CAP?TULO II El arist?crata
La so?olienta aldea de Gavrillac, a media legua del camino principal de Rennes, permanec?a al margen del ajetreo del tr?nsito de la carretera principal. Situada en una curva del r?o Meu, se extend?a a los pies de la colina coronada por la casa se?orial. Gavrillac no s?lo pagaba tributos a su se?or -parte en dinero y parte en servicios-, sino tambi?n diezmos a la iglesia e impuestos al rey, lo que la dejaba en una situaci?n bastante precaria. Sin embargo, a pesar de todo, all? la vida no era tan dura como en otros lugares. Por ejemplo, all? no se sufr?a tanta crueldad como la que padec?an los desdichados vasallos del poderoso se?or de La Tour d'Azyr, cuyas vastas posesiones s?lo estaban separadas de la aldea por las aguas del Meu.
El castillo de Gavrillac ten?a un aire se?orial que se deb?a m?s a estar situado en aquella elevaci?n del terreno que a cualquier otra caracter?stica especial. Hecho de granito, como todas las casas de Gavrillac, y patinado por tres siglos de existencia, su fachada era lisa y s?lo ten?a dos pisos con cuatro ventanas en cada uno. Estaba flanqueado, a ambos lados, por unos torreones cuadrados. Situado al fondo de un jard?n, ahora mustio, pero muy agradable en verano, y con su fachada con terraza de balaustrada de piedra, ten?a el aspecto de lo que en realidad era y hab?a sido siempre: la residencia de personas poco presuntuosas, m?s interesadas en la agricultura que en la aventura.
Quint?n de Kercadiou, se?or de Gavrillac -pues ?ste era el vago t?tulo que ostentaba, al igual que sus antepasados, aunque en verdad nadie sab?a de d?nde proven?a-, confirmaba la impresi?n causada por su casa. Rudo como el granito, jam?s hab?a aspirado a pertenecer a la corte, ni siquiera hab?a servido en el ej?rcito del rey. Eso de representar a la familia en las altas esferas se lo dejaba a su hermano menor, ?tienne. Desde joven, Quint?n de Kercadiou se hab?a interesado en los bosques y prados que rodeaban su castillo. Cazaba y cultivaba sus tierras, aparentemente no se distingu?a mucho de cualquiera de sus r?sticos aparceros. No hac?a ostentaci?n de su posici?n, como tanto le hubiera gustado a su sobrina, Aline de Kercadiou. Aline hab?a pasado dos a?os en el ambiente de la corte de Versalles, junto a su t?o ?tienne, y, por tanto, ten?a ideas muy distintas a las de su t?o Quint?n acerca de lo que conven?a a la dignidad se?orial. A pesar de que esta ?nica hija de un tercer Kercadiou, salida del orfanato a la edad de cuatro a?os, hab?a ejercido un tir?nico dominio sobre el se?or de Gavrillac, quien hac?a las veces de padre y de madre, jam?s logr? convencerle para que renunciara a aquella vida sencilla.
La joven, cuyo rasgo dominante de car?cter era la persistencia, segu?a luchando asidua e in?tilmente desde que regres? del gran mundo de Versalles, unos tres meses atr?s.
Aline estaba paseando por la terraza cuando llegaron Andr?-Louis y Philippe de Vilmorin. Para protegerse del aire fr?o, envolv?a su esbelto cuerpo en un abrigo de piel blanca e iba tocada con una cofia, tambi?n blanca, que apenas sujetaba sus rubios rizos. El aire fr?o avivaba sus mejillas y parec?a a?adir un destello a sus ojos, que eran de un azul obscuro.
La doncella conoc?a a Andr?-Louis y a Philippe de Vilmorin desde la infancia. Los tres hab?an jugado juntos, y Andr?-Louis -gracias al parentesco espiritual que le un?a a su t?o- la llamaba «prima». Estas relaciones, casi de familia, hab?an continuado entre ella y Andr?-Louis mucho despu?s de que Philippe, al crecer, se alejara de la intimidad infantil para convertirse, a los ojos de Aline, en el se?or de Vilmorin.
