Cuando conocí a Julio Alcaraz, hace más de treinta años, no se me pasaba por la cabeza que Evita podría ser una heroína de novelas. No la creía heroína o mártir de nada. Me parecía, ¿para qué mentir?, una mujer autoritaria, violenta, de lenguaje ríspido, que ya se había agotado en la realidad. Pertenecía al pasado y a los dominios de la política, con los que yo nada tenía que ver.
Déjenme remontarme a marzo de 1958. Era la época en que me reunía por las noches a leer poemas con Amelia Biagioni y Augusto Roa Bastos, o me quedaba esperando el amanecer en los andenes hostiles de Constitución, donde el aire olía a desinfectantes y a pan recién horneado. Yo pensaba entonces en escribir grandes novelas; no sé por qué pensaba que debían ser grandes e intensas, con el país entero como telón de fondo, novelas del tamaño de la vida. También pensaba en las mujeres que me habían rechazado, en los abismos que hay entre un signo y su objeto, entre un ser y el azar que lo produce. Pensaba en infinitas cosas pero no en Evita.
Alcaraz figuraba en la lista de maquilladores y peluqueros sobre los que yo debía escribir para una historia ilustrada del cine argentino. Se le atribuía la creación de las bananas en arco con las que María Duval se convirtió en la réplica argentina de Judy Garland y las crestas emuladas de vampiresas como Tilda Thamar. Desde los sillones de su salón, decorado con ángeles de estuco y afiches de Hollywood, se divisaban las vidrieras de Harrods y los cafés donde los estudiantes de Letras fingían ser Sartre o Simone de Beauvoir.
La primera vez, Alcaraz me citó en la puerta de la peluquería a las nueve de la noche. Para excitar su memoria, le llevé una colección de fotos que lo mostraban tejiendo un yelmo de ruleros en la cabeza de Zully Moreno, aplicándole fijadores a Paulina Singerman y aplastando con una redecilla los bucles de las mellizas Legrand. Fue un fracaso. Sus evocaciones resultaron tan opacas que, cuando las transcribí, resbalaban tontamente sobre el vidrio del texto. ¿Dirigía Mario Soffici a las actrices pidiéndoles que se pusieran en situación o les explicaba el personaje? ¿Cuántas veces interrumpía una toma para ordenar que arreglaran un rulo? A ver, a ver, respondía, y se quedaba tieso en esos atascos de la memoria. La única foto que disipó su indiferencia fue una en la que pegaba un postizo sobre la frente calva de Luis Sandrini, durante la filmación de El más infeliz del pueblo. La acercó a la luz y me señaló la figura borrosa de una joven, en segundo plano, que llevaba un ridículo sombrero de plumas.
– ¿Ve? -dijo-. Aquí está Evita. Muchos periodistas vienen a verme por ella, porque saben que he sido su confidente.
– ¿Y qué les ha contado usted? -pregunté.
– Nada -dijo-. Yo nunca cuento nada.
Pasé más de un año sin tener noticias de él. De vez en cuando las revistas de escándalo aludían a la metamorfosis de Evita desde su adolescencia desaliñada hasta su otoño de emperatriz y publicaban fotos que comparaban el antes y el después de las uñas y el pelo. Nadie mencionaba a Julio Alcaraz. Parecía haberse marchado a cualquier parte lejos de este mundo. La carta que me envió en abril o mayo de 1959 me tomó por sorpresa. «Primero y principal», decía, «quiero agradecerle lo que escribió sobre mí en su historia ilustrada. Conservamos el recorte dentro de un marco en mi salón de peinados. Nadie lo deja de ver porque se refleja en el espejo grande. He pensado más de una vez en lo que hablamos ese día. Y me doy cuenta que, luego de haber vivido tantas historias, es una zoncera no querer contarlas. Yo no tengo hijos. Lo único que tengo para dejar son mis recuerdos. ¿Por qué no pasa por el salón para que hablemos el martes o el miércoles, a eso de las nueve, como la otra vez?»
