El guante arrojado a la Asamblea fue recogido por el Tercer Estado. Cuando el maestro de ceremonias fue a recordarle a Bailly, el presidente, que el rey hab?a ordenado que el Tercer Estado ten?a que irse de all?, ?ste le contest?: «A m? me parece que la Asamblea Nacional no puede recibir ?rdenes de nadie».
Y entonces un gran hombre, Mirabeau -grande en cuerpo y en esp?ritu-, despidi? al maestro de ceremonias con voz de trueno:
– Ya hemos o?do lo que otros le han sugerido al rey, y no os corresponde a vos, se?or, que aqu? no ten?is ni voz ni voto, recordarnos lo que dijo. Idos y decid a los que os han enviado que estamos aqu? por voluntad del pueblo, y que de aqu? s?lo nos sacar?n por la fuerza de las bayonetas.
Aquello s? fue recoger el guante. Y la historia cuenta que el se?or de Br?z?, el joven maestro de ceremonias, qued? tan perplejo ante ese rapapolvo, y ante la majestad de aquel hombre, y ante la de los mil doscientos diputados que lo miraban silenciosamente, que sali? de all? de espaldas, como si estuviera en presencia de la realeza.
Al enterarse de lo ocurrido, la multitud que estaba afuera march? furiosa hacia palacio. Seis mil hombres invadieron los patios, los jardines y las terrazas. La alegr?a de la reina se transform? en pavor. Era la primera vez que le suced?a algo as?, pero no ser?a la ?ltima, pues hizo o?dos sordos a esta primera advertencia. Despu?s recibir?a varios avisos como aqu?l, cada vez m?s terribles, pero carec?a de sabidur?a. Sin embargo, ahora, fue tanto su p?nico que le suplic? al rey que r?pidamente anulara todo lo que ella y sus amigos hab?an hecho, y que llamara de nuevo al mago Necker, que era el ?nico que pod?a salvar la situaci?n.
Afortunadamente, el banquero suizo a?n no se hab?a marchado. Y como estaba cerca, baj? al patio para apaciguar a la multitud:
– ?S?, s?, hijos m?os! Tranquilizaos. ?Me quedar?! ?Me quedar?!
Mientras se paseaba entre la muchedumbre, le besaban la mano, y llor? conmovido ante esa manifestaci?n de fe popular. De este modo, cubriendo con su reputaci?n de hombre honrado la brutal estupidez de la camarilla, obtuvo para ellos una tregua.
Eso ocurri? el 23 de junio. La noticia lleg? r?pidamente a Par?s. Andr?-Louis se pregunt? si eso significaba que la Asam blea Nacional hab?a ganado y que tendr?an lugar las reformas cada vez m?s necesarias. Ojal? fuera as?, pues en Par?s cada d?a hab?a m?s hambre, inquietud y desesperaci?n. Las colas crec?an ante las panader?as a medida que se incrementaba la escasez de pan, y las acusaciones de que se especulaba con el trigo cada vez eran m?s peligrosas, pues amenazaban con desencadenar graves disturbios.
Durante dos d?as no pas? nada. La reconciliaci?n no se confirm?, ni la real declaraci?n fue revocada. Parec?a como si la corte no pudiera cumplir su palabra. Entonces los electores de Par?s tomaron cartas en el asunto. Siguieron reunidos despu?s de las elecciones, y propusieron la formaci?n de una guardia c?vica, la organizaci?n de una Comuna electiva anual, y formular una petici?n para que el rey retirara las tropas acantonadas en Versalles y revocara el real decreto del d?a 23. Aquel mismo d?a los soldados de la Guardia francesa desertaron de los cuarteles para confraternizar con el pueblo en el Palais Royal y se negaron a obedecer cualquier orden contra la Asamblea Nacional. De resultas, once soldados fueron arrestados por su coronel, el se?or de Ch?telet.
Mientras tanto, la petici?n de los electores llegaba a manos del rey. Y adem?s, una minor?a de la nobleza, con el duque de Orleans a la cabeza, se un?a espont?neamente a la Asamblea Nacional para gran alegr?a de todos en Par?s.