La muchacha salud? con la mano a los reci?n llegados y permaneci? -consciente de su encantadora imagen- aguard?ndoles al final de la terraza, cerca de la corta avenida por la cual ellos se acercaban.
– Si ven?s a ver a mi t?o, lleg?is en un momento poco oportuno -les dijo algo nerviosa-. Est? reunido a puertas cerradas. ?Oh, est? muy ocupado!
– Esperaremos, se?orita -dijo Vilmorin inclin?ndose galantemente sobre la mano que ella le ofrec?a-. ?Qui?n no esperar?a con gusto al t?o pudiendo estar un momento con la sobrina?
– Se?or abate -dijo ella con sorna-, cuando hay?is recibido las ?rdenes, os tomar? como confesor. Sois tan perspicaz como comprensivo.
– Pero ninguna curiosidad -dijo Andr?-Louis-. No has pensado en eso.
– No logro entender lo que quieres decir, primo Andr?.
– No te preocupes, pues nadie lo entiende -sonri? Philippe y entonces vio un veh?culo detenido ante la puerta del castillo. Era uno de esos carruajes que sol?an verse en las grandes ciudades, pero rara vez en el campo: una espl?ndida carroza de nogal, con dos caballos y escenas pastoriles exquisitamente pintadas en los paneles de las portezuelas. Ten?a capacidad para llevar a dos personas, adem?s del pescante para el cochero, y detr?s, un estribo para el lacayo. Pero ahora el estribo estaba vac?o, pues el lacayo se paseaba por delante de la puerta luciendo la resplandeciente librea azul y oro del marqu?s de La Tour d'Azyr.
– ?C?mo? -exclam? Philippe-. ?Es el marqu?s de La Tour d'Azyr quien est? con tu t?o?
– En efecto -contest? la joven poniendo cierto misterio en su voz y en su mirada, en lo cual Philippe de Vilmorin no repar?.
– ?Oh, perd?n! Servidor de usted -dijo Philippe inclin?ndose ante ella y, sin m?s ni m?s, se encamin? hacia el castillo.
– ?Quieres que te acompa?e, Philippe? -le pregunt? Andr?-Louis.
– No ser?a galante presumir que lo prefieras -dijo Vilmorin mirando a Aline-. Ni creo que sirva para nada; si quieres, puedes esperarme…
Philippe de Vilmorin se alej? a toda prisa. Tras un momento de sorpresa, Aline se ech? a re?r de un modo encantador:
– ?Adonde va con tanta prisa? -pregunt?.
– A ver al se?or de La Tour d'Azyr y tambi?n a tu t?o.
– Pero no puede hacer eso. No pueden recibirle. ?No le dije que estaban muy ocupados? Y t?, Andr?, ?no me preguntas por qu? est?n tan ocupados?
La joven pronunci? estas palabras con un redoblado misterio que trasluc?a alegr?a o burla, o quiz?s ambas cosas a la vez. Andr?-Louis no pudo adivinarlo.
– Ya que es obvio que ardes en deseos de cont?rmelo, ?para qu? te lo voy a preguntar? -dijo.
– Si empiezas con tus iron?as, no te lo dir? aunque me lo preguntes. ?Oh, no! Te ense?ar? a tratarme con el debido respeto.
– Espero no faltarte jam?s el respeto.
– Y mucho menos cuando sepas que la visita del se?or de La Tour d'Azyr tiene relaci?n conmigo. Yo soy el objeto de esa visita -concluy? mirando al joven con ojos brillantes y unos risue?os labios entreabiertos.
– Seg?n veo, a ti te parece obvio lo que eso implica… Pero debo confesarte que para m? no es tan obvio.
– ?Ser?s tonto! Ha venido a pedir mi mano.
– ?Dios m?o! -exclam? Andr?-Louis mir?ndola fijamente, desconcertado.
Ella frunci? el ce?o y dio un paso atr?s alzando la barbilla:
– ?Te sorprende?
