Al cabo de otra pausa, Andr?-Louis prosigui?:
– ?Y qu? ser?a de sus execrables y abominables derechos sobre las vidas y los cuerpos del pueblo, derechos que, aunque rara vez ejercen, nunca han sido revocados? Hoy d?a, si a un noble que regresa de cazar se le antoja asesinar a dos de sus siervos de la gleba para refrescarse los pies en su sangre, puede alegar que ten?a absoluto derecho a hacerlo. Sin miramientos de ninguna clase, ese mill?n de privilegiados cabalga y se divierte encima de veinticuatro millones de seres humanos, esa canalla que no existe sino para su propio placer. ?Ay del que levante su voz para protestar en nombre de la humanidad y contra estos abusos ya excesivos! Ya os he contado el asesinato a sangre fr?a que presenci? por poco menos que eso. Vuestros propios ojos han presenciado el asesinato de otro infeliz aqu?, en este pedestal donde estoy ahora, y otro m?s, junto a las obras de la catedral, sin contar que tambi?n hab?is sido testigos del frustrado atentado contra mi propia vida. Entre esos asesinatos y la correspondiente justicia que deber?a castigarlos, est?n los Lesdigui?res, esos procuradores del rey que en vez de instrumentos de justicia, son muros levantados para proteger los privilegios y los abusos dondequiera que se ejerzan esos derechos grotescos y excesivos. ?C?mo puede extra?arnos que no cedan ni una pulgada, que se resistan a la elecci?n de un Tercer Estado cuyos votos podr?an dar al traste con todos estos privilegios, obligando a los privilegiados a someterse a la igualdad ante la ley, al mismo nivel que el m?s humilde hombre del pueblo, proporcion?ndole al pa?s el dinero necesario para salvarlo de la bancarrota que ellos mismos han provocado pagando impuestos en la misma proporci?n que los dem?s? Antes que ceder a todo esto, prefieren resistirse incluso a las ?rdenes del rey.
Al llegar a este punto, Andr?-Louis record? una frase que Vilmorin hab?a dicho el mismo d?a de su muerte; en aquel momento no le dio ninguna importancia. Pero ahora se dispon?a a usarla:
– ?Son los nobles quienes, desobedeciendo al rey, est?n socavando los cimientos del trono! En su locura, no se dan cuenta de que si ese trono se derrumba, ellos ser?n los primeros en caer.
La frase fue ovacionada con un terror?fico rugido. Otra vez el auditorio vibr? como sacudido por un oleaje mientras Andr?-Louis sonre?a ir?nicamente. Entonces pidi? silencio, y le obedecieron en el acto, lo que le hizo comprender hasta qu? punto se hab?a adue?ado de aquella gente. En su voz cada uno de los presentes reconoc?a su propia voz, una voz que por fin expresaba las ideas que durante meses y a?os hab?an rondado aquellas mentes sencillas pero sin acabar de definirse.
Ahora el orador se dispon?a a concluir, hablando m?s tranquilo, exagerando m?s los movimientos ir?nicos de su boca siempre risue?a:
– Al despedirme del se?or de Lesdigui?res le cit? un ejemplo sacado de la Historia Natural de Buffon. Le dije que cuando los lobos andaban aislados por la jungla se hartaron de huir del tigre que siempre los cazaba. Entonces se reunieron en grupos y les toc? el turno de cazar ellos al tigre. El se?or de Lesdigui?res me contest? desde?osamente que no me entend?a. Pero vuestra inteligencia es m?s aguda que la suya. Y por eso estoy seguro de que me comprend?is. ?Verdad que s??
Otra vez se oy? un gran rugido, ahora mezclado con risas. Andr?-Louis hab?a arrastrado a aquellas gentes a un extremo tal de peligroso apasionamiento que bastaba la menor incitaci?n para que llegaran a cualquier exceso de violencia. Si hab?a fracasado ante el molino, por lo menos ahora era due?o del viento.
