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Y diciendo esto, apunto el arma, cuya empuñadura sostenía con las dos manos, hacia su propio pecho. El hermano dudó poco; avanzó hacia él con los brazos abiertos y, después de un largo abrazo, prometió no contrariar más su voluntad. Nisapur se había salvado, pero nunca olvidaría el Gran Miedo del ramadán.

VII

– Así son los selyuquíes -observa Jayyám-, saqueadores incultos y soberanos perspicaces, capaces de mezquindades y de gestos sublimes. Togrul Beg, sobre todo, tenía el temple de un fundador de imperios. Yo tenía tres años cuando tomó Ispahán y diez cuando conquistó Bagdad, imponiéndose como protector del califa y obteniendo de él el título de «sultán, rey del Oriente y del Occidente», casándose incluso a los setenta años con la propia hija del Príncipe de los Creyentes.

Al decir esto, Omar se muestra admirativo, algo solemne quizá, pero Yahán suelta una carcajada muy irrespetuosa. Él la mira severo, ofendido, sin comprender esa súbita hilaridad; ella se disculpa y se explica:

– Cuando hablaste de esa boda me acordé de lo que me habían contado en el harén.

Omar recuerda vagamente el episodio, del que Yahán ha memorizado con avidez cada detalle.

En efecto, al recibir el mensaje de Togrul pidiéndole la mano de su hija Sayyeda, el califa se había puesto lívido. Apenas se retiró el emisario del sultán, explotó:

– ¡Ese turco recién salido de su tienda! ¡Ese turco cuyos padres, ayer aún, se prosternaban ante no sé qué ídolo y pintaban en sus estandartes un hocico de cerdo! ¿Cómo se atreve a pedir en matrimonio a la hija del Príncipe de los Creyentes, nacida del más alto linaje?

Si temblaba así, con todos sus augustos miembros, era porque sabía que no podría esquivar la petición. Después de meses de dudas y dos mensajes de recuerdo, terminó por formular una respuesta. Uno de sus ancianos consejeros fue el encargado de transmitirla; partió para la ciudad de Rayy, cuyas ruinas son aún visibles en los alrededores de Teherán. La corte de Togrul estaba allí.

El emisario del califa fue recibido en primer lugar por el visir, que lo abordó con estas palabras:

– El sultán se impacienta y me atosiga; me alegro de que al fin hayas venido con la respuesta.

– Te alegrarás menos cuando la hayas oído: el Príncipe de los Creyentes os ruega que le disculpéis, pero no puede acceder a la petición que ha sido elevada hasta él.

El visir no se mostró muy afectado y continuó pasando las cuentas de su pasatiempo de jade.

– Así que -dijo-, vas a atravesar ese pasillo, vas a cruzar esa gran puerta, y anunciar al señor de Iraq, de Fars, de Jorasan y de Azerbeiyán, al conquistador de Asia, a la espada que defiende la verdadera religión, al protector del trono abasí: «¡No, el califa no te dará a su hija!» Muy bien, ese guardia te conducirá.

Dicho guardia se presentó y el emisario se levantaba para seguirle, cuando el visir prosiguió con voz anodina:

– Supongo que como hombre sagaz habrás pagado tus deudas, repartido tu fortuna entre tus hijos y casado a todas tus hijas.

El emisario volvió a sentarse súbitamente agotado.

– ¿Qué me aconsejas?

– ¿El califa no te ha dado ninguna otra directriz, ninguna posibilidad de arreglo?

– Me ha dicho que si verdaderamente no había ningún medio de escapar de ese matrimonio, querría en compensación trescientos mil dinares de oro.

– Eso ya es una forma mejor de proceder, pero no creo que sea razonable que después de todo lo que el sultán ha hecho por el califa, después de haberle traído de nuevo a su ciudad, de donde lo habían expulsado los chiíes, después de haberle restituido sus bienes y sus territorios, se le exija una compensación. Podríamos llegar al mismo resultado sin ofender a Togrul Beg. Le diréis que el califa le concede la mano de su hija y por mi parte aprovecharé ese momento de intensa satisfacción para sugerirle un regalo en dinares digno de tal partido.

Y así se hizo. El sultán, muy excitado, formó un importante cortejo que comprendía al visir, a varios príncipes, a decenas de oficiales y dignatarios, a mujeres de edad de su parentela con cientos de guardias y esclavos que llevaron a Bagdad regalos de gran valor, alcanfor, mirra, brocado, arcones llenos de pedrerías, así como cien mil monedas de oro.

El califa concedió audiencia a los principales miembros de la delegación, intercambió con ellos frases corteses, aunque vagas, y luego, una vez a solas con el visir del sultán, le dijo sin rodeos que ese matrimonio no tenía su consentimiento y que si intentaba obligarle a ello abandonaría Bagdad.

– Si ésa es la postura del Príncipe de los Creyentes, ¿por qué propuso un arreglo en dinares?

