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– Yo también estoy muy triste por tenerte lejos y no veo las horas de que vuelvas. Pero si decidí que viajaras a Europa es porque ninguna persona me parecía más indicada que vos para difundir nuestras ideas y para expresar nuestra solidaridad a todos esos pueblos que acaban de pasar por el flagelo de la guerra. Estás haciendo un gran trabajo y aquí todos piensan que ningún embajador lo hubiera hecho tan bien. No te aflijas por las habladurías. Jamás les he llevado el apunte y no me hacen mella. Ya quisieron llenarme la cabeza de chismes cuando nos estábamos por casar, pero a nadie le permití que alzara la voz en tu contra. Cuando te elegí fue por lo que vos eras y nunca me importó tu pasado. No creas que no aprecio todo lo que has hecho por mí. Yo también he luchado mucho y te comprendo. He luchado para ser lo que soy y para que vos seas lo que sos. Estáte muy tranquila, entonces, cuida tu salud y no trasnoches. En cuanto a doña Juana, no te atormentes por ella. La vieja es muy corajuda y sabe defenderse sola, pero te prometo por lo más sagrado que voy a ocuparme de que nada le falte. Muchos besos y recuerdos, Juan.

– ¿Ahora entendés por qué lo quiero tanto, mamá?

– A mí me parece una carta común y corriente.

– Me la mandó a Toledo, al día siguiente de recibir la mía. Y si me contestó, no fue porque hiciera falta. ¿Para qué, si todas las noches hablábamos por teléfono? Fue por delicadeza, para que me sintiera bien.

– Te lo merecías. Ninguna otra mujer hubiera escrito lo que vos le escribiste.

– Él se lo merecía. Ahora sabés que fui feliz, mamá. Todo lo que he sufrido valió la pena. Si querés, quedáte con las cartas. Ya me has visto desnuda tantas veces que una vez más no importa.

– No. Nunca te he visto tan desnuda como ahora.

– Sos la única. Vos y Perón. No es esta desnudez del alma lo que me preocupa. Si es por eso, he vivido desnuda. Me preocupa la otra. Cuando vuelva a perder el conocimiento o me pase algo peor, no quiero que nadie me lave ni me desvista, ¿entendés? Ni médicos ni enfermeras ni nadie ajeno. Sólo vos. Tengo vergüenza de que me vean, mamá. ¡Estoy tan flaca, tan desmejorada! A veces sueño que estoy muerta y que me llevan desnuda a la Plaza de Mayo. Me ponen sobre un banco y todos hacen fila para tocarme. Por más que grito y grito, nadie me viene a rescatar. No vayas a dejar que eso me pase, vieja. No vayas a dejarme.

Doña Juana llevaba ya varias noches durmiendo mal, pero la del 20 de septiembre de 1955 fue la peor: no pudo pegar los ojos. Se levantó varias veces a tomar mate y a oír las noticias de la radio. Perón, su yerno, había presentado la renuncia, y el país estaba en manos de nadie. Las várices volvieron a molestarla. Sobre los tobillos, un edema azulado y volcánico parecía a punto de estallar.

En los informativos sólo se hablaba de los desplazamientos del ejército rebelde. A Evita puede pasarle cualquier cosa, le había dicho la madre al embalsamador. Cualquier cosa. «Van a llevársela para destrozarla, doctor. Lo que no le pudieron hacer cuando vivía se lo querrán cobrar a la muerta. Ella era diferente y en este país eso no se perdona. Desde chiquita quiso ser diferente. Ahora que está indefensa se lo van a hacer pagar»

«No se preocupe, señora», le había dicho el médico. «Tranquilice su corazón de madre. En momentos así, nadie se encarniza con los muertos.» Era un hombre aceitoso, zalamero. Cuanto más esfuerzos hacía para calmarla, más desconfiaba ella.

¿De quién no desconfiar en Buenos Aires? Desde que doña Juana se había trasladado allí, todo le daba miedo. Al principio, las facilidades de la vida y las adulaciones del poder la deslumbraban. Evita era todopoderosa, la madre también. Cada vez que apostaba a la ruleta en el casino de Mar del Plata, los croupiers añadían a sus ganancias algunas fichas de mil pesos, y cuando jugaba al blackjack con los ministros siempre le tocaba en suerte, como por milagro, un par de reinas. Vivía en una casa principesca del barrio de Belgrano, entre palmeras y laureles. Pero Buenos Aires había terminado por mutilarle la familia y enfermarla de asma. Le habían sembrado los cuartos de micrófonos. Para conversar con las hijas, escribía notitas en un cuaderno de colegio.

