Cuando el rey sali? de la Asamblea, una mujer se ech? a sus pies y, abraz?ndole las rodillas, resumi? con estas palabras la pregunta que toda Francia se hac?a:
– ?Oh, se?or! ?Sois realmente sincero? ?Est?is seguro de que no cambiar?is de opini?n?
Pero esa pregunta no se formul? cuando un par de d?as despu?s el rey fue sin escolta a Par?s a ultimar el arreglo de la paz, la capitulaci?n de los privilegiados. La corte estaba aterrorizada. ?Acaso no eran los «enemigos» aquellos amotinados parisienses? ?Era prudente dejar que el rey se metiera en la boca del lobo? Si el rey sent?a aquel miedo -y su pesimismo daba a entender que s?- pudo comprobar que era infundado. Aquellos doscientos mil hombres insuficientemente armados -sin uniforme y con la m?s extraordinaria mezcla de armas nunca vista- lo esperaban, pero para ser su guardia de honor.
El alcalde Bailly, en las barricadas, le recibi? con las llaves de la ciudad y le dijo:
– ?stas son las llaves que fueron presentadas a Enrique IV. ?l hab?a reconquistado a su pueblo. Ahora el pueblo ha reconquistado a su rey.
En el Hotel de Ville, el alcalde Bailly le ofreci? la nueva escarapela, el s?mbolo tricolor de la Francia constitucional, y cuando el monarca hubo dado su conformidad a la formaci?n de la Garde Bourgeoise y a los acuerdos de Bailly y Lafayette, parti? de nuevo hacia Versalles entre aclamaciones de «?Viva el rey!» de su pueblo leal.
Y por fin los privilegiados se sometieron ante las bocas de los ca?ones, esos ca?ones que evitaron un ba?o de sangre, sangre sobre todo azul. El clero y la nobleza se unieron a la Asamblea Nacional para colaborar en la creaci?n de una Constituci?n que regenerar?a a Francia. Pero esa reuni?n fue otra burla, igual que el Te Deum que cant? el arzobispo de Par?s por la ca?da de la Bastilla, que fue el m?s grotesco e incre?ble de todos aquellos acontecimientos. Lo que realmente sucedi? fue que en la Asamblea Nacional se infiltraron quinientos o seiscientos enemigos para estorbar e impedir sus deliberaciones.
Pero ?sta es una historia harto conocida cuyos detalles pueden leerse en otros libros. Aqu? s?lo aparecen los episodios registrados en los escritos de Andr?-Louis, expresados casi con sus mismas palabras y que reflejan la evoluci?n de sus convicciones. Ahora cre?a en todas las cosas en las que no cre?a cuando las predicaba.
Entretanto, junto con su prosperidad econ?mica, tambi?n disfrutaba de un cambio en su situaci?n respecto a la ley, y que era consecuencia de lo que ocurr?a a su alrededor. Ya no ten?a que esconderse. ?Qui?n iba a acusarlo ahora de sedicioso por sus discursos de Breta?a? ?Qu? tribunal iba a enviarle a la horca por haber dicho antes que nadie lo que ahora toda Francia dec?a? En cuanto a la otra posible acusaci?n, por el asesinato del miserable Binet, si realmente lo hab?a asesinado como ?l esperaba, ?qui?n podr?a arrestarlo si hab?a sido en defensa propia?
As? las cosas, un espl?ndido d?a de principios de agosto, Andr?-Louis no trabaj? en la academia, que ahora marchaba viento en popa gracias a sus ayudantes, alquil? un coche y parti? hacia Versalles, deteni?ndose en el Caf? de Amaury, que era donde se daban cita los bretones, semillero de donde surgi? aquella Sociedad de Amigos de la Constituci?n, m?s conocidos como jacobinos. Andr?-Louis buscaba a Le Chapelier, que hab?a sido uno de los fundadores del club y se hab?a convertido ahora en un hombre prominente. Era presidente de la Asamblea, y en aquella ?poca deliberaban precisamente sobre la Declaraci?n de los Derechos del Hombre.
La importancia de Le Chapelier se reflej? en lo servicial que se mostr? el camarero cuando Andr?-Louis pregunt? por ?l. El se?or Le Chapelier estaba arriba con unos amigos. El camarero se desviv?a por servir al caballero, pero tem?a interrumpir la reuni?n en la que el se?or diputado se encontraba.
Andr?-Louis le dio una moneda de plata para animarlo y se sent? a una mesa de m?rmol, junto a la ventana, para admirar la amplia plaza bordeada de ?rboles. All?, en aquella sala desierta a media tarde, fue a verle el insigne hombre. Hac?a un a?o que Andr?-Louis se le hab?a adelantado para la realizaci?n de una misi?n delicada, y ahora era el otro quien estaba en la cumbre, entre los grandes l?deres de la naci?n, mientras Andr?-Louis se manten?a abajo, en la sombra, confundido con la masa.
