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– ?Propongo como delegado a nuestro l?der Le Chapelier!

Le Chapelier ech? hacia atr?s su cabeza elegantemente peinada, que hasta ese momento manten?a inclinada, como meditando, y su rostro palideci?. Nerviosamente afirm? los lentes de oro sobre su nariz.

– Amigos m?os -dijo pausadamente-. Me siento profundamente honrado, pero si aceptara, usurpar?a un honor que corresponde a otro. ?Qui?n puede representarnos mejor, qui?n es el m?s indicado para hablar con nuestros amigos de Nantes, en nombre del pueblo de Rennes, que el campe?n que hoy ha sido capaz de interpretar a la perfecci?n la voz de esta gran ciudad? Debemos conceder el honor de ser nuestro mensajero a quien le pertenece: a Andr?-Louis Moreau.

Levant?ndose en respuesta a la salva de aplausos que acogi? esta proposici?n, Andr?-Louis inclin? ligeramente la cabeza aceptando:

– Que as? sea -dijo-. Quiz? me corresponda terminar lo que he comenzado, aunque tambi?n pienso que Le Chapelier hubiera sido un digno representante. Partir? esta noche.

– Partir?s en el acto, muchacho -dijo Le Chapelier revelando el verdadero origen de su generosidad-. Despu?s de lo sucedido aqu?, est?s en peligro. Debes partir secretamente. Ninguno de nosotros debe decir a nadie bajo ning?n concepto que te has ido. No me gustar?a que sufrieras ning?n da?o a causa de esto, Andr?-Louis. Pero debes ser consciente del riesgo que corres y, si realmente deseas ayudarnos a salvar a nuestra afligida madre patria, act?a con cautela, siempre en secreto, incluso oculta tu identidad. O de lo contrario, el se?or de Lesdigui?res te echar? el guante y entonces estar?s perdido.

CAP?TULO VIII Omnes Omnibus

Andr?-Louis sali? de Rennes a caballo meti?ndose en una aventura m?s complicada de lo que hab?a pensado al dejar la so?olienta aldea de Gavrillac. Pas? la noche en una posada del camino, de la que sali? a primera hora de la ma?ana para llegar a Nantes al atardecer del siguiente d?a.

Mientras cabalgaba a trav?s de las anodinas llanuras de Breta?a, tuvo tiempo para pasar revista a todo lo que hab?a hecho y a su actual situaci?n. A pesar de su inter?s estrictamente acad?mico en la nueva filosof?a que pretend?a cambiar el orden social y las escasas simpat?as que despertaba en ?l, s?bitamente se hab?a convertido en un revolucionario revoltoso, encargado de propagar heroicamente la acci?n revolucionaria. De representante y delegado de un noble en los Estados de Breta?a, hab?a pasado del modo m?s absurdo a ser representante y delegado del Tercer Estado de Rennes.

Era dif?cil determinar hasta qu? punto, en medio del torrente de su oratoria y en el calor del momento hab?a podido llegar a autosugestionarse. Pero lo cierto era que ahora, al mirar fr?amente hacia atr?s, no pod?a enga?arse acerca de lo que hab?a hecho. C?nicamente, hab?a presentado a quienes le escuchaban s?lo un aspecto de la gran cuesti?n que se debat?a.

Pero ya que el desorden reinante en Francia serv?a de baluarte al se?or de La Tour d'Azyr, d?ndole total inmunidad para cometer cualquier crimen, aquel estado de cosas tendr?a que asumir las consecuencias de su injusticia. As? justificaba Andr?-Louis sus actos. Y gracias a eso no se arrepent?a de llevar su mensaje de sedici?n a la bella ciudad de Nantes, cuyas amplias calles y espl?ndido puerto la convert?an en pr?spera rival de Burdeos y Marsella.

En el muelle La Fosse encontr? una posada, donde dej? su caballo y cen? junto a una ventana desde la que ve?a los barcos de todas las naciones anclados en el estuario del Loira. La p?lida luz del sol se reflejaba en las amarillas aguas del r?o y en los m?stiles de los buques.

