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La reacción no tardó en producirse. En San Petersburgo se publicó un comunicado afirmando que lo que acababa de suceder equivalía a una agresión contra Rusia, a un insulto al zar y a la zarina, y exigiendo excusas oficiales del Gobierno de Teherán. Trastornado, el Primer Ministro persa pidió consejo a los británicos; el Foreign Office respondió que el zar no estaba bromeando, que había congregado tropas en Bakú, que se disponía a invadir Persia y que sería prudente aceptar el ultimátum.

El 24 de noviembre de 1911, el Ministro de Asuntos Exteriores se presentó, pues, con la muerte en el alma, en la Legación rusa y estrechó obsequiosamente la mano del Ministro plenipotenciario pronunciando estas palabras:

«Excelencia, mi Gobierno me ha encargado que presente excusas en su nombre por la afrenta que han sufrido los oficiales consulares de su gobierno.»

Sin dejar de estrechar la mano que se le tendía, el representante del zar replicó:

«Sus excusas son aceptadas como respuesta a nuestro primer ultimátum, pero debo informarle de que un segundo ultimátum está en preparación en San Petersburgo. Le comunicaré su contenido en cuanto lo reciba.»

Promesa cumplida. Cinco días más tarde, el 29 de noviembre a mediodía, el diplomático presentó al Ministro de Asuntos Exteriores el texto del nuevo ultimátum, añadiendo oralmente que había recibido ya la aprobación de Londres y que había que aceptarlo en el plazo de cuarenta y ocho horas.

Primer punto: despedir a Morgan Shuster.

Segundo punto: no volver a contratar jamás a un experto extranjero sin obtener previamente el consentimiento de las Legaciones rusa y británica.

XLVII

En la sede del Parlamento, los setenta y seis diputados esperan; unos llevan turbante, otros fez o gorro, y unos cuantos «hijos de Adán», entre los más militantes, van incluso vestidos a la europea. A las once, el Primer Ministro sube a la tribuna corno a un patíbulo, lee con voz ahogada el texto del ultimátum y luego recuerda el apoyo de Londres al zar antes de enunciar la decisión de su Gobierno: No resistir, aceptar el ultimátum, despedir al americano; en una palabra, volver a estar bajo la tutela de las potencias antes que ser aplastados bajo su bota. Para intentar evitar lo peor, necesita una orden clara; por lo tanto, plantea la cuestión de confianza, recordando a los diputados que el ultimátum expira a mediodía, que el tiempo está contado y que los debates no pueden eternizarse. A lo largo de su intervención, no ha cesado de dirigir miradas inquietas hacia la galería de los invitados, donde se pavonea Pokhitanoff, a quien nadie se ha atrevido a prohibir la entrada.

Cuando el Primer Ministro vuelve a su sitio, no se producen abucheos ni aplausos. Sólo un silencio aplastante, abrumador, irrespirable. Luego se levanta un venerable sayyid, descendiente del Profeta y modernista de los primeros tiempos, que siempre ha apoyado con fervor la misión de Shuster. Su discurso es breve:

– Quizá sea la voluntad de Dios que se nos arranque por la fuerza nuestra libertad y nuestra soberanía. Pero no las abandonaremos por voluntad propia.

Nuevo silencio. Luego otra intervención, en el mismo sentido e igualmente breve. Pokhitanoff consulta su reloj ostensiblemente. El Primer Ministro lo ve, saca a su vez la cadena de su reloj de bolsillo cincelado y se lo acerca a los ojos. Son las doce menos veinte. Está trastornado y golpea el suelo con su bastón, pidiendo que se pase ya a la votación. Cuatro diputados se retiran precipitadamente, con diversos pretextos; los setenta y dos que quedan dicen todos «no». No al ultimátum del zar. No a la partida de Shuster. No a la actitud del Gobierno. Por ello, el Primer Ministro está ya considerado como dimitido y se retira con todo su Gabinete. Pokhitanoff también se levanta; el texto que debe telegrafiar a San Petersburgo está ya redactado.

La gran puerta se cierra de un portazo, cuyo eco resuena durante largo rato en el silencio de la sala. Los diputados se quedan solos. Han ganado, pero no tienen ningún deseo de celebrar su victoria. El poder está en sus manos; el destino del país, de su joven Constitución, depende de ellos. ¿Qué pueden hacer? ¿Qué quieren hacer? No lo saben. Sesión irreal, patética, caótica y, en ciertos aspectos, infantil. De vez en cuando surge una idea pronto desechada:

– ¿Y si pidiéramos a Estados Unidos que nos enviaran tropas?

– ¿Por qué iban a venir? Son los amigos de Rusia. ¿No fue el presidente Roosevelt quien reconcilió al zar con el mikado?

– Pero está Shuster. ¿No querrían ayudarle?