– Me disgusta -replic? ?l-. De hecho, no lo creo; te est?s burlando de m?.
Para sacarlo de dudas, ella dijo:
– Estoy hablando en serio. Esta ma?ana mi t?o recibi? una carta oficial del se?or de La Tour d'Azyr anunci?ndole que ven?a con ese prop?sito. No te negar? que eso nos sorprendi? un poco…
– ?Oh, ya veo! -exclam? Andr?-Louis aliviado-. Comprendo. Por un momento, casi tem?…
Se interrumpi?, mir? a la joven y se encogi? de hombros.
– ?Por qu? te quedas callado? ?Temiste acaso que mi estancia en Versalles no me hubiese servido de nada? ?Crees que iba a permitir que me cortejaran como a una cualquiera? Pues fuiste un tonto. Conmigo hay que hacerlo de la forma adecuada; contando en primer lugar con mi t?o.
– Entonces, seg?n las costumbres de Versalles, ?su consentimiento es lo m?s importante?
– ?Y qu? otra cosa pudiera serlo?
– Tu consentimiento, por ejemplo.
Ella se ech? a re?r.
– Yo soy una sobrina muy sumisa… cuando me conviene.
– ?Y te convendr?a ser sumisa si tu t?o aceptase esa monstruosa proposici?n?
– ?Monstruosa? -repiti? ella-. ?Puede saberse por qu? te parece monstruosa?
– Por muchas razones -replic? ?l, irritado.
– Dime una por lo menos -dijo ella con adem?n retador.
– Que es dos veces mayor que t?.
– No tanto, no tanto -replic? ella.
– Como m?nimo tiene cuarenta y cinco a?os.
– Pero no aparenta m?s de treinta. Es realmente muy guapo… no me lo negar?s. Ni tampoco que es rico y poderoso; es el noble m?s ilustre de Breta?a. Har? de m? una gran se?ora.
– Ya lo eres por la gracia de Dios, Aline.
– Vaya, eso est? mejor. A veces puedes llegar a ser casi cort?s -dijo y empez? a pasear arriba y abajo por la terraza. Andr?-Louis la segu?a.
– Algo m?s podr?a ser para demostrarte las razones por las cuales no debes permitir que esa bestia manche la belleza que Dios te ha dado.
Ella frunci? el entrecejo y apret? los labios.
– Est?s hablando de mi futuro esposo -le dijo en tono de reprobaci?n.
– ?Es cierto? ?Ya es un hecho consumado? ?Consentir? tu t?o? ?De modo que vas a ser vendida sin amor a un hombre que no conoces! Yo hab?a so?ado algo mejor para ti, Aline.
– ?Mejor que ser la marquesa de La Tour d'Azyr?
El joven hizo un gesto de exasperaci?n.
– ?Acaso los hombres y las mujeres no son m?s que meros t?tulos? ?Sus almas no cuentan para nada? ?No hay en la vida alegr?a ni felicidad aparte del poder y del placer de los t?tulos rimbombantes que ambicionan las personas como ?l? Yo te hab?a colocado tan alto, tan alto, Aline, mucho m?s que a ning?n otro ser, como algo que no era terrenal. Hay alegr?a en tu coraz?n, inteligencia en tu mente, y, tal como pensaba, una visi?n que te permite traspasar la falsa c?scara y llegar al coraz?n de las cosas. Y ahora veo que vas a entregar todo eso, vas a vender tu cuerpo y tu alma por el t?tulo de marquesa de La Tour d'Azyr.
– Eres poco delicado -replic? ella ce?uda, aunque sus ojos re?an-. Y te precipitas en tus conclusiones. Mi t?o no dar? otro consentimiento que el necesario para que ese caballero trate de obtener el m?o. Mi t?o y yo estamos muy compenetrados. No voy a venderme como si fuera un saco de patatas.
El permaneci? inm?vil, mir?ndola fijamente, con las p?lidas mejillas cubiertas de rubor.
– Te has divertido tortur?ndome -exclam?-. Pero voy a olvidarme porque me has aliviado.