Persia esperaba milagros. Y, en efecto, los milagros iban a producirse.
XLV
El primer milagro me lo anunció Fazel. Susurrando, pero triunfante:
– ¡Mírale! ¡Ya te dije que se parecería a Baskerville!
Se trataba de Morgan Shuster, el nuevo Tesorero General de Persia, que se acercaba para saludarnos. Habíamos iba a su encuentro por la carretera de Qazvin. Llegaba, acompañado de los suyos, en vetustas sillas de posta tiradas por jamelgos. Extraño, ese parecido con Howard: los mismos ojos, la misma nariz, el mismo rostro muy afeitado, quizá un poco más redondeado, los mismos cabellos claros peinados con la misma raya, el mismo apretón de manos, cortés pero dominante. Nuestra forma de mirarlo le debió de molestar, pero no lo demostró; verdad es que el hecho de presentarse así en un país extranjero y en unas circunstancias tan excepcionales le haría esperar que sería objeto de una constante curiosidad. En el transcurso de su estancia iba a ser observado, escrutado y acosado. A veces con malevolencia. Cada una de sus acciones, cada una de sus omisiones sería referida y comentada, alabada o maldecida.
La primera crisis estalló una semana después de su llegada. De los cientos de personalidades que iban cada día a dar la bienvenida a los americanos, algunas preguntaron a Shuster cuándo contaba con visitar las legaciones persa y rusa. La respuesta del interesado fue evasiva. Pero las preguntas se hicieron insistentes y el asunto se divulgó suscitando animados debates en el bazar: el americano ¿debía o no hacer visitas de cortesía a las legaciones? Éstas daban a entender que habían sido escarnecidas y el clima era cada vez más tenso. Dado el papel que había desempeñado en la venida de Shuster, Fazel se sentía particularmente molesto por ese contratiempo diplomático, que amenazaba con poner en tela de juicio el conjunto de su misión. Me pidió que interviniera.
Acudí, pues, a ver a mi compatriota al palacio Atabak, un edificio de piedra blanca, cuya fachada de finas columnas se reflejaba en un estanque. Constaba de treinta enormes habitaciones amuebladas en parte a la oriental y en parte a la europea, sepultadas bajo alfombras y objetos de arte. A su alrededor había un inmenso parque cruzado por riachuelos y salpicado de lagos artificiales, verdadero paraíso persa donde los ruidos de la ciudad llegaban filtrados por el canto de las cigarras. Era una de las más bellas residencias de Teherán. Había pertenecido a un antiguo Primer Ministro antes de que la comprara un rico comerciante zoroástrico, ferviente partidario de la Constitución, quien la puso, gentilmente, a disposición de los americanos.
Shuster me recibió en la escalinata. Ya repuesto de las fatigas del viaje, me pareció muy joven. Sólo tenía treinta y cuatro años y no los representaba. ¡Y yo que había pensado que Washington enviaría un experto peinando ya canas y con aspecto de reverendo!
– Vengo a hablarle de este asunto de las legaciones.
– ¡Usted también! Pareció como si le divirtiera.
– No sé -insistí- si se da cuenta de la importancia que ha tomado esta cuestión de protocolo. ¡No lo olvide, estamos en un país de intrigas!
– No hay nadie a quien le gusten tanto las intrigas como a mí.
Se rió otra vez, pero se interrumpió de pronto, recobrando totalmente el semblante serio que exigía su función.
– Señor Lesage, no se trata solamente de protocolo. Se trata de principios. Antes de aceptar este puesto, me informé ampliamente sobre las decenas de expertos extranjeros llegados a este país antes que yo. A algunos no les faltaba competencia ni buena voluntad, pero todos fracasaron. ¿Sabe por qué? Porque cayeron en la trampa en la que me invitan a caer hoy. Fui nombrado Tesorero General de Persia por el Parlamento persa y es normal, por lo tanto, que advierta al shah, al regente y al gobierno de mi llegada. Soy americano y por lo tanto puedo igualmente visitar a ese simpático Mr. Russel. Pero ¿por qué se me exige que efectúe visitas de cortesía a los rusos, a los ingleses, a los belgas o a los austríacos? Se lo voy a decir: porque se quiere demostrar a todos, al pueblo persa que espera tanto de los americanos y al Parlamento que nos ha contratado a pesar de todas las presiones que tuvo que soportar, que Morgan Shuster es un extranjero como todos los extranjeros, un farangui. En cuanto efectuara mis primeras visitas, las invitaciones lloverían; los diplomáticos son personas educadas, acogedoras y cultivadas, hablan las lenguas que conozco y juegan los mismos juegos. Yo viviría feliz aquí, señor Lesage, entre el bridge, el té, el tenis, la equitación y los bailes de disfraces, y volvería a mi país dentro de tres años rico, contento, bronceado y con buena salud. ¡Pero no es para eso para lo que he venido, señor Lesage!
