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Andr?-Louis cogi? la llave sin dejar de enca?onarlo.

– Me parece que me est?s amenazando -dijo-. En cuanto me haya ido, correr?s a delatarme para que los soldados me persigan.

– ?No, no! -exclam? el barquero advirtiendo el peligro en la siniestra voz de Andr?-Louis-. Os juro, se?or, que ?sa no es mi intenci?n.

– Creo que ser? mejor garantizar mi seguridad.

– ?Por el amor de Dios! ?No me hag?is da?o, se?or! -el brib?n estaba aterrorizado-. No tengo ninguna mala intenci?n. ?Os lo juro por Dios! No dir? una sola palabra a nadie. No har?…

– Prefiero estar m?s seguro de tu silencio que de tus promesas. Pero hoy est?s de suerte. Tal vez estoy loco, pero me repugna derramar sangre. Entra en tu casa, Fresnel. ?Vamos! Yo te sigo.

Cuando estuvieron en el interior de la caba?a, Andr?-Louis le detuvo.

– Ahora dame una cuerda -orden?, y el otro obedeci? r?pidamente.

Cinco minutos m?s tarde, Fresnel estaba fuertemente atado una silla y amordazado con un trozo de madera envuelto por una bufanda.

Ya en el umbral, Andr?-Louis se detuvo y se volvi?:

– Buenas noches, Fresnel -le dijo al barquero en cuyos ojos brillaba el odio-. No creo que nadie m?s necesite esta noche tu barca. Pero ya vendr? ma?ana alguien a desatarte. Mientras tanto resiste como puedas lo inc?modo de tu situaci?n, y recuerda que esto se debe tan s?lo a tu falta de caridad. Si pasas la noche reflexionando en eso, no desaprovechar?s la lecci?n. Quiz? ma?ana por la ma?ana te hayas vuelto tan caritativo que ni siquiera recuerdes qui?n te at?. Buenas noches.

Sali? y cerr? la puerta.

Desatar la barca y remar hasta la otra orilla, impulsado por la corriente plateada a la luz de la luna, no le tom? m?s de seis o siete minutos. Meti? la proa de la barca entre los arbustos que bordeaban la orilla sur del r?o, salt? a tierra y amarr? la embarcaci?n a un ?rbol. Un poco desorientado en medio de la obscuridad, decidi? cruzar el h?medo prado en busca de la carretera.

LIBRO SEGUNDO El coturno

CAP?TULO PRIMERO Los intrusos

Al llegar al camino de R?don, Andr?-Louis, obedeciendo m?s al instinto que a la raz?n, se volvi? hacia el sur y ech? a andar casi mec?nicamente. No ten?a una idea clara de adonde iba, ni de adonde deb?a ir. En aquel momento lo m?s importante era poner la mayor distancia posible entre ?l y Gavrillac.

Ten?a la vaga idea de volver a Nantes, y una vez all?, empleando el arma reci?n descubierta de su ret?rica, excitar al pueblo para que le protegiera como primera v?ctima de la persecuci?n que ?l hab?a anunciado y contra la cual les hab?a llamado a las armas. Pero esta idea no era m?s que una indefinida posibilidad que no acababa de convencerle.

Mientras tanto se re?a a solas pensando en Fresnel, tal como lo hab?a dejado, con la boca tapada y los ojos echando chispas. «Para no ser un hombre de acci?n -escribir?a m?s tarde- creo que lo hice bastante bien»… Es una frase a la que Andr?-Louis Moreau recurre m?s de una vez en sus Confesiones. Constantemente recuerda que no es un hombre de acci?n, sino dedicado a la vida contemplativa, y es como si pidiera excusas cada vez que la necesidad le obliga a actos violentos. Todo parece indicar que esta insistente distinci?n filos?fica -por lo dem?s bastante justificada- es una prueba de su obsesiva vanidad. A medida que aumentaba su cansancio, se deprim?a m?s a causa de los reproches que se hac?a a s? mismo. No hab?a sido sensato insultar al se?or de Lesdigui?res. «Es mucho mejor -escribe Andr?-Louis en alguna p?gina- ser malo que ser est?pido. La mayor?a de las miserias de este p?caro mundo no son fruto de la maldad, como nos ense?an los curas, sino de la estupidez.» Y de todas las estupideces, la que m?s detestaba Andr?-Louis era la c?lera. Sin embargo, se hab?a encolerizado con un tipo como el se?or de Lesdigui?res: un lacayo, un fr?volo tipejo, un don nadie, a pesar de su poder para hacer el mal. Perfectamente hubiera podido cumplir la misi?n que se hab?a impuesto a s? mismo sin provocar las iras vengativas del procurador del rey.