Por los muelles la vida bull?a con una efervescencia que s?lo pod?a verse en los muelles de Par?s. Andr?-Louis vio marineros de pa?ses lejanos, ex?ticamente vestidos, hablando lenguas extra?as; corpulentas pescaderas con cestos llenos de sardinas sobre las cabezas y voluminosas faldas arrolladas hasta los muslos, pregonando su mercanc?a; barqueros con gorros de lana y calzones remangados hasta la rodilla, campesinos con chaquetas de piel de cabra y chanclos de madera que sonaban ruidosamente sobre el empedrado; carpinteros de ribera y peones de los astilleros, reparadores de fuelles, cazarratas, aguadores, vendedores de tinta y otros buhoneros ambulantes. Y desparramados en aquella masa proletaria que hormigueaba constantemente, tambi?n vio a industriales sobriamente ataviados, a mercaderes con largas casacas, y a alg?n que otro comerciante en su coche tirado por dos caballos abri?ndose paso entre el gent?o a los gritos de «?Cuidado!» de su cochero. Tambi?n de vez en cuando pasaba alguna dama en su silla de manos, o un abate remilgado, o un oficial uniformado de rojo montando a caballo con aire desde?oso. Y, por supuesto, no falt? la gran carroza de un noble con blasones en las portezuelas, y el lacayo subido en el estribo posterior, con su librea resplandeciente y la peluca empolvada. Tambi?n vio capuchinos de h?bito casta?o y benedictinos vestidos de negro, y much?simos curas -Dios estaba bien servido en las diecis?is parroquias de Nantes-, y en contraste con ellos, aqu? y all?, andrajosos aventureros y gendarmes uniformados de azul y con polainas, guardianes de la paz.

Representantes de todas las clases sociales de los setenta mil habitantes de aquella industriosa ciudad engrosaban la corriente humana que pasaba por los muelles, al pie de la ventana que serv?a de atalaya a Andr?-Louis.

Gracias al camarero que le sirvi? en la taberna, Andr?-Louis obtuvo noticias acerca del estado de ?nimo reinante en la ciudad. El mesero, que apoyaba a las clases privilegiadas, afirm? apesadumbrado que se notaba cierto desasosiego. Todos estaban pendientes de lo que sucediera en Rennes. Si era cierto que el rey hab?a disuelto los Estados de Breta?a, todo ir?a bien, y los descontentos no tendr?an pretexto para nuevos disturbios. Ya hab?a habido en Nantes algunos chispazos que alteraron el orden. Y esperaba que no se repitieran. A causa de los rumores, desde muy temprano en la ma?ana, la multitud acud?a a los soportales de la C?mara de Comercio para recibir las ?ltimas noticias. Pero a?n no se sab?a nada. Ni siquiera se ten?a la certeza de que Su Majestad hubiera disuelto los Estados.

Eran las dos, la hora m?s animada en la Bolsa, cuando Andr?-Louis lleg? a la Plaza del Comercio. Dominada por el imponente edificio de la Bolsa, la plaza estaba tan concurrida que Andr?-Louis tuvo que forcejear para abrirse paso hasta la escalinata del p?rtico de columnas j?nicas. Una sola palabra le hubiera bastado para que le dejaran pasar, pero intuitivamente no dijo nada. Su voz ten?a que caer sobre aquella multitud igual que un trueno, del mismo modo que el d?a anterior hab?a ca?do sobre el pueblo de Rennes. No quer?a malograr el efecto teatral de su aparici?n en p?blico.

El edificio de la Bolsa estaba celosamente custodiado por una fila de ujieres precariamente armados, pues la guardia hab?a sido improvisada a toda prisa por los comerciantes de la ciudad en previsi?n de posibles disturbios. Uno de estos ujieres le cerr? el paso a Andr?-Louis cuando quiso subir por la escalinata.

El delegado de Rennes le susurr? unas palabras al o?do para presentarse.