Casi gritaba. Una mano invisible, tal vez la de su mujer, vino discretamente a cerrar la puerta del salón. Él no pareció advertirlo y prosiguió:
– He venido con una misión muy precisa: modernizar las finanzas de Persia. Estos hombres han recurrido a nosotros porque tienen confianza en nuestras instituciones y en nuestra gestión de los negocios. No tengo intención de decepcionarlos ni de engañarlos. Vengo de una nación cristiana, señor Lesage, y para mí esto tiene un significado. ¿Qué imagen tienen los persas hoy en día de las naciones cristianas? ¿La muy cristiana Inglaterra que se apodera de su petróleo, la muy cristiana Rusia que les impone su voluntad según la cínica ley del más fuerte? ¿Quiénes son los cristianos que han tratado hasta ahora? Estafadores, arrogantes, gente sin Dios, cosacos. ¿Qué idea quiere que tengan de nosotros? ¿En qué mundo vamos a vivir todos juntos? ¿No tenemos otra cosa que proponerles que ser nuestros esclavos o nuestros enemigos? ¿No pueden ser nuestros compañeros, nuestros iguales? Felizmente, algunos de ellos continúan creyendo en nosotros, en nuestros valores, pero ¿cuánto tiempo aún podrían hacer callar las miles de voces que equiparan al europeo con el demonio? ¿A qué se parecerá la Persia del mañana? Eso dependerá de nuestro, comportamiento, del ejemplo que demos. El sacrificio de Baskerville ha hecho olvidar la codicia de muchos otros. Siento una gran estima por él, pero tranquilícese, no tengo intención de morirme, sencillamente quiero ser honrado. Serviré a Persia como serviría a una compañía americana; no la robaré, me esforzaré en sanearla y en hacerla prosperar y respetaré al Consejo de Administración, pero sin besamanos ni zalemas.
Mis lágrimas habían comenzado a correr de la manera más tonta. Shuster se calló y me contempló con circunspección y cierto desasosiego.
– Discúlpeme si por mi tono o mis palabras le he herido involuntariamente.
Me levanté y le tendí la mano para estrechar la suya.
– No me ha herido, señor Shuster, sólo me ha conmovido. Voy a transmitir sus palabras a mis amigos persas. Su reacción no será diferente a la mía.
Al salir de su casa, corrí al Baharistán, donde sabía que encontraría a Fazel. En cuanto lo divisé a lo lejos, grité:
– ¡Fazel, otro milagro!
El 13 de junio, el Parlamento persa decidía, por una votación sin precedente, otorgar a Morgan Shuster plenos poderes para reorganizar las finanzas del país. De ahí en adelante, sería invitado regularmente al Consejo de Ministros.
Mientras tanto, otro incidente era la comidilla del bazar y las cancillerías. Un rumor, de origen desconocido pero fácil de adivinar, acusaba a Morgan Shuster de pertenecer a una secta persa. El asunto puede parecer absurdo, pero los propagadores habían destilado bien su veneno para dar a la mentira visos de verosimilitud. De la noche a la mañana los americanos se convirtieron en sospechosos a los ojos de la gente. Una vez más se me encargó que hablara con el Tesorero General. Nuestras relaciones eran cordiales desde el primer encuentro. Me llamaba Ben y yo le llamaba Morgan. Le expuse el objeto del delito:
– Se dice que entre tus sirvientes hay babis o bahais notorios, lo que me ha confirmado Fazel. Se dice también que los bahais acaban de fundar en Estados Unidos una rama muy activa. Y han sacado la conclusión de que todos los americanos de la delegación eran, de hecho, bahais, que con el pretexto de sanear las finanzas del país, han venido a ganar adeptos.
Morgan reflexionó un momento:
– Voy a responder a la única pregunta importante: no, no he venido para predicar o convertir, sino para reformar las finanzas persas que lo necesitan mucho. Añadiré, para tu información, que por supuesto no soy babai, que sólo me enteré de la existencia de estas sectas en un libro del profesor Browne, justo antes de venir, y que además sería incapaz de ver la diferencia entre babi y bahai. Si se trata de mis sirvientes, que son más de quince en esta inmensa casa, todo el mundo sabe que estaban aquí antes de mi llegada. Su trabajo me satisface y es la única cosa que importa. ¡No tengo la costumbre de juzgar a mis colaboradores por su fe religiosa o el color de su corbata!
– Comprendo perfectamente tu actitud, que está de acuerdo con mis propias convicciones. Pero estamos en Persia y las sensibilidades son, a veces, diferentes. Vengo de visitar al Ministro de Finanzas y estima que para hacer callar a los calumniadores habría que despedir a los sirvientes involucrados en este caso. Por lo menos a algunos de ellos.
– ¿El ministro de Finanzas se preocupa de este, asunto?
– Más de lo que piensas. Teme que ponga en peligro toda la acción realizada en su sector. Me ha rogado que le informe de mi gestión esta misma tarde.