada por el coronel Liakhoy, gobernador militar de Teherán, artífice del golpe de Estado, antes de la partida de sus tropas para Tabriz, se desarrolló así:

«¡Valerosos cosacos! El shah está en peligro, los habitantes de Tabriz han rechazado su autoridad y le han declarado la guerra al querer obligarle a reconocer, la Constitución. Ahora bien, la Constitución quiere abolir vuestros privilegios, disolver vuestra brigada. Si triunfa, vuestras esposas y vuestros hijos pasarán hambre. La Constitución es vuestra peor enemiga, debéis luchar contra ella como leones. Al destruir el Parlamento habéis suscitado en el mundo entero la más viva admiración. Proseguid vuestra saludable acción, aplastad la ciudad rebelde y os prometo, de parte de los soberanos de Rusia y de Persia, dinero y honores. Todas las riquezas que encierra Tabriz son vuestras. ¡No tenéis más que cogerlas!»

Gritada en Teherán y en San Petersburgo, murmurada en Londres, la consigna era la misma: hay que destruir Tabriz, merece el más ejemplar de los castigos. Una vez vencida, nadie más osará hablar de Constitución, de Parlamento o de democracia; de nuevo podrá dormirse Oriente en su más hermosa muerte.

Fue así como, durante los meses que siguieron, el mundo entero asistió a una extraña y angustiada carrera: mientras que el ejemplo de Tabriz empezaba a reanimar la llama de la resistencia en diversos rincones de Persia, la ciudad era víctima de un asedio cada vez más riguroso. Los partidarios de la Constitución, ¿tendrían tiempo de recuperarse, de reorganizarse y de volver a tomar las armas antes de que se derrumbara su baluarte?

En enero consiguieron su primer gran éxito: al llamamiento de los jefes bajtiaris, tíos maternos de Xirín, Ispahán, la antigua capital, se sublevó afirmando su adhesión a la Constitución y su solidaridad con Tabriz. Cuando la noticia llegó a la ciudad sitiada, se produjo al instante una explosión de alegría. Durante toda la noche se cantó incansablemente «¡Tabriz-Esfahán, el país se despierta!», pero al día siguiente un ataque masivo obligó a los defensores a abandonar varias posiciones al sur y al oeste. Ya sólo quedaba un camino que uniera todavía Tabriz al mundo exterior, y era el que llevaba al norte, hacia la frontera rusa.

Tres semanas más tarde, la ciudad de Resht se sublevó a su vez. Como Ispahán, rechazaba la tutela del shah, aclamaba a la Constitución y a la resistencia de Fazel. Nueva explosión de alegría en Tabriz. Pero, al momento, nueva respuesta de los sitiadores: la última carretera fue cortada, el cerco de Tabriz estaba terminado. Ya no llegaban ni el correo ni los víveres. Hubo que organizar un racionamiento muy severo para poder seguir alimentando a los aproximadamente doscientos mil habitantes de la ciudad.

En febrero y marzo de 1909 se produjeron nuevas adhesiones. El territorio de la Constitución se extendía ya a Shiraz, Hamadán, Maxad, Astarabad, Bandar-Abbas y Bushere. En París se formó un comité para la defensa de Tabriz, que encabezaba un tal señor Dieulafoy, distinguido orientalista; la misma iniciativa se produjo en Londres, bajo la presidencia de Lord Lamington; y, lo que era más importante, los principales jefes religiosos chiíes establecidos en Kerbela, en el Iraq otomano, se pronunciaron en favor de la Constitución desautorizando a los mollahs retrógrados.