Adem?s, le gust? ese nombre de Bertrand des Amis. Era una feliz combinaci?n que suger?a una mezcla de amistad 1 y caballerosidad. Por otra parte, ya que la profesi?n de maestro de esgrima era tan caballeresca, lo m?s probable era que Bertrand des Amis no le hiciera demasiadas preguntas.
As? pues subi? hasta el segundo piso, en cuyo rellano vio una puerta con el r?tulo «Academia del Se?or Bertrand des Amis». La empuj? y entr? en una antesala poco amueblada. Desde una habitaci?n cercana, llegaba un ruido de pisadas y de aceros entrechocando, dominados por una voz vibrante, que hablaba ciertamente franc?s, pero una clase de franc?s que s?lo se oye en una escuela de esgrima:
– Coulez! Mais, coulez done! ?As?! ?Ahora el ataque de cuarta al flanco! ?En guardia! ??sta es la respuesta! Empecemos de nuevo. ?Eso es! Guardia en tercera. Ahora viene el corte y luego la quinta sacando la espada de debajo… Oh, mais allongez! Allongez! Allez au fond! -la voz gritaba en tono de reconvenci?n-. Vamos, eso est? mejor.
Las espadas dejaron de chocar. Y de nuevo la misma voz:
– Recordad: la mano inclinada y sin sacar el codo demasiado. Es todo por hoy. El mi?rcoles practicaremos el tirer au mur. Es un aprendizaje m?s lento, pero cuando le coj?is el tranquillo a los movimientos, aprender?is m?s r?pido.
Otra voz murmur? una respuesta. Despu?s, un ruido de pasos. La clase hab?a terminado. Andr?-Louis llam? a la puerta.
Le abri? un hombre alto, esbelto, garboso, de unos cuarenta a?os. Llevaba calz?n de seda negro y zapatos de un tono claro. Estaba enfundado en un peto de cuero. Su nariz era aquilina y el rostro atezado; los ojos grandes y obscuros, y una boca que expresaba firmeza. Su coleta era azabache con alguna hebra de plata aqu? y all?.
Llevaba debajo del brazo una careta de red met?lica para guardarse la cara de los golpes del contrario. Su mirada penetrante examin? a Andr?-Louis de la cabeza a los pies.
– ?Se?or? -pregunt? cort?smente.
Evidentemente se equivocaba con la calidad de Andr?-Louis, lo que era natural, pues a pesar de su pobreza, su aspecto exterior era irreprochable, y el se?or Bertrand no pod?a adivinar que s?lo pose?a lo que llevaba puesto.
– Vengo por el letrero que hab?is puesto abajo, se?or -dijo Andr?-Louis y, a juzgar por el s?bito brillo de los ojos del maestro de esgrima, pens? que tal y como sospechaba apenas se hab?a presentado ning?n aspirante. El brillo de satisfacci?n en los ojos de Bertrand se transform? en una mirada de sorpresa:
– ?Ven?s por eso?
Andr?-Louis se encogi? de hombros y sonri? a medias.
– De algo hay que vivir -dijo.
– Pero entrad. Sentaos all?. Estar? a vuestra… estar? libre para atenderos en un periquete.
Andr?-Louis se sent? en un banco arrimado a una pared pintada de blanco. La sala era larga y de techo bajo, sin alfombra. Hab?a otros bancos de madera, como el que ahora ?l ocupaba, situados a lo largo de las paredes decoradas con panoplias. Tambi?n hab?a repisas con trofeos de esgrima y m?scaras de esgrima. Aqu? y all? colgaban floretes y espadas cruzadas, petos de paja y una gran variedad de sables, dagas y escudos pertenecientes a diversas ?pocas y naciones. Hab?a tambi?n un retrato de un obeso caballero con una gran nariz, peluca complicadamente rizada y el pecho cruzado por el cord?n azul de la Orden del Esp?ritu Santo, en quien Andr?-Louis reconoci? al rey de Francia. Se ve?a tambi?n un pergamino enmarcado que certificaba que el se?or Bertrand pertenec?a a la Academia del Rey. En un rinc?n, hab?a una estanter?a con libros y cerca de ella, frente a la ?ltima de las cuatro ventanas que iluminaban la habitaci?n, un sill?n y un peque?o escritorio. Un joven elegantemente vestido estaba junto a la mesa poni?ndose la casaca y la peluca. El se?or Bertrand se le acerc? -con extraordinaria elasticidad pens? Andr?-Louis- y charl? con ?l mientras le ayudaba a vestirse.