– ?A palacio! -gritaban las gentes blandiendo garrotes, alzando los pu?os y alguna que otra espada-. ?A palacio! ?Abajo el se?or de Lesdigui?res! ?Muerte al procurador del rey!
Evidentemente, Andr?-Louis era el due?o del viento. Sus peligrosas dotes oratorias -un don que en ninguna parte es m?s poderoso que en Francia, pues s?lo all? las emociones del hombre responden con tanta vehemencia a la llamada de la elocuencia- le hab?an dado ese poder?o. A una orden suya, el torbellino har?a a?icos aquel molino contra el cual antes hab?a luchado en vano. Pero eso francamente no entraba en sus planes.
– ?Esperad! -orden?-. ?Acaso es digno de vuestra noble indignaci?n ese instrumento miserable de un sistema corrompido?
Andr?-Louis confiaba en que sus palabras fueran comunicadas al se?or de Lesdigui?res. Pens? que era bueno para el alma del procurador del rey que por una vez al menos pudiera o?r la pura verdad sobre su persona.
– Es el sistema en s? lo que debemos atacar y derribar, no a un mero instrumento. Si nos precipitamos podemos echarlo todo a perder. ?Ante todo, hijos m?os, nada de violencia!
?«Hijos suyos»! ?Si lo hubiese o?do su padrino!
– Ya hab?is visto los funestos resultados de la violencia prematura por doquier en Breta?a, sin contar lo que o?mos acerca de lo que ocurre en toda Francia. Nuestra violencia provocar?a la de ellos. Eso les vendr?a como anillo al dedo para consolidar su poder. Enviar?an a sus militares. Estar?amos frente a las bayonetas de los mercenarios. Os ruego que no provoqu?is eso. No les facilit?is las cosas, no les deis el pretexto que est?n esperando para hundirnos en el barro de nuestra propia sangre.
Del absoluto silencio que ahora reinaba en la plaza, s?bitamente brot? un grito:
– Y entonces, ?qu? hacemos?
– Voy a dec?roslo -contest? Andr?-Louis-. La riqueza y el poder de Breta?a est?n ligados a Nantes, una ciudad burguesa, una de las m?s pr?speras del reino gracias a la energ?a de la burgues?a y al trabajo del pueblo. Fue en Nantes donde naci? este movimiento, a resultas del cual, el rey orden? la disoluci?n de los Estados tal como est?n ahora constituidos. Una orden que aquellos que basan su poder en los privilegios y en el abuso no vacilan en desobedecer. Dejad que en Nantes conozcan la verdadera situaci?n en que nos encontramos. Al contrario que Rennes, Nantes tiene el poder de hacer que su voluntad prevalezca. Dejemos que Nantes ejerza una vez m?s ese poder y, mientras tanto, esperemos. As? triunfar?is. As?, los ultrajes, los cr?menes que se han perpetrado ante vuestros ojos, ser?n al fin vengados.
Tan abruptamente como antes subi? al pedestal, Andr?-Louis baj? de la estatua. Hab?a terminado. Hab?a dicho todo -tal vez m?s de lo que se propon?a decir- en nombre del amigo muerto que hablaba por su boca. Pero la gente no quiso que aquello acabara as?. Las aclamaciones hicieron temblar el aire. Hab?a jugueteado con las emociones de la gente como un arpista hace con las cuerdas de su instrumento. Y ahora todos vibraban de pasi?n, como en una sinfon?a cuya nota final era la esperanza.
Una docena de estudiantes cargaron en hombros al delgado Andr?-Louis haci?ndolo aparecer otra vez por encima de la clamorosa muchedumbre.
Le Chapelier se mantuvo junto a ?l, con el rostro enrojecido y los ojos brillantes.
– Muchacho -le dijo-, hoy has encendido una hoguera que iluminar? el rostro de Francia con un fulgor de libertad.
