Tabriz triunfaba.
Pero Tabriz moría.
Incapaz de hacer frente a tantas rebeliones, a tantos rechazos, el shah se aferraba a una idea fija: hay que acabar con Tabriz, el origen del mal. Cuando caiga, los otros cederán. Al no conseguir tomarla por asalto, decidió matarla de hambre.
A pesar del racionamiento, el pan escaseaba. A finales de marzo se contaban ya varios muertos, sobre todo ancianos y niños de corta edad.
La prensa de Londres, de París y de San Petersburgo, comenzaba a indignarse y a criticar a las potencias que, como se recordaba, tenían aún en la ciudad numerosos súbditos cuya vida se veía ya amenazada. Los ecos de estas opiniones nos llegaban por el telégrafo.
Fazel me convocó un día para anunciarme:
– Los rusos y los ingleses van a evacuar pronto a sus súbditos con el fin de que Tabriz pueda ser aplastada sin que ello provoque demasiada conmoción en el resto del mundo. Será un golpe duro para nosotros, pero quiero que sepas que no me voy a oponer a esa evacuación. No retendré a nadie aquí contra su voluntad.
Y me encargó de informar a los interesados que se emplearían todos los medios para facilitar su partida.
Se produjo entonces un acontecimiento de lo más extraordinario, y haber asistido a él como testigo privilegiado me permite cerrar los ojos ante muchas mezquindades humanas.
Había comenzado mi ronda, eligiendo a la Misión Presbiteriana como primera visita. Tenía un poco de miedo de volver a ver al reverendo director y recibir una reprimenda. Él, que contaba conmigo para hacer entrar en razón a Howard, ¿no iría a reprocharme haber seguido un camino idéntico? De hecho, su recibimiento fue distante, apenas cortés.
Pero en cuanto le expuse la razón de mi visita, respondió sin sombra de duda:
– No me iré. Si pueden organizar un convoy para evacuar a los extranjeros, también pueden organizar otros similares para abastecer a la ciudad hambrienta.
Agradecí su actitud, que me pareció conforme al ideal religioso y humanitario que le animaba. Luego fui a visitar tres compañías comerciales instaladas en las cercanías, donde, para mi gran sorpresa, la respuesta fue idéntica. Lo mismo que el pastor, los comerciantes no querían marcharse. Como me explicó uno de ellos, un italiano:
– Si me voy de Tabriz en este momento difícil, me daría vergüenza volver después para reanudar mi actividad. Por lo tanto, me quedaré. Quizá mi presencia contribuya a que mi gobierno actúe.
Por todas partes, como si se hubieran puesto de acuerdo, obtuve la misma respuesta, inmediata, clara, irrevocable. ¡Incluso Mr. Wratislaw, el cónsul británico! ¡Incluso el personal del consulado de Rusia, con la notoria excepción del cónsul, el señor Pokhitanoff, me dio la misma respuesta: «¡No nos iremos!» E informaron a sus atónitos gobiernos.
La admirable solidaridad de los extranjeros reconfortó los ánimos en la ciudad. Pero la situación era precaría. El 18 de abril, Wratislaw telegrafió a Londres: «Hoy el pan es escaso, mañana lo será aún más.» El 19, nuevo mensaje: «La situación es desesperada; aquí se habla de una última tentativa de romper el cerco.»
De hecho, ese día se estaba manteniendo una reunión en la ciudadela. Fazel anunció que las tropas constitucionales avanzaban desde Resht hacia Teherán, que el gobierno en el poder estaba a punto de derrumbarse y que faltaba poco para asistir a su caída. Y al triunfo de nuestra causa. Pero Howard tomó la palabra después de él para recordar que los bazares estaban ya vacíos de todo producto comestible.
– La gente ha sacrificado ya a los animales domésticos, incluidos los gatos callejeros, familias enteras vagan noche y día por las calles a la búsqueda de una granada raquítica, de un resto de pan de higo tirado en alguna cuneta. Corremos el peligro de que pronto se recurra al canibalismo.
– ¡Dos semanas, necesitamos resistir dos semanas solamente!
La voz de Fazel era suplicante. Pero Howard no podía hacer nada.
– Nuestras reservas nos han permitido subsistir hasta este momento. Ahora ya no tenemos nada que distribuir. Nada. Dentro de dos semanas la población estará diezmada y Tabriz será una ciudad fantasma. Estos últimos días ha habido ochocientos muertos. De hambre y de las innumerables enfermedades que el hambre provoca.
– ¡Dos semanas! ¡Sólo dos semanas! -repetía Fazel-. ¡Aunque haya que ayunar!
– ¡Todos estamos ayunando desde hace varios días!
– ¿Qué hacemos entonces? ¿Capitular? ¿Dejar cae esa formidable ola de apoyo que hemos levantado pacientemente? ¿No existe ningún medio de resistir?