Ahora se ve?a lanzado a la aspereza de la vida, s?lo con la ropa que llevaba puesta, un luis de oro y unas cuantas monedas de plata. Y con un conocimiento de la ley que no le servir?a para evitar las consecuencias de su infracci?n.

Tambi?n pose?a el don de la risa, tristemente reprimida desde la muerte de Philippe, un car?cter filos?fico y ese temperamento optimista y desenfadado que es el bagaje de los aventureros de todas las ?pocas. Pero todo eso, que habr?a de contribuir a su salvaci?n, no lo tomaba en cuenta.

Y as? estuvo caminando como un aut?mata, en medio de la obscuridad, hasta que sinti? que ya no pod?a m?s. Hab?a rodeado la ciudad de Guichen, y ahora, a media milla de Guignen y a siete millas de distancia de Gavrillac, sus piernas se negaban a obedecerle.

Saliendo del camino principal, ya hab?a cruzado a campo traviesa el norte de Guignen cuando de pronto, a su derecha, vio un seto vivo, detr?s del cual se alzaba una alta construcci?n que deb?a de ser un granero en el l?mite de un gran prado. Inconscientemente, la silenciosa sombra que proyectaba, le hizo detenerse en su af?n de encontrar un techo donde cobijarse. Se qued? un rato vacilando, y luego se dirigi? hacia una verja que hab?a situada un poco m?s all? en el seto. Tras empujarla, lleg? al pie del granero. Era tan grande como una casa y, sin embargo, no era m?s que un gran techo sostenido por media docena de altos pilares de ladrillos. Pero, amontonada debajo del cobertizo, hab?a una gran cantidad de heno que har?a las veces de c?lido lecho para una noche tan fr?a como aqu?lla. En los pilares de ladrillos se empotraban fuertes vigas de madera, cuyas cabezas sobresal?an a modo de escalera para que los campesinos pudieran manipular el heno. Con las pocas fuerzas que le quedaban, Andr?-Louis subi? por una de aquellas escaleras hasta llegar a lo m?s alto del mont?n de heno donde se vio obligado a arrodillarse por falta de espacio para estar de pie. Entonces se quit? la casaca y el cuello postizo, las botas llenas de fango y las medias mojadas. Hizo un hueco en el heno y all? se acost?. Poco despu?s estaba profundamente dormido, ajeno a las tribulaciones que sufr?a el mundo.

Al despertar, el sol estaba ya muy alto, as? que supuso que el d?a deb?a de estar ya muy avanzado. Se dio cuenta de esto antes de que pudiera recordar por qu? estaba all?. Cuando empezaba a despabilarse, lleg? hasta ?l un murmullo de voces cercanas a las que al principio no dio importancia. Experimentaba una agradable sensaci?n de descanso, el delicioso calor de la paja.

Pero cuando recuper? la conciencia de su situaci?n, sac? la cabeza fuera del heno para o?r mejor, y su pulso se aceler?, pues aquellas voces no presagiaban nada bueno. Oy? la voz de una mujer, argentada y musical, aunque algo alarmada:

– ?Oh, Dios m?o, L?andre, separ?monos ahora mismo! Si mi padre llegara ahora…

Una voz de hombre, m?s sosegada, afirm?:

– No, no, Clim?ne, est?s equivocada. No viene nadie. Estamos seguros. ?Por qu? te asustas de las sombras?

