Volví a mi casa y, hasta que amaneció, seguí pensando qué hacer. No quería repetir la historia que me habían contado. Yo no era uno de ellos.
Así estuve tres años: esperando, rumiando. La veía en mis sueños: Santa Evita, con un halo de luz tras el rodete y una espada en las manos. Empecé a ver sus películas, a oír las grabaciones de sus discursos, a preguntar en todas partes quién había sido y cómo y por qué. «Era una santa y punto», me dijo un día la actriz que le había dado refugio cuando llegó a Buenos Aires. «Si lo sabré yo, que la conocí desde el principio. No sólo era una santa argentina. También era perfecta.»
Acumulé ríos de fichas y relatos que podrían llenar todos los espacios inexplicados de lo que, después, iba a ser mi novela. Pero ahí los dejé, saliéndose de la historia, porque yo amo los espacios inexplicados.
Hubo un momento en que me dije: Si no la escribo, voy a asfixiarme. Si no trato de conocerla escribiéndola, jamás voy a conocerme yo. En la soledad de Highland Park, me senté y anoté estas palabras: «Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir». Era una tarde impasible de otoño, el buen tiempo cantaba desafinando, la vida no se detenía a mirarme.
Desde entonces, he remado con las palabras, Llevando a Santa Evita en mi barco, de una playa a la otra del ciego mundo. No sé en qué punto del relato estoy. Creo que en el medio. Sigo, desde hace mucho, en el medio. Ahora tengo que escribir otra vez.
RECONOCIMIENTOS
* A Rodolfo Walsh, que me guió en el camino hacia Bonn y me inició en el culto de «Santa Evita».
* A Helvio Botana, que me permitió copiar sus archivos y me reveló casi todo lo que ahora sé del Coronel.
* A Julio Alcaraz, por su relato del renunciamiento.
* A Olga y Alberto Rudni, a quienes debo el personaje y la historia de Emilio Kaufman en Fantasía. Ambos saben muy bien quién es frene.
* A Isidoro Gilbert, que grabó todo lo que Alberto se había olvidado de contar.
* A Mario Pugliese Cariño, por su evocación del primer viaje de Evita.
* A Jorge Rojas Silveyra, que una mañana de 1989 me refirió el final de esta novela. A sus largas conversaciones sobre la devolución del cadáver, a su préstamo de documentos invalorables y a su apoyo en la búsqueda de testigos.
* A Héctor Eduardo Cabanillas y al suboficial que fingió ser Carlo Maggi, por sus relatos.
* A la viuda del coronel Moori Koenig y a su hija Silvia, que una noche de 1991 me refirieron las desdichas de sus vidas.
* A Sergio Berenstein, quien entrevistó al personaje que aquí se llama Margot Heredia de Arancibia. A los viejos proyectoristas y acomodadores del cine Rialto, así como a los herederos del antiguo dueño.
* A mi hijo Ezequiel, que me enseñó como nadie a investigar en archivos militares y periodísticos. A mi hija Sol Ana, que me acompañó armando teatros con muñecas a las que llamaba Santa Evita y Santa Evitita.
* A Paula, Tomy, Gonzalo, Javier y Blas, mis hijos, por el amor, en estos largos meses de ausencia.
* A Nora y Andrés Cascioli, que me dieron todas las facilidades para mis entrevistas con Rojas Silveyra y Cabanillas.
* A Maria Rosa, quien investigó en los diarios de 1951 y 1952 las hazañas y récords que intentaban devolver a Evita la salud perdida.
* A José Halperin y a Víctor Penchaszadeh, que corrigieron, sin impacientarse, las incontables referencias médicas del texto y facilitaron mi búsqueda en los archivos del sanatorio Otamendi y Miroli.
* A Noé Jitrik, Tununa Mercado, Margo Persin y, en especial, a Juan Forn, que leyeron más de una vez el manuscrito y lo salvaron de oscuridades y caídas que yo no había advertido.
* A Erna von der Walde, por sus lecciones electrónicas de alemán. Todas las frases en esa lengua -salvo dos, triviales- provienen del réquiem «Für eine Freundin», de Rainer Maria Rilke.
* A María Negroni, a quien debo una línea de «Venecia».
* A Juan Gelman, que me dio libertad para incluir algunas líneas de sus poemas, sobre todo de «Preguntas». No siempre esas citas están entre comillas, pero se distinguen con facilidad: son lo mejor de este libro.
* A Mercedes Casanovas, por su apoyo y su paciencia.
* Y, sobre todo, a Susana, a quien esta novela debe cada palabra, cada revelación, cada felicidad.