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– Quedáte tranquila. Ya está todo arreglado. No te van a olvidar.

– Claro. Ya está todo arreglado -repitió Evita.

A la mañana siguiente despertó con tanto ánimo y liviandad que se reconcilió con su cuerpo. Después de todo lo que la había hecho sufrir, ahora ni siquiera lo sentía. No tenía cuerpo sino respiraciones, deseos, placeres inocentes, imágenes de lugares adonde ir. Aún le quedaban remansos de debilidad en el pecho y en las manos, nada del otro mundo, nada que le impidiera levantarse. Tenia que hacerlo cuanto antes, para tomar a todos por sorpresa. Si los médicos trataban de impedírselo, Ella estaría vestida ya para salir y con un par de gritos los pondría en su lugar. Vamos, se dijo, vamos ahora. No bien trató de tomar impulso, uno de los terribles taladros que le horadaban la nuca le devolvió de lleno la conciencia de la enfermedad. Fue un suplicio muy breve, pero tan intenso como para advertirle que el cuerpo no había cambiado. ¿Eso qué importa?, se dijo. Voy a morir, ¿no es cierto? Ya que voy a morir, todo está permitido.

Al instante la cubrió otro baño de alivio. Hasta entonces no había caído en la cuenta de que el mejor remedio para librarse de un estorbo era aceptar que existía. Esa súbita revelación la llenó de gozo. No se opondría nunca más a nada: ni a las sondas ni a los alimentos endovenosos ni a las radiaciones que le carbonizaban la espalda ni a los dolores ni a la tristeza de morir.

Alguna vez le habían dicho que no era el cuerpo lo que se enfermaba sino el ser entero. Si el ser lograba recuperarse (y nada costaba tanto, porque para curarlo era preciso verlo), lo demás era cuestión de tiempo y fuerza de voluntad. Pero su ser estaba sano. Nunca, tal vez, había estado mejor.

Le dolía desplazarse en la cama de un lado a otro pero, apenas apartaba las sábanas, salir era fácil. Hizo la prueba y enseguida estuvo de pie. En los sillones de alrededor dormían las enfermeras, su madre y uno de los médicos. ¡Cómo le hubiera gustado que la vieran! Pero no los despertó, por miedo a que la obligaran entre todos a acostarse otra vez. Caminó en puntas de pie hacia las ventanas que daban al jardín y a las que nunca tenía ocasión de asomarse. Vio la hiedra desplumada del muro, la cresta de los jacarandas y las magnolias en la pendiente del jardín, el vasto balcón vacío, las cenizas del pasto; vio la vereda, el arco suave de la avenida que ahora se llamaba del Libertador, las hebras de humedad en la penumbra, como si acabaran de salir de un cine. Y de pronto le llegó el hervor de las voces. ¿O no eran voces? Algo había en el aire que se alzaba y caía como si la luz esquivara obstáculos o la oscuridad fuera un pliegue sin fin, un tobogán hacia ninguna parte. Hubo un momento en que le pareció oír las sílabas de su nombre, pero separadas entre sí por silencios furtivos: Eee vii taa. La claridad iba alzándose en el este, desde las honduras del río, mientras la lluvia se desvestía de sus vahos grises y resucitaba con una luz de diamante. La vereda estaba sembrada de paraguas, mantillas, ponchos, destellos de velas, crucifijos de procesión y banderas argentinas. ¿Qué día es hoy?, se dijo, o tal vez se dijo. ¿Para qué las banderas? Hoy es sábado, leyó en el almanaque de la pared. Sábado de ninguna parte. Es veintiséis del sábado de julio de mil novecientos cincuenta y dos. No es día del himno ni de Manuel Belgrano ni de la virgen de Luján ni de ninguna santísima fiesta peronista. Pero ahí están los grasitas yendo de un lado a otro, como almas en pena. La que reza de rodillas es doña Elisa Tejedor, con el mismo pañuelo de luto en la cabeza que tenía cuando me pidió el carro lechero y los dos caballos que le robaron al marido la mañana de Navidad; el que se está arrimando a las vallas de la policía, con el sombrero ladeado, es Vicente Tagliatti, al que le conseguí trabajo de medio oficial pintor; aquellos que prenden velas son los hijos de doña Dionisia Rebollini, que me pidió una casa en Lugano y se murió antes de que pudiera entregársela en Mataderos. ¿Don Luis Lejía, por qué llora? ¿Por qué se abrazan todos, por qué levantan los brazos al cielo, injurian a la lluvia, se desesperan? ¿Dicen lo que oigo: Eee vii taa, no te vayás a ir? Yo no me pienso ir, queridos descamisados, mis grasitas, vayansé a descansar, tengan paciencia. Si pudieran verme se quedarían tranquilos. Pero no puedo dejar que me vean así, con esta traza, esta flacura. Se han acostumbrado a que me les aparezca más imponente, con vestidos de gala, y cómo voy a desencantarlos tan desollada como estoy, con la alegría tan consumida y el espíritu tan a la miseria.

