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Desde que intenté narrar a Evita advertí que, si me acercaba a Ella, me alejaba de mí. Sabía lo que deseaba contar y cuál iba a ser la estructura de mi narración. Pero apenas daba vuelta a la página, Evita se me perdía de vista, y yo me quedaba asiendo el aire. O si la tenía conmigo, en mí, mis pensamientos se retiraban y me dejaban vacío. A veces no sabía si Ella estaba viva o muerta, si su belleza navegaba hacia adelante o hacia atrás. Mi primer impulso fue contar a Evita siguiendo el hilo de la frase con que Clifton Webb abre los enigmas de Laura, el film de Otto Preminger:»Nunca olvidaré el fin de semana en que murió Laura». Yo tampoco había olvidado el brumoso fin de semana en que murió Evita. Ésa no era la única coincidencia. Laura había resucitado a su modo: no muriendo; y Evita lo hizo también: multiplicándose.

En una larga y descartada versión de esta misma novela conté la historia de los hombres que habían condenado a Evita a una errancia sin término. Escribí algunas escenas aterradoras, de las que no sabía salir. Vi al embalsamador escudriñando con desesperación los rincones de su propio pasado en busca de un momento que coincidiera con el pasado de Evita. Lo describí vestido con un traje oscuro, alfiler de brillantes y manos enguantadas, ejercitándose junto al académico Leonardo de la Peña en las técnicas de conservación de los cadáveres. Referí las telarañas de conspiraciones que urdieron el Coronel y sus discípulos de la escuela de espionaje, sobre mesas de arena coloreadas como tableros de ajedrez. Nada de eso tenía sentido y casi nada sobrevivió en las versiones que siguieron. Ciertas frases, en las que trabajé durante semanas, se evaporaron bajo el sol de la primera lectura, rajadas por la impiedad de un relato que no las necesitaba.

Tardé en sobreponerme a esos fracasos. Evita, repetía, Evita, esperando que el nombre contuviera alguna revelación: que Ella fuera, después de todo, su propio nombre. Pero los nombres nada comunican: sólo son un son ido, un agua del lenguaje.

Recordé el tiempo en que anduve tras las sobras de su sombra, yo también en busca de su cuerpo perdido (tal como se cuenta en algunos capítulos de La novela de Perón), y los veranos que pasé acumulando documentos para una biografía que pensaba escribir y que debía llamarse, como era previsible, La perdida. Llevado por esa sed hablé con la madre, el mayordomo de la casa presidencial, el peluquero, su director de cine, la manicura, las modistas, dos actrices de su compañía de teatro, el músico bufo que le consiguió trabajo en Buenos Aires. Hablé con las figuras marginales y no con los ministros ni aduladores de su corte porque no eran como ella: no podían verle el filo ni los bordes por los que Evita siempre había caminado. La narraban con frases demasiado bordadas. Lo que a mí me seducía, en cambio, eran sus márgenes, su oscuridad, lo que había en Evita de indecible. Pensé, siguiendo a Walter Benjamin, que cuando un ser histórico ha sido redimido se puede citar todo su pasado: tanto las apoteosis como lo secreto. Será tal vez por eso que en la novela de Perón sólo acerté a narrar lo más privado de Perón, no sus hazañas públicas: cuando trataba de abarcarlo por entero, el texto se me quebraba entre los dedos. No fue así con Evita. Eva es también un ave: lo que se lee al derecho tiene el mismo sentido cuando se lee al revés. ¿Qué más quería yo? Ya no necesitaba sino avanzar. Pero cuando intenté hacerlo, mis madejas de voces y de apuntes quedaron en la nada, pudriéndose en los cajones amarillos que iba llevando de un exilio a otro.