– ?Oh, L?andre! Tiemblo s?lo de pensar que mi padre pudiera encontrarnos aqu? juntos.

Andr?-Louis se tranquiliz?. Obviamente se trataba de una pareja de enamorados que, teniendo menos que temer que ?l, estaban mucho m?s asustados. La curiosidad le hizo abandonar el c?lido hueco del heno y aventurarse a echar una ojeada. Tendido boca abajo, estir? la cabeza y mir? hacia abajo. En el espacio despejado que hab?a entre el granero y el seto estaba a pareja, j?venes ambos. ?l era un mozo apuesto, de fino perfil y cabellera casta?a, atada detr?s con ancha cinta de raso negro. Vest?a con cierta fatuidad, lo que a primera vista no le favorec?a. Su casaca, cortada a la moda, era de terciopelo bastante usado, de color ciruela y adornada con un encaje de plata cuyo primitivo esplendor se hab?a desvanecido. Por falta de almid?n, los encajes colgaban como sauces llorones sobre sus delicadas manos. Su calz?n era de pa?o negro, y las medias del m?s sencillo algod?n, cosas ambas que desentonaban con la suntuosidad de la casaca. Calzaba zapatos fuertes y pr?cticos, con hebillas baratas de pasta negra. De no ser por su simp?tico aspecto, Andr?-Louis le hubiera calificado como un caballero de h?bitos poco honrados. Pero dej? de analizarlo para estudiar a la muchacha. Estudio que sin duda le atra?a m?s, y eso a pesar de siempre andaba entre libros y no era su costumbre desperdiciar su tiempo tomando en consideraci?n a las mujeres.

La ni?a -pues no era m?s que eso y a lo sumo tendr?a veinte a?os- no s?lo ten?a un rostro agraciado y un cuerpo atractivo, sino tambi?n una vivacidad y una gracia de movimientos que Andr?-Louis nunca hab?a visto coincidir en una sola persona. Y aquella voz musical, argentada, que le hab?a despertado, pose?a una modulaci?n que hasta en una mujer fea hubiera sido irresistible. Ataviada con una capa con el capuch?n echado hacia atr?s, el sol arrancaba destellos de oro a su cabellera, levemente casta?a, que enmarcaba con tirabuzones su rostro ovalado. La tez era de una tersura s?lo comparable a la de los p?talos de las rosas. Desde donde estaba, Andr?-Louis no pod?a precisar el color de los ojos, pero el destello bajo la l?nea obscura de sus pesta?as le hizo suponer que ser?an azules.

Sin saber por qu?, Andr?-Louis se molest? al ver a la jovencita hablando tan ?ntimamente con aquel chico que, al parecer, llevaba los vestidos desechados por alg?n noble. Aunque no sab?a a qu? clase social pertenec?an ambos, la conversaci?n que sosten?an era culta, tanto por el tono de voz como por el l?xico que empleaban. Andr?-Louis aguz? los o?dos.

– No estar? tranquila hasta que nos casemos -dijo ella-. S?lo entonces sentir? que estoy fuera de su alcance. Y, sin embargo, si nos casamos sin su consentimiento, s?lo aumentaremos nuestras tribulaciones. Estoy desesperada.

Evidentemente, el padre de la doncella era un hombre juicioso, que sab?a ver claro a trav?s de la deteriorada elegancia del joven sin dejarse enga?ar por sus hebillas de pasta barata.

– Mi querida Clim?ne -contest? el muchacho cogi?ndole ambas manos-, no tienes por qu? desesperarte. No te revelo el plan que he preparado para obtener el consentimiento de tu desnaturalizado padre porque no quiero frustrarte el placer de la sorpresa. Pero puedes confiar en m? y en el astuto amigo de quien te he hablado y que llegar? de un momento a otro.

?Imb?cil afectado! ?Se sab?a de carrerilla el discurso o era un idiota pedante que ten?a por costumbre expresarse de modo tan amanerado? ?C?mo aquella encantadora mujer en flor desperdiciaba su perfume con semejante presumido que, para colmo, llevaba el rid?culo nombre de L?andre?