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Mi estupor no le perturbó.

– ¡Pero como ya está aquí…

Me tendió una nota garrapateada por Charles W. Russel, ministro plenipotenciario de los Estados Unidos.

«Estimado señor Lesage, Me sentiría muy honrado si pudiera usted venir a la Legación esta tarde a las cuatro. Se trata de un asunto importante y urgente. Le he ordenado a mi chofer que se ponga a su disposición.»

XLIV

Dos hombres me esperaban en la Legación, con la misma impaciencia contenida. Russel, con traje gris, pajarita tornasolada y bigotes caídos parecidos a los de Theodore Roosevelt pero más cuidadosamente recortados; y Fazel con su eterna túnica blanca, capa negra, turbante azul. Por supuesto, fue el diplomático el que inauguró la sesión en un francés inseguro pero correcto.

– La reunión que se está manteniendo hoy es de las que modifican el curso de la historia. Por medio de nuestras personas dos naciones se encuentran desafiando distancias y diferencias: los Estados Unidos, que forman una nación joven pero una vieja democracia, y Persia, que es una vieja nación, varias veces milenaria, pero una jovencísima democracia.

Una pizca de misterio, una vaharada de solemnidad, y antes de proseguir, una ojeada hacia Fazel para asegurarse de que no le molestaban las palabras.

– Hace algunos días fui invitado al Club Democrático de Teherán, donde expresé a mi auditorio la profunda simpatía que siento por la revolución constitucional. Este sentimiento es compartido por el presidente Taft y por Mr. Knox, nuestro Secretario de Estado. Debo añadir que este último está al corriente de nuestra reunión de hoy y que espera de mí que le informe telegráficamente de las conclusiones a las que hayamos llegado.

Dejó a Fazel la tarea de explicarme:

– ¿Recuerdas aquel día que quisiste convencerme de que no opusiera resistencia a las tropas del zar?

– ¡Aquel incordio!

– Nunca te lo he reprochado. Hiciste lo que debías y en cierto sentido tenías razón. Pero desgraciadamente, lo que yo temía se ha producido. Los rusos jamás abandonaron Tabriz, la población está sometida a continuas vejaciones, los cosacos arrancan el velo a las mujeres en las calles y a los «hijos de Adán» se les, encarcela al menor pretexto.

Sin embargo, hay algo más grave aún. Más grave que la ocupación de Tabriz, más grave que la suerte de mis, compañeros. Nuestra democracia corre el riesgo de zozobrar. Russel ha dicho «joven», pero podría haber añadido «frágil», «amenazada». En apariencia todo va bien, el pueblo es más feliz, el bazar prospera, los religiosos se muestran conciliadores. Sin embargo, haría falta un milagro para impedir que se derrumbara el edificio. ¿Por qué? Porque nuestras arcas están vacías, como en el pasado. El antiguo régimen tenía una forma muy extraña de recaudar los impuestos. Arrendaba cada provincia a cualquier buitre, que sangraba a la población y se guardaba el dinero para él, contentándose con separar una parte para comprar protecciones en la corte.

De ahí vienen todas nuestras desgracias. Como el tesoro está agotado, se pide prestado a los rusos y a los ingleses, que para poder reembolsarse su préstamo obtienen concesiones y privilegios. Por esa vía se introdujo el zar en nuestros asuntos y así hemos vendido a precio de saldo nuestras riquezas. El nuevo poder se enfrenta al mismo dilema que los antiguos dirigentes: si no. consigue recaudar los impuestos a la manera de los países modernos, tendrá que aceptar la tutela de las potencias. Para nosotros lo más urgente es sanear nuestras finanzas. La modernización de Persia pasa por ahí; la libertad de Persia tiene ese precio.

– Si el remedio es tan evidente, ¿a qué se espera para aplicarlo?

– Ningún persa es hoy capaz de dedicarse a semejante tarea. Es triste decirlo con respecto a una nación de diez millones de habitantes, pero no se puede subestimar el peso de la ignorancia. Aquí, sólo un puñado hemos recibido una enseñanza moderna parecida a la de los altos funcionarios en las naciones avanzadas. El único campo en el que tenemos numerosas personas competentes es el de la diplomacia. Para lo demás, ya se trate del ejército, de los transportes y sobre todo de las finanzas, no hay más que la nada. Si nuestro régimen pudiera mantenerse veinte, treinta años, formaría sin duda una generación capaz de encargarse de todos esos sectores. Mientras tanto, la mejor solución que se nos presenta es recurrir a extranjeros honrados y competentes. No es fácil encontrarlos, ya lo sé. En el pasado tuvimos las peores experiencias con Naus, Liakhov y muchos otros. Pero no pierdo la esperanza. He hablado de este tema con algunos colegas en el Parlamento y en el Gobierno y hemos pensado que Estados Unidos podría ayudarnos.

– Me siento halagado- dije espontáneamente-, pero ¿por qué mi país?

Charles Russel reaccionó a mi observación con un movimiento de sorpresa y de inquietud que la respuesta de Fazel no tardó en aplacar.