Pasé, sólo para no desairarlo. No tenía intenciones de escribir una sola línea más sobre él. Aun ahora no sé lo que sucedió. Alcaraz me sirvió un café, empezó a contar historias y al cabo de un rato yo estaba tomando apuntes. Recuerdo la penumbra, el largo friso de espejos donde se reflejaba el vaivén de los transeúntes. Recuerdo el olor agresivo de las tinturas y de los fijadores. Recuerdo un letrero de neón con un loro de colores que se prendía y se apagaba. El opaco peluquero de un año antes ahora destilaba luz. ¿Es posible que una misma persona sea tan distinta cuando habla y cuando calla? No distinta como el día y la noche de un paisaje: distinta como dos paisajes antípodas. A ver, a ver, decía, pero ahora era sólo para cruzar de un relato a otro, para tomar aliento antes de abrir el delta de su memoria. Evocó el crepúsculo de pantanos y mosquitos en que se hundieron Francisco Petrone y Elisa Christian Galvé durante la filmación de Prisioneros de la tierra, imitó con perverso deleite las cimas de histeria a que se había elevado Mecha Ortiz en Safo y La sonata a Kreutzer.
Sentí que entrábamos en las pantallas de varios cines a la vez y en muchos pasados cuyas aguas fluían simultáneamente. Era mayo o abril, como dije, soplaba un viento húmedo de febrero, y las veredas de Buenos Aires estaban azules de las flores que los lapachos derraman en noviembre. Fuimos deslizándonos poco a poco por la pendiente de Evita y cuando caímos en Ella ya no supimos cómo salir.
Alcaraz la había conocido en 1940, cerca de Mar del Plata, mientras filmaban La carga de los valientes. Amanecía, era verano, y las vacas pastaban en una claridad violeta. Evita llevaba un peinado laborioso, con una orla de tirabuzones oscuros que le agrandaba los rasgos y una tiara de bucles redondos sobre la frente. Lo interrumpió mientras él calentaba unos rizadores en los rescoldos de la cocina y, pasando por encima de su desprecio, le mostró unas fotografías de Amarga victoria.
«Péineme así, Julito, como Bette Davis», le rogó. «Se me vería mejor un poco más enrulada, ¿no le parece?»
El peluquero la estudió de arriba abajo con curiosidad procaz. Días atrás, había identificado a Evita como la joven de facciones tristonas y busto escuálido que servía de modelo en un libro de postales pornográficas. El retrato de la portada, que aún podía verse en los kioscos de la estación Retiro, la mostraba frente a un espejo, con bombachas mínimas y los brazos hacia atrás, insinuando que está a punto de quitarse el corpiño. Las fotos prometían ser provocativas pero estaban desvirtuadas por el candor de la modelo: en una, quebraba las caderas hacia el lado izquierdo y trataba de subrayar la redondez de la nalga con tal mirada de susto que el buscado erotismo de la posición se deshacía en astillas; en otra, escondía los pechos en el cuenco de las manos y se pasaba la lengua por los labios con tanta torpeza que sólo la punta de la lengua asomaba por una de las comisuras, mientras los grandes ojos redondos quedaban velados por una expresión de cordero. Si Alcaraz no hubiera visto las postales, tal vez nunca habría aceptado remendar el peinado de Evita y sus vidas se habrían separado en ese mismo instante. Pero la impericia de aquellas poses le inspiró lástima y decidió ayudarla. Perdió hora y media de su valiosa mañana convirtiéndola no en la Bette Davis de Amarga victoria sino en la Olivia de Havilland de Lo que el viento se llevó.
– Así salvé del ridículo a su personaje -me dijo-. Era más lógico un peinado de 1860 para un vestuario de 1876 que el otro corte moderno, de puntas enruladas.
Al fin de cuentas, Evita fue un producto mío. Yo la hice.