– Shuster es muy popular en Persia; en su país apenas conocen su nombre. A los dirigentes americanos no les debe agradar que se haya enemistado con San Petersburgo y Londres.

– Podríamos proponerles que construyeran un ferrocarril. Quizá muerdan el anzuelo, quizá vengan en nuestra ayuda.

– Quizá. Pero no antes de seis meses y el zar estará aquí dentro de dos semanas.

¿Y los turcos? ¿Y los alemanes? ¿Y por qué no los japoneses? ¿No han aplastado a los rusos en Manchuria? Y de pronto un joven diputado de Kirman sugiere, sonriendo apenas, que se ofrezca el trono de Persia al mikado. Fazel explota:

– ¡Es necesario que sepamos de una vez por todas que ni siquiera podremos recurrir a la gente de Ispahán! Si entablamos la batalla, será en Teherán, con la gente de Teherán, con las armas que hay en este instante en la capital. Como hace tres años en Tabriz. Y no enviarán contra nosotros mil cosacos, sino cincuenta mil. Debemos saber que lucharemos sin la menor posibilidad de ganar.

Viniendo de otra persona, esta descorazonadora intervención habría suscitado un torrente de acusaciones. Viniendo del héroe de Tabriz, del más eminente de los «hijos de Adán», las palabras se toman por lo que son, la expresión de una cruel realidad. A partir de ahí, es difícil predecir la resistencia. Sin embargo, es lo que hace Fazel.

– Si estamos dispuestos a luchar es sólo para preservar el futuro. ¿No vive aún Persia con el recuerdo del imán Hussein? Sin embargo, ese mártir no hizo más que entablar una batalla perdida, fue vencido, aplastado, aniquilado, y es a él a quien honramos. Persia necesita sangre para creer. Somos setenta y dos, como los compañeros de Hussein. Si morimos, este Parlamento se convertirá en lugar de peregrinación, y la democracia estará anclada durante siglos en la tierra de Oriente.

Todos decían que estaban dispuestos a morir, pero no murieron. No es que fallaran o traicionaran su causa. Por el contrario, trataron de organizar las defensas de la ciudad, se presentaron numerosos voluntarios, sobre todo «hijos de Adán», como en Tabriz. Pero no había solución. Después de haber invadido el norte del país, las tropas del zar venían ya hacia la capital. Únicamente la nieve retrasaba un poco su avance.

El 24 de diciembre, el Primer Ministro destituido decidió tomar de nuevo el poder con un golpe de fuerza. Con la ayuda de los cosacos, de las, tribus bajtiaris, de una parte importante del ejército y de la policía, se adueñó de la capital e hizo proclamar la disolución del Parlamento. Varios diputados fueron detenidos. A los más activos se les condenó al exilio. Fazel encabezaba la lista.

El primer acto del nuevo régimen fue aceptar oficialmente los términos del ultimátum del zar. Una correcta carta informó a Morgan Shuster que había finalizado su función de Tesorero General. Sólo había permanecido ocho meses en Persia, ocho meses agitados, frenéticos, vertiginosos, ocho meses que estuvieron a punto de cambiar la faz de Oriente.

El 11 de enero de 1912, Shuster fue despedido con honores. El joven shah puso a su disposición su propio automóvil con su chofer francés el señor Varlet, para conducirlo hasta el puerto de Enzeli. Éramos muchos extranjeros y persas, los que fuimos a despedirlo, unos en el pórtico de su residencia, otros a lo largo del camino. No hubo aclamaciones, ciertamente, sólo unos gestos discretos de miles de manos y las lágrimas de hombres y mujeres, de una multitud desconocida que lloraba como una amante abandonada. En el recorrido sólo hubo un incidente, mínimo: un cosaco, al paso del convoy, recogió una piedra e hizo ademán de lanzarla en dirección al americano; no creo que ni siquiera finalizara su acto.

Cuando el automóvil desapareció más allá de la puerta de Qazvin, di algunos pasos en compañía de Charles Russel. Luego seguí mi camino solo, a pie, hasta el palacio de Xirín.

– Pareces muy conmovido -me dijo al recibirme.

– Acabo de despedir a Shuster.

– ¡Ah, al fin se ha ido!

No estaba muy seguro de haber captado el tono de su exclamación. Fue más explícita:

– Hoy me pregunto si no habría sido mejor que no hubiera puesto jamás los pies en este país.

La miré con horror.

– ¡Eres tú quien dices eso!

– Sí, yo, Xirín, soy la que digo eso. Yo que aplaudí la llegada del americano, yo que aprobé cada uno de sus actos, yo que vi en él a un redentor, ahora siento que no se quedara en su lejana América.

– Pero ¿en qué se equivocó?

– En nada, justamente, y ésa es la prueba de que no comprendió a Persia.