– No podía responder que no con una sola palabra. Esperaba que con mi actitud el sultán comprendiera que no podía obtener de mí semejante sacrificio. A ti te lo puedo decir; los otros sultanes, ya fueran turcos o persas, jamás exigieron semejante cosa de un califa. ¡Debo defender mi honor!

– Hace algunos meses, cuando presentí que la respuesta podría ser negativa, traté de preparar al sultán para este rechazo y le expliqué que nadie antes que él había osado formular tal petición, que eso no era conforme a las tradiciones y que la gente iba a sorprenderse. Jamás me atreveré a repetir lo que me respondió.

– ¡Habla, no temas nada!

– Que el Príncipe de los Creyentes me dispense, esas palabras no podrán traspasar mis labios jamás.

El califa se impacientaba.

– ¡Habla, te lo ordeno, no me ocultes nada!

– El sultán comenzó por insultarme, acusándome de declararme a favor del Príncipe de los Creyentes contra él… Me amenazó con cargarme de cadenas…

El visir balbuceaba a propósito.

– Ve derecho al grano, habla, ¿qué dijo Togrul?

– El sultán gritó: «¡Extraño clan el de esos abasíes! Sus antepasados conquistaron la mejor mitad de la tierra, construyeron las ciudades más florecientes y ¡míralos hoy! Les arrebato su imperio y se conforman; les quito su capital y se felicitan; me cubren de regalos y el Príncipe de los Creyentes me dice: "Te doy todos los países que Dios me ha dado, pongo en tus manos a todos los creyentes cuyo destino me ha confiado.” Me suplica que ponga bajo el ala de mi protección a su palacio, su persona y su harén, pero si le pido a su hija se rebela y quiere defender su honor. ¡Los muslos de una virgen! ¿Es ése el único territorio por el que aún está dispuesto a luchar?»

Al califa se le cortó la respiración, no le salían las palabras y el visir aprovechó para concluir el mensaje.

– El sultán añadió: «¡Ve a decirles que tomaré a esa hija como tomé este imperio, como tomé Bagdad!»

VIII

Yahán relata detalladamente y con una culpable delectación los sinsabores matrimoniales de los grandes de este mundo; renunciando a censurarla, Omar se asocia ahora de buen grado a todas sus mímicas. Y cuando, con picardía, ella amenaza con callarse, él le suplica que continúe, ayudándose con caricias, aunque sabe muy bien cómo termina la historia.

Por lo tanto, el Príncipe de los Creyentes se resignó a decir «sí» con la muerte en el alma. En cuanto recibió la respuesta, Togrul emprendió el camino a Bagdad y antes incluso de llegar a la ciudad envió a su visir como explorador, impaciente por saber qué disposiciones se habían previsto ya para la boda.

Al llegar al palacio califal el emisario tuvo que oír, en términos muy detallados, que el contrato de matrimonio podía firmarse, pero que la reunión de los dos esposos estaba fuera de toda discusión «visto que lo importante es el honor de la alianza y no el encuentro».

El visir estaba exasperado, pero se dominó:

– Como conozco a Togrul Beg -explicó-, puedo aseguraros, sin ningún riesgo de equivocarme, que la importancia que concede al encuentro no es en modo alguno secundaria.

De hecho, para insistir en la vehemencia de su deseo, el sultán no dudó en poner sus tropas en estado de alerta, en dividir y controlar Bagdad y en cercar el palacio del califa; este último hubo de rendirse y el «encuentro» tuvo lugar. La princesa se sentó sobre un lecho tapizado de oro, Togrul Beg entró en la habitación, besó el suelo ante ella «y luego la honró», confirman los cronistas, «sin que ella apartara el velo de su rostro, sin que le dijera nada, sin ocuparse de su presencia». Desde entonces él venía a verla todos los días con ricos presentes y todos los días la honraba, pero ella no le dejó ver su rostro ni una sola vez. A la salida, después de cada «encuentro», le esperaban numerosas personas, porque estaba de tan buen humor que concedía todas las peticiones y ofrecía innumerables regalos.

De este matrimonio entre la decadencia y la arrogancia no nació ningún hijo. Togrul murió seis meses después. Notoriamente estéril, había repudiado a sus dos primeras esposas acusándolas del mal que le aquejaba a él. Sin embargo, a lo largo de tantas mujeres, esposas o esclavas, tenía que haberse rendido ante la evidencia: si culpa había, era él el culpable. Había consultado a astrólogos y a curanderos chamanes que le prescribieron que en cada luna llena se tragara el prepucio de un niño recién circunciso. Sin resultado. No tuvo más remedio que resignarse, pero para evitar que esa dolencia redujera su prestigio ante los suyos se había forjado una sólida reputación de amante insaciable, arrastrando tras él para el más corto de los desplazamientos un harén exageradamente abastecido. Sus hazañas eran un tema obligado entre sus allegados y no era raro que sus oficiales, e incluso los visitantes extranjeros, le preguntaran por sus proezas, alabaran su energía nocturna y le pidieran recetas y elixires.