El 26 de julio de 1952, al caer la noche, un emisario de la presidencia pasó a buscarlo en un automóvil oficial. Evita había entrado ya en una agonía sin remedio y se esperaba que muriera de un momento a otro. En los parques contiguos al palacio, largas procesiones de mujeres avanzaban de rodillas, suplicando al cielo que postergara esa muerte. Cuando el embalsamador bajó del automóvil, una de las devotas lo tomó del brazo y le preguntó, llorando: «Es verdad, señor, que se nos viene la desgracia?». A lo que Ara respondió, con toda seriedad: «Dios sabe lo que hace, y yo estoy aquí para salvar lo que se pueda. Le juro que voy a hacerlo».
No imaginaba el arduo trabajo que tenía por delante. Le confiaron el cuerpo a las nueve de la noche, después de un responso apresurado. Evita había muerto a las ocho y veinticinco. Aún se mantenía caliente y flexible, pero los pies viraban al azul y la nariz se le derrumbaba como un animal cansado. Ara advirtió que, si no actuaba de inmediato, la muerte lo vencería. La muerte avanzaba con su danza de huevos y, dondequiera hacía pie, sembraba un nido. Ara la sacaba de aquí y la muerte destellaba por allá, tan rápido que sus dedos no alcanzaban a contenerla. El embalsamador abrió la arteria femoral en la entrepierna, bajo el arco de Falopio, y entró a la vez en el ombligo en busca de los limos volcánicos que amenazaban el estómago. Sin esperar a que la sangre drenara por completo, inyectó un torrente de formaldehído, mientras el bisturí se abría paso entre los intersticios de los músculos, rumbo a las vísceras; al dar con ellas las envolvía con hilos de parafina y cubría las heridas con tapones de yeso. Su atención volaba desde los ojos que se iban aplanando y las mandíbulas que se desencajaban a los labios que se teñían de ceniza.
En esas sofocaciones del combate lo sorprendió el amanecer. En el cuaderno donde llevaba la cuenta de las soluciones químicas y de las peregrinaciones del bisturí escribió: «Finis coronal opus. El cadáver de Eva Perón es ya absoluta y definitivamente incorruptible».
Le parecía una insolencia que, tres años después de semejante hazaña, le exigieran rendir cuentas. ¿Cuentas por qué? ¿Por una obra maestra que conservaba todas las vísceras? Qué torpeza, Dios mío, qué confusión del destino. Oiría lo que quisieran decirle y luego tomaría el primer barco a España, llevándose lo que le pertenecía.
El Coronel lo sorprendió sin embargo con sus buenos modales. Pidió una taza de café, dejó caer como al descuido unos versos de Góngora sobre el amanecer y, cuando habló por fin del cadáver, los escrúpulos del embalsamador ya se habían esfumado. En sus memorias describe al Coronel con entusiasmo: «Después de buscar un alma gemela durante tantos meses, vengo a encontrarla en el hombre a quien creía mi enemigo».
– Al gobierno le llegan rumores insensatos sobre el cadáver -dijo el Coronel. Había desenfundado una pipa después del café, pero el médico le suplicó que se abstuviera. Un desliz de la llama, una chispa distraída, y Evita podía convenirse en ceniza. -Nadie cree que el cuerpo siga intacto al cabo de tres años. Uno de los ministros supone que usted lo escondió en un nicho de cementerio y que lo ha reemplazado por una estatua de cera.
El médico meneó la cabeza con desaliento.
– ¿Qué ganaría yo con eso?
– Fama. Usted mismo explicó en la Academia de Medicina que dar sensación de vida a un cuerpo muerto era como descubrir la piedra filosofal. La exactitud es el nudo último de la ciencia, dijo. Y lo demás, escombro, mula sin rostro.
No entendí esa metáfora. Una alusión ocultista, supongo.
– Soy célebre desde hace tiempo, Coronel. Tengo toda la fama que necesito. En la lista de embalsamadores no ha quedado otro nombre que el mío. Perón me llamó por eso: porque no tenía alternativa.
El sol asomaba entre los corcovos del río. Un lunar de luz fue a caer sobre la calva del médico.
– Nadie desconoce sus méritos, doctor. Lo que resulta raro es que un experto como usted haya tardado tres años en un trabajo que debía estar listo en seis meses.