El ujier le indic? con un gesto que lo siguiera. Cuando llegaron al umbral de la C?mara, Andr?-Louis se detuvo y le dijo a su gu?a:

– Esperar? aqu?. D?gale al presidente que venga a verme.

– ?Vuestro nombre, caballero?

Andr?-Louis estaba a punto de contestar cuando, de pronto, record? que Le Chapelier le hab?a aconsejado ocultar su identidad en vista de lo peligroso de su misi?n.

– Mi nombre no le dir? nada. No tiene la menor importancia. Soy el portavoz del pueblo, nada m?s.

El ujier se fue y, a la sombra de las columnas del p?rtico, Andr?-Louis dej? vagar la mirada sobre la multitud de rostros aglomerados a sus pies.

Entonces lleg? el presidente, seguido por otros hombres deseosos de saber las noticias que tra?a aquel joven desconocido.

– ?Sois mensajero de Rennes?

– Soy el delegado que env?a el Casino Literario de aquella ciudad para informaros de lo que all? sucede.

– ?Cu?l es vuestro nombre?

Andr?-Louis call? un instante.

– Creo que cuantos menos nombres pronunciemos mejor.

El presidente abri? los ojos desmesuradamente y se puso muy serio. Era un hombre corpulento, de mejillas coloradas, autosuficiente. Tras un momento de vacilaci?n, dijo:

– Entrad en la C?mara.

– Con vuestro permiso, se?or, quiero comunicar mi mensaje desde aqu?.

– ?Desde aqu?? -dijo el gran comerciante frunciendo el entrecejo.

– Mi mensaje es para el pueblo de Nantes, y s?lo desde aqu? puedo hacerlo llegar al mayor n?mero de habitantes. No s?lo es mi deseo, sino el de aquellos a quienes represento, que este mensaje sea escuchado por la mayor cantidad de ciudadanos posible.

– Decidme, caballero, ?es cierto que el rey ha disuelto los Estados?

Andr?-Louis mir? al presidente. Sonri? como pidiendo perd?n, e hizo se?as hacia la multitud, que ahora se empinaba para ver mejor al esbelto joven que hab?a hecho salir al p?rtico al presidente y a otros miembros de la C?mara. El curioso instinto de las masas, les hac?a presentir que aqu?l era el portador de las noticias que estaban esperando.

– Llamad tambi?n al resto de los miembros de la C?mara, caballero -dijo Andr?-Louis-, y as? podr?is o?rlo todos.

– Que as? sea.

Una orden bast? para que los miembros de la C?mara se reunieran en lo alto de la escalinata, dejando despejado en el ?ltimo pelda?o un espacio en forma de herradura.

All? se coloc? Andr?-Louis dominando a todos los reunidos. Se quit? el sombrero y lanz? el primer ob?s de una alocuci?n que fue hist?rica, pues marc? una de las grandes etapas de Francia en su avance hacia la revoluci?n.

– ?Pueblo de la gran ciudad de Nantes, vengo a llamaros a las armas!

En medio del estupefacto, y m?s bien asustado, silencio que sigui? a estas palabras, Andr?-Louis mir? detenidamente a su p?blico durante un instante y prosigui?:

– Soy un delegado del pueblo de Rennes, encargado de anunciaros lo que ocurre, y he venido a invitaros, en esta hora de peligro para nuestro pa?s, a levantaros y marchar en su defensa.

– ?Vuestro nombre, vuestro nombre! -gritaron varias voces hasta convertirse en el grito un?nime de toda la multitud.

El joven no pod?a contestar a aquella masa excitada como lo hab?a hecho con el presidente. Era necesario que mostrara su compromiso y as? lo hizo:

– Mi nombre -dijo- es Omnes Omnibus, y eso es todo. Por ahora es bastante. No soy m?s que un portavoz. He venido a anunciaros que dado que las clases privilegiadas en la asamblea de los Estados en Rennes han desobedecido la voluntad del rey y la nuestra, Su Majestad ha disuelto los Estados.