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Únicamente Liakhov intentó entonces resistir. Con trescientos hombres, algunos viejos cañones y dos Creusot de tiro rápido, consiguió conservar el control de varios barrios del centro. Los combates, encarnizados, continuaron hasta el 16 de julio.

Ese día, a las ocho y media de la mañana, el shah fue a refugiarse a la Legación rusa, ceremoniosamente acompañado de quinientos soldados y cortesanos. Su acto equivalía a una abdicación.

El comandante de los cosacos no tuvo otra elección que deponer las armas. Juró respetar la Constitución de ahí en adelante y ponerse al servicio de los vencedores, a condición de que su brigada no fuera disuelta, lo que se le prometió debidamente.

Un nuevo shah fue designado, el hijo menor del monarca derrocado que contaba apenas doce años de edad; según Xirín, que lo había conocido en la cuna, era un adolescente dulce y sensible, sin ninguna crueldad ni perversidad. Cuando, al día siguiente de los combates, cruzó la capital para acudir al palacio en compañía de su tutor el señor Smirnoff, fue aclamado a los gritos de «Viva el shah», que emanaban de los mismos pechos que la víspera habían aullado: «¡Muera el shah!»

XLII

El joven shah hacía en público un buen papel real, sonriendo sin exageración y agitando su blanca mano para saludar a sus súbditos, Pero en cuanto volvía al palacio era causa de muchas preocupaciones entre sus allegados. Brutalmente separado de sus parientes, lloraba sin cesar. Incluso intentó escaparse ese verano para volver con su padre y su madre. Lo cogieron e intentó ahorcarse del techo del palacio, pero cuando comenzó a ahogarse se aterró y pidió socorro. Pudieron desatarlo a tiempo. Ese percance tuvo sobre él un efecto benéfico: desde ese momento, curado de sus angustias, desempeñaría su papel de soberano constitucional con dignidad y sencillez.

El poder real estaba, pues, en manos de Fazel y sus amigos. Inauguraron la nueva era con una rápida depuración: seis partidarios del antiguo régimen, entre los que se encontraban los dos principales jefes religiosos de Tabriz que habían dirigido la lucha contra los «hijos de Adán», y el jeque Fazlollah Nuri, fueron ejecutados. Este último estaba acusado de haber respaldado las matanzas que habían seguido al golpe de Estado del año anterior; por lo tanto, se le juzgó por complicidad de asesinato y su condena a muerte fue ratificada por la jerarquía chií. Pero sin lugar a dudas la sentencia tenía, igualmente, un valor simbólico: Nuri había asumido la responsabilidad de decretar que la Constitución era una herejía. Fue colgado en público el 31 de julio de 1909, en la plaza Topjané. Antes de morir murmuró: «¡No soy un reaccionario!», para añadir inmediatamente, dirigiéndose a sus partidarios diseminados entre la multitud, que la Constitución era contraria a la religión y que ésta tendría la última palabra.

Pero la primera tarea de los nuevos dirigentes era reconstruir el Parlamento; el edificio se levantó de sus ruinas y se convocaron elecciones. El 15 de noviembre, el joven shah inauguró solemnemente el segundo Majlis de la historia persa con estas palabras:

«En el nombre de Dios, el que da la libertad, y bajo la protección oculta de Su Santidad, el Imán del Tiempo, queda abierta, en medio de la alegría y bajo los mejores auspicios, la Asamblea Nacional Consultiva.

»El progreso intelectual y la evolución de las mentalidades han hecho inevitable el cambio, que se ha producido pasando por una penosa prueba. Pero en el transcurso de los años Persia ha sabido sobrevivir a muchas crisis y hoy su pueblo ve colmados sus deseos. Nos sentimos felices al comprobar que este nuevo gobierno progresista tiene el apoyo del pueblo y que está devolviendo al país la tranquilidad y la confianza.

»Para poder realizar las reformas que se imponen, el Gobierno y el Parlamento deben considerar como una prioridad la reorganización del Estado, principalmente de las finanzas públicas, según las normas que corresponden a las naciones civilizadas.

»Rogamos a Dios que guíe los pasos de los representantes de la nación y asegure a Persia honor, independencia y felicidad.»

Ese día Teherán, alborozado, desfiló sin cesar por las calles, cantó en las plazas, declamó poemas improvisados en los que todas las palabras rimaban, de grado o por fuerza, con «Constitución», «Democracia» o «Libertad»; los comerciantes ofrecían bebidas y golosinas a los transeúntes y decenas de periódicos, enterrados en el momento del golpe de Estado, anunciaban su resurrección con ediciones especiales.

