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Cuando se lo anuncié, la princesa se mostró triste pero resignada.

– Creía que eras feliz.

– He vivido un excepcional momento de felicidad. Quiero suspenderlo ahora que está intacto para recuperarlo intacto. No me canso de contemplarte, con asombro, con amor. No quiero que la gente que nos invade cambie mi mirada. Me alejo en verano para encontrarte de nuevo en invierno.

– El verano, el invierno, te alejas, vuelves a mí, crees disponer impunemente de las estaciones, de los años, de tu vida, de la mía. ¿No has aprendido nada de Jayyám? «Súbitamente, el Cielo te quita hasta el instante necesario para humedecerte los labios.»

Sus ojos se hundieron en los míos para leer en mí como en un libro abierto. Había comprendido todo; suspiró.

– ¿Adónde piensas ir?

Yo no lo sabía aún. Había venido dos veces a Persia y las dos veces había vivido como un sitiado. Me quedaba aún por descubrir todo el Oriente, desde el Bósforo, hasta el mar de China; Turquía, que acababa de rebelarse al mismo tiempo que Persia, que había derrocado a su sultán-califa y que desde ese momento se enorgullecía de sus diputados, senadores, clubes y periódicos de la oposición; el altivo Afganistán, que los británicos habían conseguido someter finalmente, pero ¡a qué precio! Y por supuesto, me quedaba por recorrer toda Persia. Sólo conocía Tabriz y Teherán, pero ¿e Ispahán?, ¿y Shiraz, Qazán y Kirmán?, ¿Nisapur y la tumba de Jayyám, piedra gris guardada desde hacía siglos por incansables generaciones de pétalos?

De todos esos caminos que se me ofrecían, ¿cuál elegir? Fue el Manuscrito el que eligió por mí. Tomé el tren para Krasnovodsk, atravesé Asjabad y la antigua Merv y visité Bujara.

Y, más importante aún, fui a Samarcanda.

XLIII

Sentía curiosidad por ver lo que quedaba de la ciudad donde se había desarrollado la juventud de Jayyám.

¿Qué había sido del barrio de Asfizar y de aquel pabellón en el jardín donde Omar amó a Yahán? ¿Habría aún alguna huella del arrabal de Maturid, donde el judío fabricante de papel amasaba aún en el siglo XI según las antiguas recetas chinas, las ramas de morera blanca? Durante semanas deambulé a pie y luego lomos de una mula; interrogué a los comerciantes, a los transeúntes, a los imanes de las mezquitas, pero sólo conseguí de ellos muecas ignorantes, sonrisas divertidas y generosas invitaciones a tenderme en sus divanes azul cielo para compartir su té.

Mi destino me llevó una mañana a la plaza de Réghistan, por donde pasaba una caravana, una pequeña caravana, ya que sólo constaba de seis o siete camellos de Bactrián de tupido pelaje y pesados cascos. El viejo camellero se había detenido, no lejos de mí, ante el tenderete de un alfarero, sosteniendo contra su pecho un cordero recién nacido; proponía un intercambio y el artesano discutía; sin separar sus manos de la tinaja ni del tomo, indicaba con la barbilla una pila de lebrillos barnizados. Yo observaba a los dos hombres, sus gorros de lana negra ribeteada, sus vestidos de rayas, sus barbas rojizas, sus gestos milenarios. ¿Habría en la escena algún detalle que no hubiera podido ser idéntico en tiempos de Jayyám?

Una brisa ligera, la arena se arremolina, las ropas se ahuecan, toda la plaza se cubre con un velo irreal. Mi mirada se pasea. Alrededor del Réghistan se yerguen tres monumentos, tres gigantescos conjuntos, torres, cúpulas, pórticos, altos muros totalmente adornados con minuciosos mosaicos, arabescos con reflejos de oro, de amatista, de turquesa, y laboriosos escritos. Todo sigue siendo majestuoso, pero las torres están inclinadas, las cúpulas reventadas, las fachadas mugrientas, roídas por el tiempo, por el viento, por siglos de indiferencia; ninguna mirada se eleva hacia esos monumentos, colosos altivos, soberbios, ignorados, teatro grandioso para una obra irrisoria.

Me retiré andando hacia atrás y tropecé con un pie; me volví para disculparme y me encontré cara a cara con un hombre vestido a la europea como yo, llegado del mismo lejano planeta. Entablamos conversación. Era un ruso, un arqueólogo. Él también había venido con mil preguntas, pero ya tenía algunas respuestas.

– En Samarcanda, el tiempo transcurre de cataclismo en cataclismo, de tabla rasa en tabla rasa. Cuando los mogoles destruyeron la ciudad en el siglo XIII, los barrios habitados se convirtieron en un montón de ruinas y de cadáveres y hubo que abandonarlos; los supervivientes reconstruyeron sus casas en otro lugar, más al sur, de forma que toda la ciudad antigua, la Samarcanda de los selyuquíes, recubierta poco a poco por capas de arena superpuesta, no es más que una enorme meseta. Tesoros y secretos viven bajo tierra, y en la superficie se pastorea. Un día habrá que abrir todo, desenterrar las casas y las calles, y Samarcanda, así liberada, podrá contarnos su historia.

