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El tranvía se zarandeaba entre los plátanos de la calle Paraguay, vadeando el vacío de la infinita ciudad triste. Me llevaría a Evita lejos de aquí si pudiera, me la llevaría al campo, pero la soledad del campo volvería a matarla.

«Ayer», le contó el médico, «me presenté en la residencia presidencial para hablar con su yerno. En todos estos años nunca me llamó y tanto silencio me tenía extrañado. Llegué al anochecer. Me entretuvieron un rato largo en los pasillos y las antesalas hasta que vino un capitán a preguntarme: Qué se le ofrece. Le entregué mi tarjeta y respondí: Ver al general Perón. En estas circunstancias tan difíciles, necesito instrucciones sobre el destino que daremos al cuerpo de su esposa. El general está muy ocupado, usted comprenda, me dijo el capitán. Veré qué puedo hacer. Pasé horas esperando. Iban y venían soldados con valijas y paquetes de sábanas. Daba la impresión de que estuvieran levantando la casa. Por fin el capitán volvió con un recado: Nada puede disponer el general por ahora, dijo. Déjenos su teléfono y lo llamaremos. Pero todavía nadie me ha llamado. Y tengo el pálpito de que no me llamarán. Hay rumores de que Perón se marcha, doña Juana. Que está pidiendo salvoconductos para exilarse. Así que sólo usted y yo quedamos. Usted y yo debemos disponer qué se hará con el cuerpo.»

Ella miró por la ventana el jardín mojado, la enredadera en flor, ¿qué otra cosa podía hacer?, limpiándose a cada rato en la falda el sudor de las manos. «Yo por mí la traería, doctor Ara, y la pondría en la sala», dijo. Le daba vergüenza ahora haberlo dicho. ¿Qué haría Evita en la sala? «Pero vea mis várices. Están a la miseria. Ya ni las inyecciones de salicilato ni las medias elásticas me las calman.»

Fue en ese trance de la conversación que el médico aprovechó para pedirle un poder: «Creo que es lo mejor», le dijo. «Con un poder suyo, puedo disponer santamente del cuerpo».

«¿Un poder?», se alarmó la madre. «No, doctor. Los poderes me han perdido. Todo poder que he dado por escrito se ha vuelto contra mí. Lo que era de mi hija se lo ha llevado el yerno. Ni los recuerdos me ha dejado.» La voz se le quebró y tuvo que callarse un momento para que los pedazos volvieran a juntarse. «Ah, entre paréntesis», preguntó: «¿qué se ha hecho del broche de diamantes que pusimos en la mortaja de Evita? Una de las piedras, la rojiza, fue tasada en medio millón de pesos. Ya que la vamos a enterrar, no quisiera dejar sobre su cuerpo semejante joya. Sería una tentación para los ladrones. ¿Qué me aconseja hacer para recuperarla?»

El tranvía dobló despacio en la calle Corrientes, como si dudara. Los negocios estaban levantando ya las persianas de metal y los vendedores lavaban las veredas. En el lado sombreado de la calle habían estado los famosos burdeles de los judíos y en una pensión con macetas en los balcones había vivido su hija. «¿No hice bien en irme de Junín, mamá? ¿No te parece que soy otra?» Evita creía que aquello era la felicidad. Pero antes de morir tuvo que reconocerlo: era sólo la pena.

El tranvía se internó en una nebulosa de cafés y de cinematógrafos. No había visto ninguna de las películas anunciadas en las marquesinas: ni La fuente del deseo, donde los espectadores creían estar visitando Roma, por los efectos del cinemascope, ni El ángel desnudo, en la que por primera vez aparecía una actriz argentina con los pechos al aire, aunque dejándose ver sólo de refilón. Una marea de perfumes la adormeció y a las orillas del sopor se asomó de nuevo el médico: «Los bienes de la difunta siguen donde usted los vio, señora: la alianza de casada, el rosario que le regaló el Sumo Pontífice, también el broche. Pero creo que tiene usted toda la razón. Es un peligro dejarlos. Voy a pedir que se los entreguen esta misma tarde».

Tuvo que escribírselo. El poder: «Doctor D. Pedro Ara. En mi carácter de madre de Marta Eva Duarte de Perón, ruego que si su viudo no deja ninguna instrucción respecto al cadáver de mi hija, sea usted doctor quien tome las precauciones necesarias para ponerlo a salvo de cualquier eventualidad». «Perfecto», aprobó él. «Ponga la firma acá, y la fecha: 18 de septiembre de 1955».

Ni aquella tarde ni los días siguientes recibió doña Juana el broche de Evita. Siempre le pasaba lo mismo: los hombres la jodían, la daban vuelta, no sabía cómo pero la engatusaban. ¿Qué importaba eso ya? El tranvía sorteó airoso la encrucijada del obelisco y se desbarrancó en el mar tenebroso del Bajo, donde aún humeaban las barricadas de las tropas leales a su yerno. Vio los mármoles agujereados del palacio de Hacienda, las palmeras desflecadas por la metralla, los retratos de Evita flameando en la inclemencia, los bustos desnarizados, despeinados, en ruinas. El recuerdo de la hija estaba partido en dos y ahora sólo relucía la memoria de los que la odiaban. A mi también han de odiarme, pensó. Se bajó el velo del sombrero y se cubrió la cara. El pasado le oprimía el alma. Hasta el mejor pasado era una desgracia. Todo lo que una dejaba detrás dolía, pero la felicidad dolía mucho más.

Insulso y vulgar por fuera, el edificio de la CGT era por dentro una sucesión de pasillos que desembocaban en escaleras laberínticas. Doña Juana lo había recorrido más de una vez cuando llevaba flores para Evita, pero siempre por un misma camino: la entrada, el ascensor, la cámara funeraria. Sabía que el laboratorio del doctor Ara daba a las ventanas del oeste y que a esa hora de la mañana lo encontraría restaurando el cuerpo.

Vislumbró la calva del embalsamador tras los vidrios esmerilados y entró sin golpear. Iba preparada para todo menos para el espanto de sorprender a Evita en una tina de vapores, con las intimidades al descubierto. Del peinado con el rodete intacto se desprendía el único olor humano de todo el cuerpo, como si aún fuera un árbol lleno de pensamientos; pero del cuello para abajo Evita no era la misma: parecía que esa parte del cuerpo se preparase para un largo viaje del que no pensaba regresar.

El embalsamador estaba alisando los muslos del cadáver con una pasta de color miel cuando la entrada de doña Juana lo tomó de sorpresa. La vio apoderarse, fulmínea, de un delantal de cirujano que colgaba del perchero y tenderlo sobre el cuerpo desguarnecido mientras se quejaba: «Ya estoy aquí, Cholita, ¿qué te han hecho?…»

Alzó la calva y atinó a tomarla del brazo. Tenía que recuperar su dignidad médica cuanto antes.

– Váyase, doña Juana -dijo, tratando de ser persuasivo-. ¿No huele los químicos? Son terribles para los pulmones.

Intentó empujarla con delicadeza. La madre no se movió. No podía. Estaba llena de indignación y la indignación pesaba mucho.

– Acabe ya con sus cuentos, doctor Ara. Soy vieja pero no idiota. Si sus químicos no lo joden a usted, a mí tampoco.

– Hoy es mal día, señora -dijo. A doña Juana le sorprendió que no usara guantes de goma como los demás médicos. -Los militares van a aparecer de un momento a otro para llevarse a su hija. Todavía no sabemos qué quieren hacer con ella.