En la CGT nadie dormía tranquilo. Dos sargentos que habían sobrevivido a las purgas de peronistas en el ejército se turnaban en la custodia del segundo piso. A veces, el embalsamador dejaba entrar a funcionarios de las misiones diplomáticas, con la esperanza de que pusieran el grito en el cielo si los militares destruían el cadáver. Pero lo que les arrancaba no eran promesas de solidaridad sino balbuceos incrédulos. Los visitantes, que llegaban preparados para observar una maravilla científica, se retiraban convencidos de que en verdad les habían mostrado un acto de magia. Evita estaba en el centro de una enorme sala tapizada de negro. Yacía sobre una losa de cristal, suspendida del techo por cuerdas transparentes, para dar la impresión de que levitaba en un éxtasis perpetuo. A un lado y otro de la puerta colgaban las cintas moradas de las coronas funerarias, con sus leyendas aún intactas:»Volvé Evita amor mío. Tu hermano Juan»;»Eterna Evita en el corazón del pueblo. Tu Madre desconsolada». Ante el prodigio del cuerpo flotando en el aire puro, los visitantes caían de rodillas y se levantaban mareados.
La imagen era tan dominante, tan inolvidable, que el sentido común de las personas terminaba por moverse de lugar. Qué sucedía no se sabe. Les cambiaba la forma del mundo. El embalsamador, por ejemplo, ya no vivía sino para ella. Se presentaba todas las mañanas a las ocho en punto en el laboratorio de la Confederación General del Trabajo, con trajes de casimir azul y un sombrero de alas rígidas orlado por una gran banda negra. Al entrar en el segundo piso se quitaba el sombrero, dejando al descubierto una calva lustrosa y unos aladares de pelo gris, aplastados por la gomina. Se enfundaba el delantal, y durante diez a quince minutos examinaba las fotos y radiografías que registraban las ínfimas mudanzas cotidianas del cadáver.
En una de sus notas de trabajo se lee:»Agosto 15, 1954. Perdí toda idea del tiempo. He pasado la tarde velando a la Señora y hablándole. Fue como asomarme a un balcón donde ya no hay nada. Y sin embargo, no puede ser. Hay algo allí, hay algo. Tengo que descubrir la manera de verlo».
¿Alguien quizá supone que el doctor Ara trataba de ver los soles de lo absoluto, la lengua del paraíso terrenal, el orgasmo vía lácteo de la inmaculada concepción? Qué va. Todas las referencias sobre él confirman su sensatez, su falta de imaginación, su piedad religiosa. Era insospechable de inclinaciones ocultistas y parapsicológicas. Ciertos apuntes del Coronel -de los que tengo copia- dan acaso en la tecla: lo que le interesaba al embalsamador era saber si el cáncer seguía extendiéndose por el cuerpo aun después de haberlo purificado. Las fronteras de su curiosidad eran pobres pero científicas. Estudiaba los movimientos sutiles de las articulaciones, los desvíos en el color de los cartílagos y glándulas, los tules de los nervios y de los músculos en busca de algún estigma. No quedaba ninguno. Lo que estaba marchito se había borrado. En los tejidos sólo respiraba la muerte.
Quien lea las memorias póstumas del doctor Pedro Ara (El caso Eva Perón, CVS Ediciones, Madrid, 1974), advertirá sin dificultad que le había echado el ojo a Evita mucho antes de que muriera. Una y otra vez se queja de los que piensan eso. Pero sólo un historiador convencional toma al pie de la letra lo que le dicen sus fuentes. Véase por ejemplo el primer capítulo. Se titula “¿La fuerza del Destino?” y su tono, como lo permite adivinar esa pregunta retórica, es de humildad y duda. Jamás se le hubiera pasado por la cabeza la idea de embalsamar a Evita, escribe; más de una vez alejó a los que venían a pedírselo, pero contra el Destino, Dios, ¿qué puede hacer un pobre anatomista? Es verdad, insinúa, que tal vez nadie estaba tan bien preparado como él para la empresa. Era académico de número y profesor distinguido. Su obra maestra -una cordobesa de dieciocho años que yacía inmovilizada en un paso de danza- dejaba con la boca abierta a los expertos. Pero embalsamar a Evita era como saltar el firmamento. ¿Me han elegido a mí? ¿Por cuáles méritos?, se pregunta en las memorias. Ya había dicho que no cuando le suplicaron que examinara el cadáver de Lenin en Moscú. ¿Por qué diría que sí esta vez? Por el Destino con mayúsculas.