Después de la muerte de Eva ya ni siquiera se animaba a visitar al yerno, y el yerno tampoco la invitaba. El único lazo con el poder que le quedaba era Juancito, su hijo varón, pero una amante despechada lo acusó de raterías sin importancia y Juancito, abatido por la vergüenza, terminó suicidándose. En menos de nueve meses la familia se había deshecho en esta intemperie maldita. Las glándulas de Buenos Aires segregaban muerte. Todo era mezquindad y humos. Nadie sabía de dónde le brotaban tantos humos a la gente. Pobre Eva. Se había desangrado por amor y se lo estaban pagando con abandono. La pobrecita. Pero sus enemigos se joderían. En vida, siempre había estado echándole tierra a su fuego, para no hacerle sombra al marido. Muerta, se iba a convertir en un incendio.

Miró por la ventana. Entre los sopores del río aparecieron las primeras vetas del amanecer. Oyó súbitamente la lluvia y al mismo tiempo oyó la lluvia de las horas pasadas. En la radio anunciaron que la flota de mar, alzada contra el gobierno, acababa de destruir los depósitos de petróleo de Mar del Plata y que bombardearía el Dock Sur de un momento a otro. El almirante Rojas, que comandaba a los rebeldes, prometía no dejar piedra sobre piedra a menos que Perón renunciara sin condiciones. ¿Rojas?, se preguntó doña Juana. ¿No era aquel edecán que siempre se adelantaba a los caprichos de Eva? ¿El negrito, el petiso de anteojos oscuros? ¿También él le volvía la espalda? Si ardía el Dock Sur, su hija quedaría atrapada por las llamas. El edificio de la CGT estaba junto al puerto y sería alcanzado en una hora o dos.

Trató de levantarse de la cama pero un calambre la desmoronó. Eran las várices. Durante las últimas semanas habían empeorado con el desatino de unas caminatas que no terminaban en ninguna parte. Caminaba dos veces por día hasta las antesalas de los diputados para suplicar que le aumentaran la pensión por servicios a la patria. Los mismos ingratos que antes la cubrían de orquídeas y bombones ahora se le negaban y la hacían esperar. Recorría las tiendas del Once en busca de telas y de crespones para la cámara funeraria de la hija. Se internaba tarde por medio en los laberintos del cementerio donde estaba enterrado Juan, el suicida, para que no le faltaran flores frescas. No se animaba a subir a los taxis por miedo a que se la llevaran y la tiraran muerta en algún basural. Esas miserias eran ahora su vida.

Tomó uno de los calmantes que siempre tenía a mano en la mesa de luz y se frotó las piernas. Aunque el dolor la atormentaba, quería sobreponerse. Le había prometido a Evita lavar su cuerpo y enterrarlo, pero no la dejaron. Ahora debía salvarlo de las llamas. ¿Quién, si no? ¿El médico que lo cubría de ceras y parafinas seminales todas las mañanas? ¿Los guardias que sólo pensaban en salvar el pellejo?

Sofocada por los malos presentimientos, llamó a una de las hijas, que dormía en el cuarto de al lado, y le pidió que le vendara los tobillos. Luego salió en silencio de la casa y caminó hasta la parada del tranvía en la avenida Luis Maria Campos. Estaba decidida a que el embalsamador le devolviera a Evita. Le importaba un carajo lo que podía pasar después. Acostaría el cuerpo muerto en su propia cama y lo velaría sin descanso hasta que los desconciertos de la Argentina se apagaran y los tiempos volvieran a su buen cauce. Si no volvían, aún le quedaba el recurso del exilio. Pediría asilo. Cruzaría el mar. Cualquier tormento sería preferible a otra noche de incertidumbre.

Subió a un tranvía Lacroze que daba un largo rodeo por las cortadas de Palermo antes de enfilar hacia el Bajo. El boleto costaba diez centavos. Lo encajó con cuidado en el ojal del guante de cabritilla. Era una mañana odiosa, húmeda, desaseada. Buscó la polvera y cubrió las líneas de sudor que le asomaban en la frente. Se arrepintió de haber cedido dos días antes a los argumentos del doctor Ara. Una mujer no debe recibir a nadie cuando está sola, pensó. Debe cubrirse la cara con su propia debilidad y aguardar, encerrada, a que el vendaval pase. Por soledad y desamor había cometido todos los errores de la vida y éste, tal vez, era el peor: Ara había aparecido en su casa al difundirse las primeras noticias del golpe militar. Justo a tiempo. A Ella la ensordecía por dentro el desconsuelo mientras afuera estaba sonando el timbre. El tranvía dobló por Soler hacia el sur y allí lo vio, creyó verlo. El pequeño Napoleón español franqueó de dos zancadas el zaguán de su casa con la pretina del pantalón arriba de las costillas, el pelo escaso deshojándose de una estela de caspa, el sombrero Orión entre las uñas abrillantadas, el aura de colonia Gath amp; Chaves. Dios mío, pensó, este embalsamador se nos volvió marica. «Vine a tranquilizarla», dijo Ara. Y repitió la misma frase tres o cuatro veces durante la visita.