Podría grabarles un mensaje por radio y decirles adiós a su manera, encomendándoles al marido como siempre hacia, pero aún le quedaba la mañana entera para enderezar la voz, ordenar que instalaran los micrófonos y tener un pañuelo a mano por si los sentimientos se le desbocaban como la última vez. La mañana entera, pero también la tarde, y el día siguiente, y el horizonte de todos los días que le faltaban para morir. Otra ráfaga de debilidad la devolvió a la cama, el cuerpo apagó la luz y la felicidad de su ligereza la llenó de sueño, pasó de un sueño al otro y a otro más, durmió como si nunca hubiera dormido.

¿Serían tal vez las nueve, las nueve y cuarto de la noche? El coronel Carlos Eugenio de Moori Koenig dictaba en la Escuela de Inteligencia del ejército su segunda clase sobre la naturaleza del secreto y el uso del rumor. «El rumor., estaba diciendo, es la precaución que toman los hechos antes de convertirse en verdad…» Había citado los trabajos de William Stanton sobre la estructura de las logias chinas y las lecciones del filósofo bohemio Fritz Mauthner sobre la insuficiencia del lenguaje para abarcar la complejidad del mundo real. Pero su atención estaba puesta ahora sobre el rumor. «Todo rumor es inocente por principio, así como toda verdad es culpable, porque no se deja contaminar, no se puede llevar de boca en boca». Revisó sus notas en busca de una cita de Edmund Burke, pero en ese momento lo interrumpió uno de los oficiales de la guardia para informarle que la esposa del presidente de la república acababa de morir. El Coronel recogió sus carpetas y, mientras salía del aula, dijo en alemán: «Gracias a Dios que todo ha terminado».

En los últimos dos años, el Coronel había espiado a Evita por orden de un general de Inteligencia que invocaba, a su vez, órdenes de Perón. Su extravagante deber consistía en elevar partes diarios sobre las hemorragias vaginales que atormentaban a la Primera Dama, de las que el presidente debía estar mejor enterado que nadie. Pero así eran las cosas en aquella época: todos desconfiaban de todos. Una asidua pesadilla de las clases medias era la horda de bárbaros que descendería de la oscuridad para quitarles casas, empleos y ahorros, tal como Julio Cortázar lo imaginó en su cuento «Casa tomada». Evita, en cambio, veía la realidad al revés: la afligían los oligarcas y vendepatria que pretendían aplastar con su bota al pueblo descamisado (ella hablaba así: en sus discursos tocaba todas las alturas del énfasis) y pedía ayuda a las masas para «sacar a los traidores de sus guaridas asquerosas». Como exorcismo contra las estampidas de los pobres, en los salones de la clase alta se leían las sentencias civilizadas de Una hoja en la Tormenta, de Lin Yutang, las lecciones sobre placer y moralidad de Georges Santayana y los epigramas de los personajes de Aldous Huxley. Evita no leía, por supuesto. Cuando necesitaba salir de algún apuro, citaba a Plutarco o a Carlyle, por recomendación de su marido. Prefería confiar en la sabiduría infusa. Estaba muy ocupada. Recibía entre quince y veinte delegaciones gremiales por la mañana, visitaba un par de hospitales y alguna fábrica por la tarde, inauguraba tramos de caminos, puentes y casas de ayuda maternal, viajaba dos o tres veces por mes a las provincias, pronunciaba cada día entre cinco y seis discursos, arengas breves, estribillos de combate: pregonaba su amor por Perón hasta seis veces en una misma frase, llevando los tonos cada vez más lejos y regresándolos luego al punto de partida como en una fuga de Bach: «Mis ideales fijos son Perón y mi pueblo»; «Alzo mi bandera por la causa de Perón»; «Nunca terminaré de agradecer a Perón por lo que soy y por lo que tengo»; «Mi vida no es mía sino de Perón y de mi pueblo, que son mis ideales fijos». Era abrumador y extenuante.