Resistir. Resistir. Doce hombres trastornados, aturdidos por el hambre y el agotamiento, pero también por la embriaguez de la victoria al alcance de la mano, no tenían más que una obsesión: resistir.
– Habría una solución -dijo Howard-. Quizá…
Todos los ojos se volvieron hacia Baskerville.
– Intentar una salida por sorpresa. Si conseguimos recuperar esta posición -indicaba con el dedo un punto en el mapa- nuestras fuerzas se precipitarían por la brecha y restablecerían el contacto con el exterior. En el tiempo que el enemigo tarde en recuperarse, tal vez llegue la salvación.
Inmediatamente me declaré hostil a la propuesta; los jefes militares eran de mi misma opinión; todos, sin excepción, la juzgaban suicida. El enemigo estaba sobre un promontorio, a quinientos metros aproximadamente de nuestras líneas. Se trataba de cruzar esa distancia por terreno llano, escalar una imponente muralla de barro seco, desalojar a los defensores y luego instalar en la posición fuerzas suficientes para resistir el inevitable contraataque.
Fazel dudaba. Ni siquiera miraba al mapa, sino que se interrogaba sobre el efecto político de la operación. ¿Permitiría ganar algunos días? La discusión se prolongó haciéndose cada vez más animada. Baskerville insistía, argumentaba apoyado por Moore. El corresponsal del Guardian alegaba su propia experiencia militar, afirmando que el efecto sorpresa podría ser decisivo. Fazel terminó por decidirse.
– Sigo sin estar convencido, pero puesto que no puede planearse ninguna otra acción, no me opondré a la de Howard.
El día siguiente, 20 de abril, a las tres de la mañana, se lanzó el ataque. Se había convenido que si a las cinco se había conseguido tomar la posición, se realizarían otras operaciones en múltiples puntos del frente con el fin de impedir al enemigo sustraer tropas para el contraataque. Desde los primeros minutos la tentativa se vio comprometida: una barrera de fuego acogió la primera salida realizada por Moore, Baskerville y unos sesenta voluntarios más. Visiblemente, el enemigo no estaba nada sorprendido. ¿Le habría informado algún espía de nuestros preparativos? No se puede afirmar, ya que de todas formas el sector estaba muy protegido. Liakhov se lo había confiado a uno de sus más capacitados oficiales.
Fazel ordenó, razonablemente, poner fin de inmediato a la operación y dio la señal de retirada, una especie de canturreo prolongado; los combatientes retrocedieron. Varios estaban heridos, entre ellos, Moore.
Sólo uno no volvió. Baskerville. Fue fulminado en la primera descarga.
Durante tres días, Tabriz iba a vivir al ritmo de las condolencias, condolencias discretas en la Misión Presbiteriana, condolencias ruidosas, fervientes, indignadas en los barrios ocupados por los «hijos de Adán». Con los ojos enrojecidos, yo iba estrechando manos, la mayoría de ellas desconocidas, y dando interminables abrazos.
En la cohorte de los visitantes se encontraba el cónsul de Inglaterra, que me llevó aparte.
– Quizá lo que voy a decirle le sirva de algún consuelo. Seis horas después de la muerte de su amigo, me llegó un mensaje de Londres anunciándome que se había llegado a un acuerdo entre las potencias con respecto a Tabriz. Baskerville no ha caído inútilmente. Un cuerpo expedicionario se dirige ya hacia la ciudad para liberarla y abastecerla. Y para evacuar a la comunidad extranjera.
– ¿Un cuerpo expedicionario ruso?
– Por supuesto -admitió Wratislaw-. Son los únicos que disponen de un ejército en las proximidades. Pero hemos obtenido garantías. Los partidarios de la Constitución no serán molestados y las tropas del zar se retirarán en cuanto realicen su misión. Cuento con usted para convencer a Fazel de que deponga las armas.
¿Por qué acepté? ¿Por desánimo? ¿Por agotamiento? ¿Por un sentimiento persa de la fatalidad que se había insinuado en mí? El caso es que no protesté, que me dejé persuadir de que esa execrable misión me estaba destinada. Sin embargo, decidí no acudir inmediatamente a casa de Fazel. Prefería evadirme durante algunas horas junto a Xirín.
Desde nuestra noche de amor, sólo la había visto en público. El asedio había creado en Tabriz una atmósfera nueva. Se hablaba constantemente de infiltraciones enemigas. Por todas partes se creía ver espías o traidores. Hombres armados patrullaban por las calles y guardaban el acceso a los principales edificios. A las puertas del Palacio Vacío solía haber cinco o seis, a veces más. Aunque siempre me recibían con la mejor de sus sonrisas, su presencia me impedía toda visita discreta.