Y entonces, dirigi?ndose a los otros estudiantes, a?adi?:
– ?Al Casino Literario! ?Enseguida! Tenemos que tomar medidas inmediatamente; hay que enviar un delegado a Nantes para que les lleve a nuestros amigos de all? el mensaje del pueblo de Rennes.
El gent?o retrocedi?, abri?ndole paso al grupo de estudiantes que llevaban en hombros al h?roe del momento. Haci?ndoles se?ales con la mano, Andr?-Louis pidi? a la gente que se dispersara. Deb?an regresar a sus hogares y aguardar all? pacientemente lo que suceder?a dentro de poco.
– Durante siglos enteros hab?is soportado la carga con una fortaleza que es un ejemplo para el mundo -dijo halag?ndolos-. Resistid un poquito m?s. El final est? a la vista, amigos m?os.
Siempre a hombros del peque?o grupo de estudiantes, Andr?-Louis sali? de la plaza y subi? por la calle Real hasta llegar a una antigua casa, una de las pocas que hab?an sobrevivido al incendio de la ciudad. En el piso superior de aquella casa ten?an lugar habitualmente las sesiones del Casino Literario. All? estaban todos los miembros de la sociedad convocados por un mensaje previo de Le Chapelier.
Cuando se cerr? la puerta, unos cincuenta hombres, j?venes en su mayor?a, excitados con la ilusi?n de la libertad, recibieron a Andr?-Louis como a la oveja descarriada, colm?ndole de felicitaciones.
Mientras las puertas de abajo permanec?an custodiadas por una guardia de honor formada por hombres del pueblo, en el piso de arriba comenzaron las deliberaciones sobre las medidas que deb?an adoptar inmediatamente. La guardia de honor result? realmente necesaria, pues nada m?s empezar a hablar los miembros del Casino, la casa fue asaltada por los gendarmes que Lesdigui?res envi? con orden de arrestar al revolucionario que hab?a incitado al pueblo de Rennes a la sedici?n. La fuerza enviada era de unos cincuenta hombres, pero quinientos hubieran sido pocos. La muchedumbre rompi? sus carabinas, y hasta alguna cabeza. Poco acostumbrados a aquel estallido popular, los gendarmes se retiraron prudentemente. De lo contrario, los hubieran hecho pedazos a todos.
Mientras esto ocurr?a en la calle, en el sal?n del piso de arriba, Le Chapelier se dirig?a a sus colegas del Casino Literario. All?, sin temor a las balas, ni a nadie que pudiera informar de sus palabras a las autoridades, Le Chapelier dio rienda suelta a su oratoria. Su discurso era tan directo y brutal como delicado y elegante era ?l.
Elogi? el vigor y la grandeza del discurso del amigo Moreau. Sobre todo, alab? su buen tino. Las palabras de Moreau los hab?an cogido a todos por sorpresa, pues hasta entonces le consideraban el cr?tico m?s feroz de sus proyectos de reforma y regeneraci?n. Eso sin contar el recelo que despertaba en ellos su nombramiento como delegado de un noble en los Estados de Breta?a. Pero ahora conoc?an la raz?n de su conversi?n. El asesinato de su amigo Vilmorin hab?a originado aquel cambio. En aquel crimen brutal, Moreau hab?a descubierto finalmente la verdadera magnitud de aquel mal que ellos hab?an jurado expulsar de Francia. Y acababa de demostrarles que era el m?s ferviente ap?stol de la nueva fe. Les hab?a mostrado el ?nico camino razonable. El ejemplo tomado de la Historia Natural era el m?s indicado. Ten?an que unirse, como los lobos, asegurando la uniformidad de acci?n del pueblo; y enviar inmediatamente un delegado a Nantes, que era la ciudad m?s poderosa de Breta?a. Le Chapelier invit? a sus compa?eros a elegir al delegado.
Andr?-Louis, sentado cerca de la ventana, apenas reaccionaba, escuchando confuso aquella cascada de elocuencia.
Cuando acabaron los aplausos, oy? una voz que exclamaba: