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Tenían sus propios ojos expresión ciega al andar. Nada veía de lo que tenía a su alrededor. Estaba luchando, haciendo esfuerzos continuamente para conseguir que aquel rostro se le acercara. Se sentía enferma, disgustada...

Y luego, de pronto, se había despejado la vista y, con los ojos del cuerpo había visto frente a ella, en el autobús al que subiera distraída sin importarle un comino dónde fuera, había visto... ¡Sí! ¡A Nausicaa! Un rostro infantil, labios entreabiertos, ojos hermosos, vacuos, ciegos...

La muchacha hizo parar y se apeó. Enriqueta la siguió.

Ahora se hallaba completamente serena. Había encontrado lo que deseaba; el suplicio de buscar sin encontrar había terminado ya.

—Perdone que le dirija la palabra. Soy escultura profesional y con, franqueza, tiene usted la cabeza que he andado buscando.

Se había mostrado amistosa, encantadora y autoritaria como sabía serlo siempre que quería algo.

Doris Saunders pareció dudar, alarmarse, sentirse halagada.

—Pues la verdad, no sé qué decirle. Si no es más que la cabeza... Claro está, nunca he hecho una cosa así..., ni pensarlo...

Vacilaciones apropiadas, delicada pregunta económica.

—Ni que decir tiene que insistiría en pagarle a usted lo que cobra una modelo profesional.

Conque ahí estaba Nausicaa sentada en la plataforma, encantada con la idea de que fueran inmortalizados sus atractivos (aunque no le gustaban ni pizca las muestras del arte de Enriqueta que veía desperdigadas por el estudio), y disfrutando por poder revelar su personalidad a una persona cuya comprensión y atención parecían, sin duda alguna, completas.

Sobre la mesa, junto a la modelo, yacían sus lentes: los lentes que se ponía lo menos posible por vanidad, prefiriendo tener que andar casi a tientas a veces porque, como le confesó a Enriqueta, era tan corta de vista que apenas podía ver a un metro de distancia sin las gafas.

Enriqueta había movido la cabeza afirmativamente, comprensiva. Comprendía ahora la causa de aquella mirada vacua y hermosa.

Transcurrió el tiempo. Enriqueta soltó de pronto sus herramientas de modelar y se desperezó.

—Bueno —dijo—, he terminado. ¿Espero que no se habrá cansado usted demasiado?

—Oh, no, gracias, señorita Savernake. Ha resultado la mar de interesante. ¿Es posible que esté hecho ya, de verdad..., tan pronto?

Enriqueta se echó a reír.

—¡Oh, no! No es que esté terminado por completo. Tendré que trabajar bastante aún en ello. Pero está terminado en cuanto a usted se refiere. He conseguido lo que deseaba..., construir los planos.

La muchacha bajó lentamente de la plataforma. Se puso los lentes, e inmediatamente, la ciega inocencia y el encanto confiado de su rostro desaparecieron. Ahora no quedaba ya más que una belleza fácil, ordinaria, chabacana.

Se paró junto a Enriqueta y contempló el modelo de barro.

—¡Oh! —dijo, dubitativa, con desencanto en la voz—. No se parece mucho a mí, ¿verdad?

Enriqueta sonrió.

—No. No es un retrato.

En realidad, casi podía decirse que no existía el menor parecido. Era la colocación de los ojos, el contorno del pómulo, lo que Enriqueta había visto como nota clave esencial de su concepción de Nausicaa. Aquélla no era Doris Saunders, sino una ciega de la que podía hacerse un poema. Los labios estaban entreabiertos como los de Doris, pero no eran los labios de Doris. Eran labios que hablarían otro idioma, que expresarían pensamientos que no serían los de Doris...

Ninguna de las facciones estaba claramente diseñada. Era Nausicaa recordada, no vista.

—Bueno —dijo la señorita Saunders, dubitativa—, supongo que tendrá mejor aspecto cuando la trabaje usted un poco más... ¿Y de veras no me necesitará ya?

—No, gracias —dijo Enriqueta («¡Y gracias a Dios por ello!», dijo en su fuero interno) —. Se ha portado usted muy bien. Le estoy muy agradecida.

Se deshizo de Doris con habilidad y volvió a hacerse una taza de café. Estaba cansada, estaba horriblemente cansada. Pero feliz y tranquila.

«Gracias a Dios —pensó—. Ahora volveré a ser humana.»

E inmediatamente sus pensamientos volaron hacia Juan.

«Juan», pensó. Se le encendieron levemente las mejillas, aligerósele el corazón, se animó.

«Mañana —pensó—, voy a The Hollow...Veré a Juan...»

Bebió el líquido caliente y fuerte, instalada en el diván. Se tomó tres tazas. Se sintió inundada de vitalidad.

Resultaba agradable, pensó, sentirse un ser humano otra vez, y no la otra cosa. Era agradable haber dejado de sentirse inquieta, disgustada, hostigada. Agradable poder dejar de vagar por las calles buscando algo, con un sentimiento de irritación y llena de impaciencia porque, la verdad, ¡una no sabía lo que andaba buscando! Ahora, a Dios gracias, sólo tenía que trabajar como una negra. ¿Y a quién le importaba el trabajo por duro que fuese?

Soltó la taza vacía, se puso en pie y volvió a Nausicaa. La contempló un buen rato y, poco a poco, el entrecejo se le fue arrugando.

No era.. No era del todo...

¿Qué era lo que estaba mal?

Ojos ciegos.

Ojos ciegos que eran más bellos que ojo alguno que pudiese ver... Ojos ciegos que comprimían el corazón, que emocionaban profundamente, precisamente por eso, porque eran ciegos. ¿Había logrado plasmar eso, o no?

Lo había logrado, sí; pero había plasmado algo más también. Algo que no había sido su intención reproducir y en lo que ni siquiera había pensado... la estructura estaba bien..., sí; sí que lo estaba. Pero, ¿de dónde venía... aquella insinuación leve, insidiosa...?

La insinuación de una mente ordinaria, rencorosa...

No había estado escuchando, no, en realidad. Y, sin embargo, sin saber cómo, le había entrado por los oídos, salido por los dedos, introduciéndose en el barro.

Y no podría, sabía que no podría volverlo a sacar de allí...

Apartó la mirada con brusquedad. Quizá fuera simple imaginación. Sí; imaginación había de ser. Lo vería de otra manera por la mañana. Pensó con dolor:

—¡Cuan vulnerable es una...!

Cruzó, frunciendo el entrecejo hacia el otro extremo del estudio. Se detuvo ante su escultura de «La Adoradora».

Aquélla estaba bien. Un magnífico trozo de madera de peral, con el grano adecuado. Lo había estado guardando durante mucho tiempo, como un tesoro, antes de emplearlo.

Lo miró con gesto de crítica. Sí; estaba bien. No cabía la menor duda de ello. Lo mejor que había hecho desde hace tiempo. Era para el Grupo Internacional. Sí; algo que valía la pena exhibir.

Lo había plasmado todo bien. La humanidad, la fuerza de los músculos del cuello, los hombros encorvados, el rostro levemente alzado, un rostro sin facciones, puesto que la adoración destierra a la personalidad.

Sí; sumisión, adoración... y esa devoción final que se halla más allá, y no más acá, de la idolatría...

Enriqueta exhaló un suspiro. Si siquiera, pensó, no se hubiera enfadado Juan tanto...

Le había llegado de sobresalto aquella ira. Le había revelado algo de él que, en su opinión, ni él mismo conocía.

Había dicho llanamente:

—¡No puedes exhibir eso!

Y ella, con la misma fuerza, le había replicado:

—Lo exhibiré.

Volvió lentamente a Nausicaa. Nada había allí, se dijo, que no pudiera arreglar. La envolvió en paños húmedos. Tendría que aguardar hasta el lunes o el martes. No había prisa ya. La urgencia había desaparecido. Todos los planos figuraban en la escultura. Sólo hacía falta un poco de paciencia.

Ahora la esperaban tres días felices en compañía de Lucía, de Enrique, de Midge..., ¡y de Juan!

Bostezó. Se desperezó con el inmenso placer y la misma soltura con que lo hace un gato, distendiendo hasta el máximo cada uno de sus músculos. Se dio cuenta, de pronto, de cuan cansada estaba en verdad.