Sobre los muros que desembocan en la estación Retiro, no demasiado lejos de la residencia presidencial donde Evita agonizaba, alguien pintó una divisa de mal agüero: Viva el cáncer, y la firmó La hermosa Evelina. Cuando la radio dio la noticia de que la gravedad de Evita era extrema, los políticos de la oposición destaparon botellas de champagne. El ensayista Ezequiel Martínez Estrada, cubierto de pies a cabeza por una costra negra que los médicos identificaron como neurodermitis melánica, se curó milagrosamente y empezó a escribir un libro de invectivas en el que se refería a Evita de esta manera: Ella es una sublimación de lo torpe, ruin, abyecto, infame, vengativo, ofídico, y el pueblo la ve como una encarnación de los dioses infernales».
En aquellos mismos días, ante la certeza de que Evita subiría al cielo en cualquier momento, miles de personas hicieron los más exagerados sacrificios para que, cuando a Ella le tocara rendir cuentas a Dios, mencionara sus nombres en la conversación. Cada dos o tres horas, alguno de los creyentes alcanzaba un nuevo récord mundial de trabajo ininterrumpido, ya fuera armando cerraduras o cocinando fideos. El maestro de billar Leopoldo Carreras hizo mil quinientas carambolas al hilo en el atrio de la basílica de Luján. Un profesional llamado Juan Carlos Papa bailó tangos durante ciento veintisiete horas con otras tantas parejas. Aún no se publicaba el Libro Guinness de los Récords Mundiales, y por desgracia todas esas marcas han pasado al olvido.
Las iglesias rebosaban de promesantes que ofrendaban canjear sus vidas por la de Evita o bien suplicaban a las cortes celestiales que la recibieran con honores de reina. Se batían marcas de vuelo en planeador, caminatas con bolsas de maíz al hombro, repartos de pan, marchas a caballo, saltos en paracaídas, carreras sobre carbones encendidos y sobre púas afiladas, expediciones en sulky y en bicicleta. El taxista Pedro Caldas viajó trescientos kilómetros entre Buenos Aires y Rosario corriendo hacia atrás sobre un barril de aceite; la costurera Irma Ceballos bordó un padrenuestro de ocho milímetros por ocho con sedas de treinta y tres colores distintos y cuando lo terminó se lo mandó al papa Pío XII amenazándolo con retirarle su obediencia de católica si el Sagrado Corazón de Jesús no devolvía cuanto antes la salud de «nuestra querida santa».
Pero la más famosa de todas las empresas fue la del talabartero Raimundo Masa con su esposa Dominga y sus tres hijos, el menor de los cuales era niño de pecho. Masa acababa de entregar un par de monturas en San Nicolás cuando oyó a unos arrieros hablar sobre la gravedad de Evita. Ese mismo día decidió ir en procesión con toda la familia hasta el Cristo Redentor que estaba en las montañas de los Andes, mil kilómetros al oeste, prometiendo regresar también a pie si la enferma se recuperaba. A razón de veinte kilómetros por día, el viaje de ida iba a durar dos meses, calculó. En las alforjas acumuló unos pocos tarros de leche en polvo, carne seca, galletas, agua filtrada y una muda de ropa. Escribió una carta a Evita explicándole su misión y anunciándole que la visitaría al regresar. Le rogó que no se olvidara de su nombre y que, si podía, lo mencionara en algún discurso, aunque fuera en clave: «Diga usted nomás que saludos para Raimundo y yo me daré por enterado».
En la interminable llanura se detenía con toda la familia a rezar el rosario, sin alzar los ojos de la huella y con una expresión de duelo inconsolable. Dominga cargaba al niño de pecho en una canasta sujeta al cuello; los otros dos iban atados con piolas a la cintura de Raimundo, para que no se perdieran. Cada vez que pasaban por una población salían a recibirlos el cura párroco, el farmacéutico y las damas del club social con trajes dominicales recién sacados de sus nidos de naftalina. Les ofrecían tazas de chocolate y duchas calientes que Raimundo rechazaba con firmeza para no perder tiempo, sin atender al desconsuelo de sus hijos mayores, que ya no aguantaban más la dieta de carne seca.