El rey, prudentemente aconsejado por Necker, decidi? que se reuniesen los Estados Generales tal como lo ped?a la Asam blea Nacional. Hubo gran j?bilo en Versalles, y as?, aparentemente, se restableci? la paz entre los privilegiados y el pueblo. Si hubiera sido as? realmente, todo hubiera ido bien. Pero los arist?cratas no hab?an aprendido la lecci?n, ni la aprender?an hasta que fuese demasiado tarde. La reuni?n no fue m?s que otra burla, concebida por los contemporizadores nobles, quienes, como empezaba a ser obvio, estaban al acecho, aguardando el primer pretexto para emplear la fuerza, que era lo ?nico en lo que cre?an.
Y la oportunidad se present? en los primeros d?as de julio. El coronel de Ch?telet, hombre autoritario y altanero, propuso trasladar a los once soldados arrestados desde la c?rcel militar de la Abad?a a la inmunda prisi?n de Bic?tre, reservada para los delincuentes comunes de la peor cala?a. Cuando el pueblo lo supo decidi? oponer la violencia a la violencia. Unas cuatro mil personas entraron en la Abad?a y liberaron no s?lo a los once guardias, sino tambi?n al resto de los prisioneros, excepto a uno, que devolvieron a su celda, pues descubrieron que era un vulgar ladr?n.
Ahora s? hab?a tenido lugar una abierta rebeli?n, y los privilegiados sab?an c?mo tratar adecuadamente a los rebeldes. La garra de hierro de las tropas extranjeras estrangular?a al amotinado Par?s. Enseguida se tomaron medidas. El viejo mariscal de Broglie, veterano de la guerra de los Siete A?os, impregnado de desprecio por los civiles, consider? que cuando vieran los uniformes ser?a suficiente para restaurar la paz y el orden, y nombr? a Besenval como su segundo comandante. Los regimientos extranjeros se acantonaron en los alrededores de Par?s. Unos regimientos cuyos nombres ya eran una ofensa para el pueblo de Francia: el regimiento de Reisbach, el de Diesbach, el de Nassau, el Esterhazy y el Roehmer. A la Bastilla se mandaron refuerzos de soldados suizos y en sus almenas ya se ve?an el 13 de junio las amenazadoras bocas de los ca?ones.
El 10 de julio los electores de Par?s se dirigieron una vez m?s al rey pidi?ndole que retirara las tropas. ?Al otro d?a les contestaron que aquellas tropas serv?an al prop?sito de defender la libertad de la Asamblea! Y al siguiente d?a, que era domingo, el fil?ntropo doctor Guillotin -cuya filantr?pica m?quina de matar sin dolor tendr?a despu?s tanto trabajo- sali? de la Asamblea, de la que era miembro, para asegurar a los electores de Par?s que todo iba bien, a pesar de las apariencias, ya que Necker estaba m?s firme que nunca en su puesto. No sab?a que, en aquel mismo momento, el tantas veces despedido y tantas veces solicitado Necker, acababa de ser destituido otra vez por la hostil camarilla de la reina. Los privilegiados quer?an medidas tajantes, y las tendr?an, pero contra ellos mismos.
Al mismo tiempo, otro fil?ntropo, tambi?n doctor, un tal Jean Paul Mara, oriundo de Italia y m?s conocido por Marat -su nombre de adopci?n afrancesado-, como hombre de letras que era tambi?n, pues hab?a publicado en Inglaterra varios libros de sociolog?a, escrib?a-: «?Cuidado! Considerad cu?l ser?a el fatal desenlace de un movimiento sedicioso. Si tuvierais la desgracia de ceder a ese impulso, se os tratar?a como a un pueblo rebelde y la sangre correr?a a raudales».
