– Ya es 6 de junio -respondió la madre-, y los médicos no saben qué hacer con vos, Cholita. Se agarran la cabeza, no entienden por qué no te querés curar.
– No les hagás caso. La enfermedad los tiene desorientados. Me echan la culpa a mí porque no se la pueden echar a ellos. Ellos saben cortar y coser. Lo mío no se corta ni se zurce, mamá. Es algo de más adentro. -Por un instante se le perdió la mirada. -Y los diarios, ¿qué han dicho?
– Qué van a decir, Cholita? Que estabas preciosa en el Congreso, que no parecés enferma. Les gustó el tapado de visón y el collar de esmeraldas. En Democracia publicaron la foto de una familia que viajó desde el Chaco para verte y, como no encontró lugar en el desfile, esperó frente a las vidrieras de Casa América hasta que apareciste por la televisión. Se largaron a llorar emocionados y en eso estaban cuando los agarró el fotógrafo. Lo peor es que la foto me ha hecho llorar también a mí. Y lo demás, no sé. ¿Crees que tiene importancia? Mirá estos recortes. En Egipto los militares siguen amenazando con pegarle una patada al rey. Que se la peguen, ¿no? Gordo asqueroso. Tiene un año menos que vos y parece un viejo.
– De mi dirán lo mismo, por la flacura.
– ¿Estás loca? Todos te ven liadísima. Un par de kilos más no te vendrían mal, para qué negarlo. Pero así como estás, no hay mujer más linda que vos. A veces me miro al espejo y me pregunto: ¿de dónde me ha salido semejante hija? Mirá si nos quedábamos en Junín y te casabas con Mario, el de la tienda de regalos. Hubiera sido un desperdicio.
– Sabes que no me gusta acordarme de esos tiempos, mamá. Esa gente me hizo sufrir más que la enfermedad. De sólo acordarme se me seca la garganta. Eran una mierda, vieja. Ni te imaginás lo que decían de vos.
– Me imagino pero no me importa. Ahora se morirían por estar en mi lugar. Lo que es la vida, ¿no? Pensar que cuando te pusiste de novia con el director de esa revista, ¿cómo se llamaba?, creías estar tocando el cielo con las manos. La pobre Elisa me pedía desesperada que te convenciéramos de cortar el noviazgo porque a su marido lo volvían loco en el distrito militar con los chismes. Que a tu cuñada la fotografían en malla, la besan en los camarines, la tienen para un barrido y un fregado. Yo me planté, acordáte. Les aclaré: la Chola no es como ustedes. Es artista. Elisa seguía porfiando. Mamá, decía, ¿dónde tenés la cabeza? La Chola está viviendo con un hombre casado que para colmo es judío. Yo les dije: Ella está enamorada, déjenla en paz.
– No estaba enamorada, mamá. Nunca estuve, hasta que conocí a Perón. Me enamoré de Perón antes de verlo, por las cosas que hacía. No a todas las mujeres les pasa eso. No todas las mujeres se dan cuenta de que han encontrado a un hombre que está hecho para ellas, y que nunca habrá otro.
– Ya sé que Perón es distinto, pero el amor que vos le diste tampoco se parece a ningún amor.
– ¿Para qué hablamos de estas cosas, mamá? Tu vida no fue como la mía y a lo mejor terminamos por no entendernos. Si vos te hubieras enamorado de alguien que no fuera papá tal vez no serías la misma. A mí Perón me sacó de adentro lo mejor, y si soy Evita es por eso. Si me hubiera casado con Mario o con aquel periodista sería la Chola o Eva Duarte, pero no Evita, ¿te das cuenta? Perón me dejó ser todo lo que quise. Yo empujaba y decía: quiero esto, Juan, quiero aquello, y él nunca me lo negó. Pude ocupar todo el lugar que se me dio la gana. No ocupé más porque no tuve tiempo. Por apurarme tanto, me enfermé. ¿Qué hubieran dicho los otros hombres, eh? Andáte a la cocina, tejé un pulóver, Chola. No sabes cuántos pulóveres tejí en las antesalas de las revistas. Con Perón, no. Me comí los vientos, ¿entendés? Y cada vez que me has oído decir: quiero a Perón con toda mi alma, Perón es más que mi vida, también estaba diciendo: me quiero a mí, me quiero a mí.
