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El coronel de «Esa mujer», comenté, se parece al detective de «La muerte y la brújula». Ambos descifran un enigma que los destruye. La hija nunca había oído mencionar «La muerte y la brújula». Es de Borges, dije. Todos los relatos que Borges compuso en esa época reflejan la indefensión de un ciego ante las amenazas bárbaras del peronismo. Sin el terror a Perón, los laberintos y los espejos de Borges perderían una parte sustancial de su sentido. Sin Perón, la escritura de Borges no tendría estímulos, refinamientos de elusión, metáforas perversas. Les explico todo esto, dije, porque el coronel de Walsh también espera un castigo que va a llegar fatalmente, aunque no se sabe de dónde. Lo atormentan con maldiciones telefónicas. Voces anónimas le anuncian que su hija enfermará de polio, que a el van a castrarlo. Y todo por haberse apoderado de Evita.

– Lo de Walsh no es un cuento -me corrigió la viuda-. Sucedió. Yo estuve oyéndolos mientras hablaban. Mi marido registró la conversación en un grabador Geloso y me dejó los carretes. Es lo único que me ha dejado.

La hija mayor abrió un aparador y mostró las cintas: eran dos, y estaban dentro de sobres transparentes, de plástico.

De tanto en tanto se abría un silencio repentino, incómodo, que yo no sabía cómo romper. Tenía miedo de que las mujeres no pudieran seguir enfrentándose al pasado que les había hecho tanto daño y me obligaran a marcharme. Vi que la hija estaba llorando. Eran lágrimas sin ton ni son, que le brotaban como si vinieran de otra cara o pertenecieran a los sentimientos de otra persona. Al darse cuenta de que la miraba, dejó caer esta confidencia:

– ¡Si usted supiera cuánto he fracasado en la vida!

No supe qué contestarle. Se notaba que, cuanto más iba pasando el tiempo, más compasión sentía por sí misma.

– Nunca he podido hacer lo que quise -dijo-. En eso soy igual a papá. El también, cuando yo ya era grande, venía a sentarse en mi cama y me decía: Soy un fracasado, hija. Soy un fracasado. No fuimos nosotras las que lo hicimos sentirse así. Fue Evita.

Les repetí lo que sin duda sabían: el coronel del cuento dice que enterró a Evita en un jardín. Un jardín donde llueve día por medio y todo se pudre: los canteros de rosas, la madera del ataúd, el cinturón franciscano que le pusieron a la difunta. El cuerpo, se dice allí, fue enterrado de pie, como enterraron a Facundo Quiroga.

Me detuve. A Facundo, pensé, nadie lo enterró de pie. Sentí que me había quedado sin aliento.

– Esa historia es tal cual -susurró la viuda, que tenía la mala costumbre de aspirar fragmentos de palabras-. Cuando vivíamos en Bonn el cadáver estuvo más de un mes dentro de una ambulancia que había comprado mi marido. Se pasaba las noches vigilándolo por la ventana. Un día quiso entrarlo en la casa. Me opuse, como se imaginará. Fui terminante. O te llevás de aquí esa basura, le dije, o me voy yo con mis hijas. El se encerró a llorar. Por esa época, ya los desvelos y el alcohol lo habían ablandado. Aquella misma noche salió con la ambulancia. Cuando volvió, me dijo que había enterrado el cuerpo. ¿Dónde? Le pregunté. Quién sabe, contestó. En un bosque, donde llueve mucho. Y no quiso hablar más.

La hija trajo una fotografía del Coronel tomada en 1955. Los labios eran una tenue línea dibujada con lápiz, los pómulos estaban surcados por venitas oscuras, la calvicie hacía estragos en la frente vasta, sebosa, inclinada hacia atrás en un ángulo brusco.

– Diez años después de esa foto era un hombre en ruinas -dijo la viuda-. Dejaba pasar las horas sin hacer nada, sin hablar, con la mente a la deriva. A veces se perdía de vista durante semanas, yendo de un bar a otro hasta que caía desmayado. Tenía delirios. Sudaba a chorros. Era un sudor rancio, insoportable. Poco antes de morir lo vieron en un banco de la plaza Rodríguez Peña, llamando a gritos a la muerte.

– ¿Y ustedes? -quise saber-. ¿Dónde estaban ustedes?