Aquel domingo por la ma?ana, cuando la noticia de la nueva destituci?n de Necker se difundi? llevando consigo el desaliento y la rabia, Andr?-Louis estaba en los jardines del Palais Royal, en cuya plaza todo el mundo se daba cita, pues estaba llena de peque?as tiendas, teatros de t?teres, circos, caf?s, casas de juego y prost?bulos.
Andr?-Louis vio c?mo un joven delgado, con una cara marcada por la viruela donde lo ?nico que no era feo eran sus ojos, se sub?a a una mesa en la terraza del Caf? de Foy y, empu?ando la espada, gritaba: «?A las armas!». Y al hacerse el silencio que su grito impuso, el joven solt? un verdadero torrente de inflamada elocuencia, aunque por momentos tartamudeaba. Dijo a la gente que los regimientos alemanes del Champ de Mars entrar?an aquella noche en Par?s para hacer una carnicer?a con sus habitantes. «?Hagamos una escarapela!», grit? arrancando la hoja de un ?rbol que serv?a a su prop?sito: la escarapela verde de la esperanza.
El entusiasmo se adue?? de la multitud, compuesta por hombres y mujeres de todas las clases, desde vagabundos hasta nobles, desde rameras hasta se?oras encopetadas, y s?bitamente el ?rbol se qued? sin hojas, y la verde escarapela se vio en casi todos los sombreros.
– ?Estamos entre la espada y la pared! -continu? la voz incendiaria-. Estamos entre los alemanes del Champ de Mars y los suizos de la Bastilla. ?A las armas, ahora, a las armas!
La multitud herv?a excitada. De una cerer?a sacaron un busto de Necker y otro de ese comediante del duque de Orleans, uno de tantos oportunistas en ciernes dispuesto a pescar en el r?o revuelto de aquellos d?as turbulentos. El busto de Necker qued? cubierto de crespones.
Andr?-Louis sinti? miedo al ver todo esto. El panfleto de Marat le hab?a impresionado. Expresaba lo que ?l mismo hab?a dicho hac?a medio a?o ante el populacho de Rennes. Hab?a que parar a aquella multitud. Algo hab?a que hacer o aquel irresponsable incendiar?a la ciudad antes del anochecer. El joven, un abogado sin pleitos llamado Camille Desmoulins, que luego ser?a muy famoso, baj? de la mesa blandiendo la espada y gritando: «?A las armas! ?Seguidme!». Andr?-Louis avanz? para subirse a la mesa y tratar de contrarrestar el discurso incendiario de Desmoulins. Al abrirse paso a trav?s del gent?o, s?bitamente se top? con un hombre alto, elegantemente vestido, de cuyo bello rostro emanaba la m?s glacial firmeza y en cuyos ojos, profundamente sombreados, ard?a una furia reprimida.
As?, cara a cara, mir?ndose a los ojos, se quedaron un rato, mientras la multitud excitada pasaba por su lado. Entonces Andr?-Louis se ech? a re?r:
– Ese joven tambi?n tiene un peligroso don de elocuencia, se?or marqu?s -dijo-. Y para desgracia de algunos parece que en la Francia de hoy hay muchos como ?l. Cualquiera dir?a que brotan como hongos del suelo que vos y los vuestros hab?is regado con la sangre de los m?rtires de la libertad. Quiz? sea vuestra sangre la que muy pronto la riegue. La tierra est? seca y sedienta de ella.
– ?Maldito p?jaro de mal ag?ero! -contest? el marqu?s de La Tour d'Azyr-. La polic?a se ocupar? de ti. Le dir? al procurador general que est?s en Par?s.
– ?Por Dios, se?or! -grit? Andr?-Louis-. ?Es que nunca aprender?is? ?A qui?n se le ocurre hablar ahora de procuradores generales cuando Par?s est? a punto de arder? Delatadme ante esta gente, se?or marqu?s; hacedlo y en un instante me convertir?is en un h?roe. ?O prefer?s que sea yo quien os denuncie? S?, eso es lo mejor. Ya va siendo hora de que recib?is vuestro merecido. ?Eh, pueblo de Par?s! ?Escuchad! Voy a presentaros a…