– Vos no le debes nada, Chola. Lo que tenés adentro es tuyo y de nadie más. Vos sos mejor que él y que todos nosotros.
– ¿Me hacés un favor? -Desprendió del collar una llave dorada, ligera como uña, de muescas curvas: -Con esto abrís el cajón derecho del secreter. Arriba, muy a la vista, vas a encontrar dos cartas. Traélas. Quiero que veas algo.
Se quedó quieta en la cama, alisando las sábanas. había sido feliz, pero no como las demás personas. Nadie sabía qué era la felicidad exactamente. Se sabía todo sobre el odio, sobre la desgracia, sobre las pérdidas, pero no sobre la felicidad. Ella sí lo sabía. En cada instante de la vida Tenía conciencia de lo que podía haber sido y de lo que era. A cada paso que iba dando se repetía: esto es mío, esto es mío, soy feliz. Ahora había llegado el momento de la pena: una eternidad de pena para compensar seis años de plenitud. ¿Era eso la vida, era tan sólo eso? Creyó oír a lo lejos la música de una orquesta, como en la plaza de su pueblo. ¿O era tal vez la radio, en el cuarto de las enfermeras?
– Dos cartas -dijo la madre-: ¿éstas son?
– Leémelas.
– Dejáme ver… Los lentes. «Mi Chinita querida».
– No, primero la otra.
– «Querido Juan». ¿Ésta: «Querido Juan»? Estoy muy triste porque no puedo vivir lejos de vos…
– Se la escribí en Madrid, el primer día de mi viaje a Europa. O en el avión tal vez, cuando estaba llegando. Ya no me acuerdo. ¿Ves la letra, qué despareja, qué nerviosa? Yo no sabía qué hacer, quería volverme. No había empezado el viaje y ya quería estar de vuelta. Dale, seguí.
– … te quiero tanto que lo que siento por vos es una especie de idolatría. No sé cómo expresarte lo que siento pero te aseguro que he luchado muy duramente en la vida con la ambición de ser alguien y he sufrido muchísimo, pero entonces llegaste vos y me hiciste tan feliz que pensé que estaba soñando, y puesto que no tenía otra cosa que ofrecerte más que mi corazón y mi alma te la di del todo, pero en estos tres años de felicidad nunca dejé de adorarte ni una sola hora o de dar gracias al cielo por la bondad de Dios al concederme la recompensa de tu amor… No sigo, Chola. Estás llorando y vas a hacerme llorar a mí también.
– Un poquito más, dale. Soy una floja.
– Té soy tan fiel, cariño, que si Dios quisiera no tenerme en esta dicha y me llevara, te seguiría siendo fiel en la muerte y te adoraría desde el cielo. ¿Para qué escribías eso, Cholita? ¿Qué te pasaba por la cabeza?
– Tenía miedo, mamá. Pensaba que, cuando yo volviera desde tan lejos, él ya no estaría. Que no habría nada. Que me despertaría en el cuarto de la pensión, como cuando era chica. Estaba muerta de miedo. Todos creían que yo era audaz y había ido más lejos que ninguna mujer. Pero yo no sabía qué hacer, mamá. Lo único que me importaba era volver.
– ¿Te leo la otra carta?
– No, termina con esa. Lee la última frase.
– Todo lo que te han dicho sobre mí en Junín es una infamia, te lo juro. En la hora de mi muerte debés saberlo. Son mentiras. Salí de Junín cuando tenía trece años, y a esa edad, ¿qué puede hacer de horrible una pobre muchacha? Podés sentirte orgulloso de tu esposa, Juan, porque cuidé siempre tu buen nombre y te adoré…
– ¿Qué chismes le llevaron?
– Los de Magaldi, ya sabes. Pero no quiero hablar de eso.
– Me lo tendrías que haber contado, Cholita, y yo me habría presentado aquí para poner las cosas en claro. Nadie mejor que yo sabe que de Junín te fuiste pura. ¿Por qué te rebajaste a hablar así? Si un hombre desconfía, no hay Dios que le devuelva la confianza. Pero a vos, él…
– Lee la otra carta. Y no sigas hablando.
– Mi Chinita querida. Mira, la escribió a máquina. Las cartas de amor escritas a máquina valen menos que las otras. A lo mejor se la dictó a un secretario, a lo mejor no es de él.
– No digás eso. Lee.