Cuando cayó la noche, los fuegos artificiales iluminaron la ciudad. Se habían instalado unas gradas en los jardines del Baharistán y en la tribuna de honor se sentaron los miembros del nuevo gobierno, los diputados, los dignatarios religiosos y las corporaciones del bazar y el cuerpo diplomático. Como amigo de Baskerville tuve derecho a estar en las primeras filas; mi silla estaba justo detrás de la de Fazel. Las explosiones y estampidos se sucedían, el cielo se iluminaba intermitentemente, las cabezas se echaban hacia atrás, los rostros miraban hacia arriba y luego se erguían con sonrisas de niños satisfechos. En el extremo, los «hijos de Adán» infatigables, cantaban desde hacía horas los mismos lemas.

No sé qué ruido, qué grito, trajo de nuevo a Howard a mis pensamientos. ¡Merecería tanto participar de la fiesta! En el mismo instante Fazel se volvió hacia mí:

– Pareces triste.

– ¡Triste no, desde luego! Desde siempre he querido oír gritar «Libertad» en tierra de Oriente. Pero ciertos recuerdos me atormentan.

– ¡Aléjalos, sonríe, alégrate, aprovecha los últimos momentos de felicidad!

Inquietantes palabras que me quitaron, aquella noche, todo deseo de celebración. ¿Estaba Fazel reanudando, con siete meses de intervalo, el penoso debate que nos enfrentó en Tabriz? ¿Tenía nuevos motivos de preocupación? Estaba decidido a acudir a su casa el día siguiente para obtener su aclaración. Finalmente renuncié a ello y durante un año entero evité verlo de nuevo.

¿Por qué razón? Creo que después de la dolorosa aventura que acababa de vivir, abrigaba insistentes dudas sobre la sensatez de mi compromiso en Tabríz. Yo, que había venido a Oriente tras el rastro de un manuscrito, ¿tenía derecho a mezclarme hasta ese punto en una lucha que no era la mía? Y sobre todo, ¿con qué derecho había aconsejado a Howard que viniera a Persia? En el lenguaje de Fazel y de sus amigos, Baskerville era un mártir; a mis ojos, era un amigo muerto, muerto en tierra extranjera por una causa extranjera, un amigo, cuyos padres me escribirían un día para preguntarme, con la más desgarradora de las cortesías, por qué había engañado a su hijo.

Entonces… ¿remordimientos a causa de Howard?, Diría más exactamente que cierto anhelo de decencia. No sé si es la palabra adecuada, pero intento decir que después de la victoria de mis amigos no tenía ningún deseo de pavonearme por Teherán escuchando el elogio de mis pretendidas hazañas en el asedio de Tabriz. Había desempeñado un papel fortuito y marginal, sobre, todo había tenido un amigo, un compatriota heroico, y no tenía la intención de escudarme en su recuerdo para, obtener privilegios y consideración.

A decir verdad, sentía una fuerte necesidad de eclipsarme, de dejar que me olvidaran, de no frecuentar más a los políticos, a los miembros de clubes y a los diplomáticos. La única persona a la que veía todos los días y con un placer que no desmerecía jamás, era a Xirín. La había convencido de que fuera a instalarse en una de sus numerosas residencias familiares en la colina de Zarganda, un lugar de veraneo fuera de la capital. Yo mismo había alquilado una casita en los alrededores, pero por guardar las apariencias, ya que mis días y mis noches transcurrían junto a ella con la complicidad de sus sirvientes.

Aquel invierno pasamos semanas enteras sin salir de su espaciosa habitación. Al calor de un magnífico brasero de cobre, leíamos el Manuscrito y algunos otros libros, pasábamos largas y lánguidas horas fumando el ka1yan, bebiendo vino de Shiraz, a veces incluso champán, y comiendo pistachos de Kirman y turrones de Ispahán; mi princesa sabía ser una gran dama y a la vez una chiquilla. Sentíamos el uno por el otro una ternura constante.

En cuanto llegaban los primeros calores, Zarganda se animaba. Los extranjeros y los persas más ricos tenían allí residencias suntuosas y se instalaban en ellas durante largos y perezosos meses, en medio de una lujuriante vegetación. No cabe la menor duda de que únicamente la proximidad de ese paraíso hacía soportable el gris aburrimiento de Teherán a innumerables diplomáticos. Sin embargo, en invierno, Zarganda se quedaba desierta. Sólo permanecían allí los jardineros, algunos guardas y los escasos supervivientes de su población indígena. Xirín y yo teníamos una gran necesidad de ese desierto.

Por desgracia, desde abril los veraneantes empezaban de nuevo su trashumancia. Los curiosos vagabundeaban por delante de todas las verjas, los andarines por todos los senderos. Después de cada noche, después de cada siesta, Xirín ofrecía té a las visitas de mirada indiscreta. Muchas veces tuve que esconderme, huir por los pasillos. La muelle hibernación estaba consumada y había llegado la hora de partir.