– Hemos pasado revista una a una a todas las potencias. Los rusos y los británicos prefieren precipitarnos a la bancarrota para dominarnos mejor. Los franceses están demasiado preocupados con sus relaciones con el zar como para que les importe nuestra suerte. En general, toda Europa está presa en un juego de alianzas y contraalianzas en el que Persia no sería más que una vulgar moneda de intercambio, un peón en el tablero de ajedrez. Únicamente Estados Unidos podría interesarse por nosotros sin intentar invadirnos. Por lo tanto me dirigí a Russel y le pregunté si conocía a un americano capaz de consagrarse a una tarea tan difícil. Tengo que reconocer que fue él quien mencionó tu nombre. Me había olvidado completamente de que habías hecho estudios financieros.

– Me siento halagado por esta confianza -respondí-, pero desde luego no soy el hombre que necesitáis. A pesar del diploma que obtuve, soy un mal financiero y nunca tuve la ocasión de poner a prueba mis conocimientos. Habrá que reprochárselo a mi padre, que construyó tantos barcos que no tuve necesidad de trabajar para vivir. En mi vida no me he ocupado más que de las cosas esenciales, es decir, fútiles: viajar y leer, amar y creer, dudar, luchar. Y a veces, escribir.

Risas azoradas, intercambio de miradas perplejas. Yo proseguí:

– Cuando hayáis encontrado a vuestro hombre, podré estar a su lado, darle consejos y prestarle ayuda en pequeñas cosas, pero será a él a quien habrá que exigirle competencia y trabajo. Yo estoy lleno de buena voluntad, pero soy un ignorante y un perezoso.

Renunciando a insistir, Fazel prefirió responderme en el mismo tono:

– Es verdad, puedo asegurarlo, y además tienes otros defectos mayores aún. Eres mi amigo, todo el mundo lo sabe; mis adversarios políticos no tendrán más que un objetivo: impedir tu éxito.

Russel escuchaba en silencio con una sonrisa petrificada, como olvidada, en el rostro. No cabía la menor duda de que nuestras bromas no eran de su agrado, pero no abandonó su flema. Fazel se volvió hacia éclass="underline"

– Siento la defección de Benjamin, pero no cambia en nada nuestro acuerdo. Tal vez sea mejor confiar este tipo de responsabilidad a un hombre que no haya estado nunca involucrado, ni de cerca ni de lejos, en los asuntos persas.

– ¿Está pensando en alguien?

– No tengo ningún nombre en la mente. Quisiera una persona rigurosa, honrada y de espíritu, independiente. Esa raza existe en su país, lo sé, me imagino muy bien al personaje, casi podría decir que le estoy viendo ante mí; un hombre elegante, impecable, de porte erguido, que mire a los ojos y hable claramente. Un hombre que se parezca a Baskerville.

El mensaje del Gobierno persa a su Legación de Washington, el 25 de diciembre de 1910, domingo y día de Navidad, estaba telegrafiado en estos términos:

«Soliciten inmediatamente al Secretario de Estado que les ponga en contacto con las autoridades financieras americanas al objeto de contratar para el puesto de Tesorero General a un americano experto y desinteresado, teniendo como base un contrato preliminar de tres años, sujeto a la ratificación del Parlamento. Se encargará de reorganizar los recursos del Estado, la percepción de las rentas y su desembolso, asistido por un censor de cuentas y un inspector que supervisará la recaudación en las provincias.

»El ministro de Estados Unidos en Teherán nos informa que el Secretario de Estado está de acuerdo. Contacten con él directamente, evitando pasar por intermediarios. Transmítanle el texto íntegro de este mensaje y actúen según las sugerencias que él les haga.»

El 2 de febrero siguiente, el Majlis aprobó el nombramiento de los expertos americanos con una mayoría aplastante y en medio de una salva de aplausos.

Pocos días después, el ministro de Finanzas que había presentado el proyecto a los diputados fue asesinado en plena calle por dos georgianos. Esa misma noche, el intérprete de la Legación rusa acudió al Ministerio persa de Asuntos Exteriores exigiendo que los asesinos, súbditos del zar, le fueran entregados sin demora. En Teherán, todo el mundo había comprendido que esa acción era la respuesta de San Petersburgo al voto del Parlamento, pero las autoridades prefirieron ceder para no envenenar sus relaciones con su poderoso vecino. Por lo tanto, los asesinos fueron conducidos a la Legación y luego a la frontera; en cuanto la cruzaron, quedaron en libertad.

A modo de protesta, el bazar cerró sus puertas, los «hijos de Adán» hicieron un llamamiento para que se boicotearan las mercancías rusas; incluso se produjeron actos de venganza contra los súbditos georgianos, los goryi, numerosos en el país. Sin embargo, el Gobierno, alternando con la prensa, predicaba la paciencia: las verdaderas reformas iban a comenzar, decían, los expertos llegarían, pronto las arcas del Estado estarían llenas, pagaremos nuestras deudas, nos quitaremos de encima todas las tutelas, tendremos escuelas y hospitales y también un ejército moderno que obligará al zar a abandonar Tabriz y le impedirá mantenernos bajo su amenaza.