Se interrumpió.

– ¿Es usted arqueólogo?

– No, esta ciudad me atrae por otras razones.

– ¿Sería indiscreto preguntar cuáles son?

Le hablé del Manuscrito, de los poemas, de la crónica, de las pinturas que evocaban a los amantes de Samarcanda.

– ¡Cuánto me gustaría ver ese libro! ¿Sabe usted que todo lo que existía en esa época fue destruido? Como por una maldición. Las murallas, los palacios, los huertos, los jardines, los canales, los lugares de culto, los libros, los principales objetos de arte. Los monumentos que hoy admiramos fueron construidos más tarde por Tamerlán y sus descendientes, tienen menos de quinientos años. Pero de la época de Jayyám sólo quedan algunos trozos de cerámica, y como me acaba usted de informar, ese Manuscrito, milagroso superviviente. Es un privilegio para usted poder tenerlo entre sus manos consultarlo a placer. Un privilegio y una gran responsabilidad.

– Créame, soy consciente de ello. Desde hace años, desde que me enteré de que ese libro existía, sólo vivo para él. Me ha llevado de aventura en aventura, su mundo se ha convertido en el mío y su depositaria en mi amante.

– ¿Y ha hecho usted este viaje hasta Samarcanda para conocer los lugares que describe?

– Esperaba que los habitantes de la ciudad me indicaran al menos el emplazamiento de los antiguos barrios.

– Siento tener que decepcionarle -prosiguió mi interlocutor-, pero sobre la época que le apasiona sólo oirá leyendas y cuentos de genios y de divs. Esta ciudad los cultiva con delectación.

– ¿Más que otras ciudades de Asia?

– Me temo que sí. Me pregunto si la proximidad de estas ruinas no exacerba naturalmente la imaginación de nuestros miserables contemporáneos. Y además, existe esa ciudad oculta bajo tierra. En el transcurso de los siglos, ¡cuántos niños se habrán caído en las grietas sin reaparecer jamás, cuántos ruidos extraños se habrán oído, o creído oír, procedentes según toda apariencia de las entrañas de la tierra! Fue así como nació la más famosa leyenda sobre Samarcanda, la que tiene mucha culpa del misterio que envuelve el nombre de esta ciudad.

Yo le dejaba hablar.

– Se dice que un rey de Samarcanda quiso realizar el sueño de todo ser humano: escapar de la muerte. Convencido de que ésta venía del cielo y deseoso de actuar de manera que jamás pudiera alcanzarle, se construyó un palacio bajo tierra, un inmenso palacio de hierro cuyos accesos cerró. Fabulosamente rico, se había forjado, igualmente, un sol artificial que salía por la mañana y se ponía por la tarde, para calentarle e indicarle el paso de los días. Desgraciadamente, el dios de la muerte consiguió burlar la vigilancia del monarca y se deslizó al interior del palacio para realizar su trabajo. Tenía que probar a todos los humanos que ninguna criatura escapa de la muerte, sea cual sea su poder o su riqueza, su habilidad o su arrogancia. Samarcanda se convirtió así en el símbolo del encuentro ineluctable entre el hombre y su destino.

Después de Samarcanda, ¿adónde ir? Para mí significaba el último extremo de Oriente, el lugar de la mayor fascinación y de una insondable nostalgia. En el momento de abandonar la ciudad, decidí, pues, regresar a mi casa; deseaba volver a Annápolis, pasar allí algunos años sedentarios para descansar de mis viajes y más adelante marcharme de nuevo.

Por lo tanto, formé el más loco de los proyectos: volver a Persia, recoger a Xirín y el Manuscrito de Jayyám antes de ir a perdernos juntos, ignorados, en alguna gran metrópolis, París, Viena o Nueva York. Vivir ella y yo en Occidente al ritmo de Oriente, ¿no sería el paraíso?

En el camino de regreso estuve constantemente solo y ausente, preocupado únicamente de los argumentos que expondría a Xirín. Partir, partir, diría ella con desaliento, ¿no puedes contentarte con ser feliz? Pero yo no perdería la esperanza de barrer sus reticencias. Cuando el cabriolé alquilado al borde del Caspio me depositó en Zarganda ante mi puerta cerrada, ya estaba allí un automóvil, un Jewel-40, que ostentaba justo en medio del capó una bandera estrellada. El chófer se apeó y se informó sobre mi identidad. Tuve la estúpida impresión de que me esperaba desde mi partida, pero me aseguró que sólo estaba allí desde por la mañana.

– Mi señor me dijo que me quedara aquí hasta su regreso.

– Hubiera podido volver dentro de un mes o un año o tal vez nunca.