A los cuarenta días entraron en el desierto sin esperanza que hay entre las ciudades de San Luis y La Dormida, donde cien años atrás Juan Facundo Quiroga había escapado de las garras de un tigre trepándose a la copa del único algarrobo que crecía en esas desolaciones. El paisaje seguía siendo inclemente, caía un sol tenaz y, por inexperiencia, Raimundo había permitido que los hijos agotaran el agua. Se desvió del camino principal y entró en los atajos falsos trazados a principios de siglo para confundir a los desertores del ejército. Los chicos mayores se desvanecieron y el padre tuvo que abandonar las alforjas con provisiones para cargarlos al hombro. Al tercer día se descorazonó y sintió miedo de morir. Sentado a la entrada de una caverna de polvo, rezó para que tantas mortificaciones no fueran vanas y Dios concediera a Evita la salud que había perdido.
A Dominga, que sufría en silencio, le molestó que en esa hora de fatalidad el marido se mostrara desconsiderado con la suerte de su familia.
– Nosotros somos nosotros y nada más -le hizo notar Raimundo-. En cambio si Evita muere, los abandonados van a ser miles. Gente como nosotros hay por todas partes, pero santas como Evita hay una sola.
– Ya que Ella es tan santa, podrías pedirle que nos saque de este apuro dijo Dominga.
– No puedo, porque los santos no hacen milagros cuando están vivos. Hay que esperar a que se mueran y gocen de la gloria del Señor.
La luz del día se extinguió como un fósforo. Al cabo de una hora sopló con furia el viento. Entre los vahos de polvo se oyó graznar a unos patos salvajes. Cuando amainó la tormenta, el horizonte se llenó de luces. Raimundo pensó que eran las osamentas fosforescentes de terneros devorados por los tigres, y temió que a ellos también les estuvieran siguiendo el rastro.
– Mejor nos quedamos quietos -dijo-, y esperamos a que amanezca.
Pero Dominga, esta vez, confiaba en la salvación.
– Ésas son lámparas a querosén -lo corrigió-. Si se oyen patos por acá, el agua y las casas no han de estar lejos.
Avanzaron a rastras bajo la luna indecisa. Pronto divisaron una hilera de algarrobos, corrales, y un rancho de barro y tejas. En todas las ventanas había luces. Raimundo golpeó las manos con ansiedad. Nadie respondía, aunque del interior brotaban voces monótonas y la música en sordina de una radio. Bajo el alero encontraron una batea con agua fresca y una jofaina. En las mesas había panes recién horneados. Los hijos se precipitaron a comer, pero Dominga los contuvo.
– Alabado sea Dios -saludó.
– Sea por siempre alabado -les respondieron desde adentro-. Sírvanse lo que les haga falta y esperen en la galería.
Al caer la tarde Raimundo había sentido frío, un frío indeleble del que jamás iba a olvidarse, pero de pronto el aire estaba cálido y ensordecido por las cigarras del verano. Los chicos se durmieron. Al cabo de un rato, también Dominga se tendió en un banco de madera. Oyeron cascos de caballos, bufidos y el tremolar de las gallinas.
Cuando se despertaron, estaban otra vez a la intemperie. Las torres de una aldea se divisaban a lo lejos. A sus pies encontraron las alforjas que días atrás habían dejado en el desierto.
– Yo no me quería dormir -dijo Dominga.
– Yo tampoco -respondió Raimundo-. Pero ahora ya no tiene remedio.
Caminaron por un campo desconocido y fértil, entre sembrados de frutillas, alamedas y acequias. Les sorprendió que, al entrar en la población, nadie saliera a recibirlos. Las campanas de la iglesia tañían a duelo y por los altoparlantes colgados de los postes de luz oyeron una voz sepulcral que repetía sin apagarse: «Anoche, a las veinte y veinticinco la señora Eva Perón entró en la inmortalidad. Que Dios tenga piedad de su alma y del pueblo argentino. Anoche, a las veinte y veinticinco».