Finalmente el joven se fue, no sin antes pasarse por la cara un fino pa?uelo que dej? un rastro perfumado en el aire. El se?or Bertrand cerr? la puerta y se volvi? al candidato, que en el acto se levant?.
– ?D?nde hab?is estudiado? -le pregunt? bruscamente.
– ?Estudiado? -se extra?? Andr?-Louis-. ?Oh, s?! En el Liceo Louis Le Grand.
El se?or Bertrand frunci? el ce?o, interrog?ndolo con la mirada como si el aspirante le estuviera tomando el pelo.
– ?Por Dios! No os pregunto d?nde cursasteis Humanidades, sino en qu? academia aprendisteis esgrima.
– ?Ah, la esgrima! -no se le hab?a ocurrido que la esgrima fuera algo tan serio que pudiera considerarse como un estudio-. No he estudiado mucho, s?lo recib? algunas lecciones… en mi pueblo… hace tiempo.
El maestro enarc? las cejas.
– Pero entonces -exclam? impaciente-, ?para qu? subi? los dos pisos hasta aqu??
– El anuncio no exige un alto grado de destreza. Si no soy un profesional, al menos conozco los rudimentos, y eso es suficiente para empezar a prosperar. Aprendo muy r?pido. Adem?s, poseo las otras cualidades que pide el anuncio. Como es obvio, soy joven, y en cuanto a apreciar que mi presencia no es desagradable, lo dejo a vuestra consideraci?n. Mi profesi?n es la de abogado, soy un hombre de toga, aunque advierto que aqu? la divisa es Cedat toga armis.
El se?or Bertrand sonri? con un gesto de aprobaci?n. Indiscutiblemente el joven ten?a buena presencia y, al parecer, era inteligente. Volvi? a mirarlo de la cabeza a los pies, examinando sus condiciones f?sicas:
– ?Cu?l es vuestro nombre?
Andr?-Louis titube? y dijo:
– Andr?-Louis.
Los negros ojos del maestro le observaron con insistencia.
– Andr?-Louis, ?y qu? m?s?
– S?lo Andr?-Louis. Louis es mi apellido.
– ?Qu? extra?o apellido! A juzgar por vuestro acento ven?s de Breta?a. ?Por qu? salisteis de all??
– Para salvar el pellejo -contest? sin pensarlo. Y entonces, para no complicar las cosas, agreg?-: tengo all? un enemigo.
El se?or Bertrand le mir? intrigado mientras se acariciaba el ment?n.
– ?Hab?is huido?
– Puede decirse as?.
– Un cobarde, ?eh?
– De ninguna manera -y entonces se invent? una novela. Seguramente un hombre que viviera de la espada tendr?a debilidad por lo novelesco- Mi enemigo es un gran espadach?n -dijo-. El mejor de la provincia, por no decir de toda Francia. Por lo menos tiene esa fama. Pens? que ser?a conveniente venir a Par?s para aprender el arte de la esgrima y luego volver all? para matarle. Para hablar con franqueza, eso fue lo que me atrajo en vuestro anuncio. Tambi?n tengo que confesar que no puedo pagarme las lecciones. Pens? encontrar aqu? alg?n empleo en mi profesi?n, pero no he tenido suerte. En Par?s hay demasiados abogados, y mientras buscaba trabajo he gastado el poco dinero que ten?a. Y en fin… vuestro anuncio me pareci? algo providencial, como ca?do del cielo.
El se?or Bertrand le cogi? por los hombros y le mir? a la cara.
– ?Todo eso es verdad, amigo m?o?
– Ni una sola palabra -contest? Andr?-Louis cediendo al irresistible impulso de decir lo m?s inesperado.
Pero le sali? bien, porque el se?or Bertrand solt? una carcajada, y despu?s de desternillarse se declar? encantado de la honradez del aspirante.