– Lo abandonamos -contestó la hija-. Hubo un momento en que mamá ya no lo soportó más y le dijo que se fuera.

– La culpa la tuvo Evita -repitió la viuda-. Toda la gente que anduvo con el cadáver acabó mal.

– No creo en esas cosas -me oí decir.

La viuda se puso de pie y yo sentí que era hora de irme.

– ¿No cree? -Su tono había dejado de ser amistoso. -Que Dios lo ampare, entonces. Si va a contar esa historia, debería tener cuidado. Apenas empiece a contarla, usted tampoco tendrá salvación.

3 CONTAR UNA HISTORIA

La canonización de Eva Perón por el Papa y la

de Jean Genet por Sartre (otro Papa) son los

acontecimientos místicos de este verano.

JEAN COCTEAU, Journaclass="underline" Le Passé défini

Después de aquel encuentro, pasé varias semanas en los archivos de los diarios. Si el maleficio invocado por la viuda del Coronel era verdadero, tarde o temprano iba a encontrar algún hecho que lo confirmara. Una época me fue derivando a otra, y así remonté afluentes que nadie había advertido. El propio Rodolfo Walsh deslizó algunas pistas en «Esa mujer», al mencionar los infortunios de dos oficiales de Inteligencia: «Oí decir», insinúa Walsh, «que el mayor X mató a su esposa y el capitán N quedó con la cara desfigurada por un accidente». Pero el coronel del cuento se burla de esas fatalidades atribuyéndolas a la confusión y al azar. «La tumba de Tutankamón», recita, «lord Carnavon. Basura.»

A medida que me iba hundiendo en las parvas de papeles, descubría más y más indicios de que los cadáveres no soportan ser nómades. El de Evita, que aceptaba con resignación cualquier crueldad, parecía sublevarse cuando lo movían de un lado a otro. En noviembre de 1974, su cuerpo fue retirado de la tumba en Madrid y trasladado a Buenos Aires. Mientras lo llevaban en un furgón al aeropuerto de Barajas, dos guardias civiles se pusieron a discutir por una deuda de juego. Al entrar en la avenida del General Sanjurjo, frente a los Depósitos de Aguas, ambos se atacaron a balazos y el vehículo, fuera de control, embistió las vallas del Real Automóvil Club. La cabina se incendió y los guardias murieron. Pese a la magnitud de los destrozos, el ataúd de Evita no sufrió el menor daño, ni siquiera un raspón.

Algo parecido sucedió en octubre de 1976, cuando el cadáver fue trasladado desde la residencia presidencial de Olivos al cementerio de la Recoleta. Evita iba en una ambulancia azul del hospital militar de Buenos Aires, entre dos soldados con fusiles que llevaban -Dios sabrá por qué- las bayonetas caladas. El chofer, un sargento llamado Justo Fernández, atravesó de cabo a rabo la avenida del Libertador silbando “La felicidad / ja ja ja ja”. Poco antes de cruzar la calle Tagle, sucumbió a un infarto tan súbito que su acompañante, creyendo que “Fernández se ahogaba con los silbidos”, aplicó el freno de mano y detuvo la ambulancia cuando estaba a punto de incrustarse en el zócalo de otro Automóvil Club, el de Buenos Aires. Evita estaba intacta, pero los soldados de la custodia se habían atravesado la yugular con las bayonetas en el relámpago del frenazo y yacían enredados sobre un lago de sangre.

Las almas tienen su propia fuerza de gravedad: les disgustan las velocidades, el aire libre, el ansia. Cuando alguien rompe los cristales de su lentitud, se desorientan, y desarrollan una voluntad de maleficio que no pueden controlar. Las almas tienen hábitos, apegos, antipatías, momentos de hambre y de hartura, deseos de irse a dormir, de estar solas. No quieren que se las saque de su rutina porque la eternidad es eso: rutinas, frases que se encadenan interminablemente, anclas que las amarran a cosas conocidas. Pero así como detestan ser desplazadas de un lugar a otro, las almas también aspiran a que alguien las escriba. Quieren ser narradas, tatuadas en las rocas de la eternidad. Un alma que no ha sido escrita es como si jamás hubiera existido. Contra la fugacidad, la letra. Contra la muerte, el relato.