Fue un fracaso aún más hondo el que dio origen a este libro. A mediados de 1989 yacía yo en una cama penitencial de Buenos Aires, purgando la calamidad de una novela que me nació muerta, cuando sonó el teléfono y alguien me habló de Evita. Nunca había oído antes aquella voz y no deseaba seguir oyéndola. Sin el letargo de la depresión quizás habría cortado. Pero la voz, insistente, me hizo levantar de la cama y me internó en una aventura sin la que no existiría. No ha llegado el momento aún de contar esa historia, pero cuando la cuente se entenderá por qué.

Pasaron algunas noches y soñé con Ella. Era una enorme mariposa suspendida en la eternidad de un cielo sin viento. Un ala negra se henchía hacia adelante, sobre un desierto de catedrales y cementerios; la otra ala era amarilla y volaba hacia atrás, dejando caer escamas en las que fulguraban los paisajes de su vida en un orden inverso al de la historia, como en los versos de Eliot:

En mi principio está mi fin. Y no lo llamen inmovilidad: allí pasado y porvenir se unen. Ni movimiento desde ni hacia, ni ascenso ni descenso. Salvo por ese punto, el punto inmóvil.

Si esta novela se parece a las alas de una mariposa -la historia de la muerte fluyendo hacia adelante, la historia de la vida avanzando hacia atrás, oscuridad visible, oxímoron de semejanzas- también habrá de parecerse a mí, a los restos de mito que fui cazando por el camino, a la yo que era Ella, a los amores y odios del nosotros, a lo que fue mi patria y a lo que quiso ser pero no pudo. Mito es también el nombre de un pájaro que nadie puede ver, e historia significa búsqueda, indagación: el texto es una búsqueda de lo invisible, o la quietud de lo que vuela.

Tardé años en llegar a estos pliegues del medio donde ahora estoy. Para que nadie confundiera Santa Evita con La novela de Perón escribí entre las dos un relato familiar sobre un cantante de voz absoluta en guerra contra su madre y una tribu de gatos. De esa guerra pasé a otras. Reaprendí la escritura, mi oficio, con fiebre adolescente. ¿Santa Evita iba a ser una novela? No lo sabía y tampoco me importaba. Se me escurrían las tramas, las fijezas de los puntos de vista, las leyes del espacio y de los tiempos. Los personajes conversaban con su voz propia a veces y otras con voz ajena, sólo para explicarme que lo histórico no es siempre histórico, que la verdad nunca es como parece.

Tardé meses y meses en amansar el caos. Algunos personajes se resistieron. Entraban en escena durante pocas páginas y luego se retiraban del libro para siempre: sucedía en el texto lo mismo que en la vida. Pero cuando se iban, Evita no era ya la misma: le había llovido el polen de los deseos y recuerdos ajenos. Transfigurada en mito, Evita era millones.

Las cifras caudalosas, los millones, siempre fueron el aura de su nombre. En La razón de mi vida se lee esta frase misteriosa: «Pienso que muchos hombres reunidos, en vez de ser millares y millares de almas separadas, son más bien una sola alma». Los mitólogos pescaron la idea al vuelo y transformaron los millares en millones. «Volveré y seré millones», promete la frase más celebrada de Evita. Pero Ella nunca dijo esa frase, como lo advierte cualquiera que repare por un instante en su perfume póstumo: «Volveré» ¿desde dónde?, «y seré millones» ¿de qué? Pese a que la impostura fue denunciada muchas veces, la frase sigue al pie de los afiches que conmemoran todos sus aniversarios. Nunca existió, pero es verdadera.

Hasta su santidad fue convirtiéndose, con el tiempo, en un dogma de fe. Entre mayo de 1952 -dos meses antes de que muriera- y julio de 1954, el Vaticano recibió casi cuarenta mil cartas de laicos atribuyendo a Evita varios milagros y exigiendo que el Papa la canonizara. El prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos respondía a todas las solicitudes con las fórmulas usuales: «Cualquier católico sabe que para ser santo hay que estar muerto». Y después, cuando ya la estaban embalsamando: «Los procesos son largos, centenarios. Tened paciencia».