– Quitaos la casaca -dijo- y veamos de lo que sois capaz. Por lo menos la naturaleza os ha designado para espadach?n. Sois ligero, activo, flexible, ten?is el brazo largo y parec?is inteligente. Har? algo de vos y os ense?ar? lo necesario para mi prop?sito, que consiste en que impart?is a mis nuevos disc?pulos los rudimentos de este arte antes de que yo me encargue de ellos. Pero hagamos una prueba. Tomad aquella careta y ese florete, y venid aqu?.
Lo llev? al fondo de la sala, donde el suelo estaba marcado con l?neas de tiza para que los principiantes supieran c?mo hab?a que colocar los pies.
Al cabo de diez minutos, el se?or Bertrand aceptaba a Andr?-Louis y le explicaba en detalle cu?l ser?a su trabajo. Adem?s de iniciar en los rudimentos de la esgrima a los principiantes, ten?a que barrer la sala cada ma?ana, acicalar los floretes, ayudar a los disc?pulos a desvestirse y a vestirse, y en general, trabajar en todo lo que se presentara. El salario, de momento, ser?a de cuarenta libras al mes y, si no ten?a otro lugar donde alojarse, podr?a dormir en una alcoba que estaba detr?s de la sala de esgrima.
Como se ve, las condiciones eran un poco humillantes. Pero si Andr?-Louis quer?a comer, deb?a empezar por tragarse su orgullo poco a poco, como si fueran entremeses.
– Por lo visto -dijo reprimiendo una mueca- aqu? la toga no s?lo cede ante la espada, sino tambi?n ante la escoba. Muy bien. Estoy de acuerdo.
Una de las caracter?sticas de Andr?-Louis era que cuando hac?a una elecci?n, se pon?a a trabajar con entusiasmo, poniendo en ello todos los recursos de su mente y las energ?as de su cuerpo. As? que cuando no instru?a a los novatos en los rudimentos del arte, ense??ndoles las ocho guardias y el elaborado e intrincado saludo -que en pocos d?as de pr?ctica ya dominaba a la perfecci?n-, trabajaba muy duro en esas mismas posturas, ejercitando la vista, la mu?eca y las rodillas.
Al advertir su entusiasmo y viendo las evidentes posibilidades que ten?a de llegar a ser un ayudante eficaz, el se?or Bertrand le tom? m?s en serio.
– Vuestra aplicaci?n y celo, amigo m?o, merecen m?s de cuarenta libras al mes -le inform? al final de la primera semana-. Sin embargo, de momento, os compensar? inici?ndoos en los secretos de este noble arte. Vuestro futuro depende de c?mo aprovech?is la suerte de recibir instrucci?n directa de m?.
A partir de ese momento, cada ma?ana, antes de abrir la academia, el maestro le dedicaba media hora a su nuevo ayudante. Gracias a aquel magisterio, Andr?-Louis avanzaba a pasos agigantados, lo cual halagaba mucho al se?or Bertrand. El maestro se hubiera mostrado menos orgulloso y m?s asombrado si supiera que la mitad del secreto de los sorprendentes progresos de Andr?-Louis se deb?a a que estaba devorando la biblioteca de su amo, donde hab?a una docena de tratados de esgrima firmados por maestros tan grandes como La Bo?ssi?re, Danet, y el s?ndico de la Academia del Rey, Augustin Rousseau. Para el se?or Bertrand, cuya destreza con la espada se basaba ?nicamente en la pr?ctica y no en la teor?a, y que por lo tanto no era te?rico ni estudioso en ning?n sentido, aquella peque?a biblioteca no era m?s que parte del tradicional decorado de una academia de esgrima, poco menos que un detalle ornamental. Los libros en s? no ten?an para ?l ning?n valor. No hab?a sacado ning?n provecho de su lectura, ni siquiera lo hab?a intentado en serio. Por el contrario, Andr?-Louis estaba acostumbrado al estudio. Y su facultad de aprenderlo todo en los libros hizo que aquellas obras fueran de gran provecho, pues memorizaba sus preceptos, comparaba las reglas de un maestro con las de otro, y luego sacaba sus propias conclusiones cuando las pon?a en pr?ctica.