Eso: el Destino. ¿Quién será tan fatuo y vanidoso que crea poder elegir?, suspira en el primer capítulo. ¿Por qué, tras tantos siglos de desgaste, la idea del Destino sigue en auge?.
Ara conoció a Evita en octubre de 1949, no socialmente, como advierte, sino a la sombra de su marido, en una de las concentraciones populares que la excitaban tanto. había acudido a la casa de gobierno como emisario del embajador de España y en una antesala esperaba el fin de los discursos y el ritual de los saludos. Una marea de aduladores lo arrastró al balcón donde Evita y Perón, con los brazos en alto, eran llevados y traídos por el viento de éxtasis que brotaba de la muchedumbre. Quedó un momento a espaldas de la Señora, tan cerca que pudo apreciar la danza vascular de su cuello: el alboroto y la sofocación de las anemias.
En las memorias asegura que aquel fue el último día de Evita sin zozobras de salud. Un análisis de sangre reveló que tenía sólo tres millones de glóbulos rojos por milímetro cúbico. La enfermedad mortal no había dado el zarpazo pero ya estaba ahí, escribió Ara.
Si yo la hubiera visto un poco más que el escaso segundo de aquella tarde, habría captado la densidad de flores de su aliento, la lumbre de su córnea, la energía invencible de sus treinta años. Y habría podido copiar sin mengua esos detalles en el cuerpo difunto, que tan deteriorado estaba cuando llegó a mis manos. Tal como las cosas ocurrieron, tuve que valerme sólo de fotos y de presentimientos. Aun así, la convertí en una estatua de belleza suprema, como la Pietá o la Victoria de Samotracia. Pero yo merecía más, ¿no es cierto? Yo merecía más.
En junio de 1952, siete semanas antes de que Evita muriera, Perón lo convocó a la residencia presidencial.
– Ya se habrá enterado usted de que mi mujer no tiene salvación -le dijo-. Los legisladores quieren construirle en la Plaza de Mayo un monumento de ciento cincuenta metros, pero a mí no me interesan esas fanfarrias. Prefiero que el pueblo la siga viendo tan viva como ahora. Tengo informes de que usted es el mejor taxidermista que hay. Si eso es cierto, no le va a ser difícil demostrarlo con alguien que acaba de cumplir treinta y tres años.
– No soy taxidermista -lo corrigió Ara- sino conservador de cuerpos. Todas las artes aspiran a la eternidad, pero la mía es la única que convierte la eternidad en algo visible. Lo eterno, como una rama del árbol de lo verdadero.
La untuosidad del lenguaje desconcertó a Perón y lo sumió en una instantánea desconfianza.
– Dígame de una vez qué le hace falta y se lo pondré a su disposición. La enfermedad de mi mujer casi no me deja tiempo para todo lo que tengo que hacer.
– Necesito ver el cuerpo -respondió el médico-. Me temo que ustedes han acudido a mí demasiado tarde.
– Pase cuando quiera -dijo el presidente-, pero es mejor que Ella no se entere de su visita. Ahora mismo voy a ordenar que la duerman con sedantes.
Diez minutos después, introdujo al embalsamador en el dormitorio de la moribunda. Estaba flaca, angulosa, con la espalda y el vientre quemados por la torpeza de las radiaciones. Su piel traslúcida empezaba a cubrirse de escamas. Indignado por el descuido con que se trataba en privado a una mujer que era tan venerada en público, Ara exigió que suspendieran el tormento de los rayos y ofreció una mezcla de aceites balsámicos con la que se debía untar el cuerpo tres veces por día. Nadie tomó en serio sus consejos.