– Son los riesgos de la exactitud. ¿No hablaba usted de eso?
– Al presidente le dicen otras cosas. Discúlpeme que se las cite, pero mientras más franqueza haya entre nosotros, mejor nos entenderemos. -Sacó del portafolio dos o tres documentos con sellos de secreto. Suspiró al hojearlos, en señal de disgusto.
– Quisiera que no dé a las acusaciones más importancia de la que tienen, doctor. Son eso: acusaciones; no pruebas. Aquí se afirma que usted retuvo el cadáver de la señora porque no le pagaron los cien mil dólares convenidos.
– Eso es indigno. Un día antes de que Perón huyera del país me pagaron todo lo que me debían. Soy un hombre de fe, un católico militante. No voy a perder mi alma usando a una muerta como rehén.
– Coincido. Pero la desconfianza está en la naturaleza misma de los estados. -El Coronel empezó a jugar con la pipa y a golpearse los dientes con la boquilla. -Oiga este informe. Es vergonzoso. «El gallego está enamorado del cadáver», dice. El gallego, sin duda, ha de ser usted. «Lo manosea, le acaricia las tetas. Un soldado lo ha sorprendido metiéndole las manos en las entrepiernas». Me imagino que eso no es cierto. -El embalsamador cerró los ojos. -¿O es cierto? Dígamelo. Estamos en confianza.
– No tengo por qué negarlo. Durante dos años y medio, el cuerpo que yo dejaba lozano por la noche se despertaba marchito en las mañanas. Advertí que para devolverle la belleza había que enderezarle las entrañas. -Desvió la mirada, se calzó la cintura del pantalón bajo las costillas. -Ya no hace falta que lo siga manipulando. He descubierto un fijador que lo mantiene clavado en su ser, de una vez para siempre.
El Coronel se enderezó en la silla.
– Lo más difícil de resolver -dijo, guardando la pipa- es lo que el presidente llama «la posesión». Cree que el cadáver no puede seguir en sus manos, doctor. Usted no tiene medios para protegerlo.
– ¿Y le han pedido que me lo quite, Coronel?
– Así es. El presidente me lo ha ordenado. Acaba de nombrarme jefe del Servicio de Inteligencia con ese fin. El nombramiento salió en los diarios esta mañana.
Una sonrisa de desdén asomó en los labios del embalsamador.
– No es tiempo todavía, Coronel. Ella no está lista. Si usted se la lleva ahora, mañana no la va a encontrar. Se perderá en el aire, se volverá vapor, mercurio, alcohol.
– Creo que usted no me entiende, doctor. Soy un oficial del ejército. Yo no atiendo razones. Atiendo órdenes.
– Le voy a dar sólo unos pocos argumentos. Después, haga lo que se le dé la gana. Al cuerpo le falta todavía un baño de bálsamo. Tiene una cánula drenando. Debo quitársela. Pero sobre todo necesita tiempo, dos a tres días. ¿Qué son dos o tres días para un viaje que va a durar toda la eternidad? En lo profundo del cuerpo hay llaves que cerrar, querellas que no están saldadas. Y además, Coronel, la madre no quiere que nadie me la quite. Me ha cedido la custodia legal. Si se la llevan hará un escándalo. Apelará al Santo Padre. Como ve, Coronel, hay que atender ciertas razones antes de obedecer.
Empezó a balancearse. Hundió los pulgares en los tirantes que debía llevar bajo el guardapolvo. Recuperó la displicencia, el aire de superioridad, la astucia: todo lo que la entrada en escena del Coronel había, por un instante, disipado.
– Usted sabe muy bien lo que está en juego -dijo el Coronel y se levantó a su vez-. No es el cadáver de esa mujer sino el destino de la Argentina. O las dos cosas, que a tanta gente le parecen una. Vaya a saber cómo el cuerpo muerto e inútil de Eva Duarte se ha ido confundiendo con el país. No para las personas como usted o como yo. Para los miserables, para los ignorantes, para los que están fuera de la historia. Ellos se dejarían matar por el cadáver. Si se hubiera podrido, vaya y pase. Pero al embalsamarlo, usted movió la historia de lugar. Dejó a la historia dentro. Quien tenga a la mujer, tiene al país en un puño, ¿se da cuenta? El gobierno no puede permitir que un cuerpo así ande a la deriva. Dígame sus condiciones.