Este pensamiento rondaba la mente de ambos mientras examinaban la transformaci?n que unos meses hab?an operado en sus respectivas fisonom?as. Andr?-Louis observ? en Le Chapelier cierto refinamiento en el vestir y en la apostura. Estaba m?s delgado, ten?a el rostro m?s p?lido y miraba a su amigo con ojos cansados a trav?s de sus lentes con montura de oro. Por su parte, el diputado bret?n not? en Andr?-Louis cambios a?n m?s pronunciados. El manejo casi constante de la espada le hab?a dado a su amigo una gracia, una elasticidad de movimientos, un porte, y un no s? qu? de dignidad y de mando. Eso le hac?a parecer m?s alto y, aunque con sencillez, iba elegantemente vestido. Llevaba, como era de rigor, una peque?a espada con pu?o de plata, y sus cabellos negros, cuyos mechones Le Chapelier recordaba siempre ca?dos sobre su frente, estaban ahora lustrosos y bien peinados.
Sin embargo, en ambos las transformaciones eran s?lo superficiales, como enseguida advirtieron. Le Chapelier segu?a siendo el bret?n sincero y algo brusco de siempre. Al verlo, se qued? un rato sonriendo con una mezcla de sorpresa y alegr?a, y luego abri? los brazos. Los dos amigos se abrazaron, bajo la at?nita mirada del camarero, que desapareci? en el acto.
– ?Andr?-Louis, amigo m?o! ?C?mo es que te has dejado caer por aqu??
– Se suele caer de arriba. En cambio, yo vengo de abajo para contemplar de cerca a quien est? en las alturas.
– ?En las alturas! T? lo quisiste as?, pues muy bien podr?as estar ocupando ahora mi lugar.
– Las alturas me dan v?rtigo, y me parece que all? arriba la atm?sfera est? demasiado enrarecida. T? mismo no pareces muy a gusto, Isaac, te noto muy p?lido.
– La Asamblea celebr? sesi?n hasta altas horas de la noche. Por eso me ves tan p?lido. Esos condenados privilegiados multiplican nuestras dificultades. Evidentemente lo seguir?n haciendo hasta que decretemos su abolici?n.
Los dos amigos se sentaron frente a frente.
– ?Abolici?n! ?A tanto aspiras? No es que me sorprenda. Siempre fuiste un extremista.
– Es la ?nica forma de salvarles. Prefiero abolirlos oficialmente para salvarlos de otra abolici?n m?s peligrosa a manos de un pueblo que est? exasperado.
– Entiendo. Pero ?y el rey?
– El rey encarna a la naci?n. Junto con ella, lo liberaremos de la esclavitud del Privilegio. Nuestra Constituci?n lo conseguir?. ?Est?s de acuerdo?
– ?Y eso qu? importa? -exclam? Andr?-Louis encogi?ndose de hombros-. En pol?tica soy un so?ador, no un hombre de acci?n. En los ?ltimos tiempos he sido un moderado, m?s de lo que piensas. Pero ahora casi soy republicano. Lo he pensado detenidamente y he comprendido que este rey no es nada, un t?tere que baila al son que tocan.
– ?Este rey, dices? ?Y en qu? otro rey est?s pensando? ?No ser?s de los que sue?an con el duque de Orleans? Tiene una especie de partido, y numerosos seguidores gracias al odio popular hacia la reina, pues todos saben que ella le detesta. Algunos incluso quisieran hacerle Regente, otros van m?s lejos; Robespierre, por ejemplo.
– ?Qui?n? -pregunt? Andr?-Louis, quien nunca hab?a o?do aquel nombre.
– Robespierre, un rid?culo abogado que representa a Arras, un tipo t?mido y zafio, desarrapado, tonto y con voz nasal, que pronuncia arengas que nadie escucha; un ultra mon?rquico que los realistas y los orleanistas manejan a su antojo para sus propios fines. Es muy tenaz e insiste en ser escuchado. Puede que alg?n d?a lo escuchen. Pero ?de ah? a que ?l o los dem?s hagan algo de Orleans?… ?Bah!… Eso es algo que Orleans puede desear… pero que no conseguir?. La frase es de Mirabeau.
Cambi? de tema para preguntarle a Andr?-Louis por su vida.
– No me trataste como a un verdadero amigo cuando me escribiste -se quej?-. No me indicaste tu paradero ni, por tanto, la manera de ayudarte. Me ten?as muy preocupado, Andr?-Louis. Sin embargo, a juzgar por tu apariencia, creo que me preocup? en vano. Parece que gozas de prosperidad. ?C?mo lo has conseguido?
Andr?-Louis le cont? con toda sinceridad lo que le hab?a ocurrido.
– Lo que me has contado me deja pasmado -dijo el diputado-. De la toga al coturno, y del coturno a la espada. ?Cu?l ser? tu final?
– Probablemente la horca.
– ?Bah! Seamos serios. ?Por qu? no la toga de senador en la Francia senatorial? Podr?as serlo ahora si hubieras querido.
– Lo que yo dec?a, ?se es el camino seguro para llegar a la horca -dijo Andr?-Louis soltando una carcajada.
Le Chapelier hizo un gesto de impaciencia. ?Acaso cruz? por su cabeza esa frase cuando, cuatro a?os despu?s, iba en el carro de la muerte a la plaza de Gr?ve donde ten?an lugar las ejecuciones?
– Somos sesenta y seis diputados bretones en la Asamblea. Si hubiera una vacante, ?aceptar?as ser suplente? Una palabra m?a, unida al prestigio de tu nombre en Rennes y en Nantes, bastar?a.
Andr?-Louis volvi? a re?r.
– Cada vez que te veo tratas de meterme en pol?tica.
– Porque tienes dotes. Naciste para pol?tico.
– ?Ah, s?? Ya tuve bastante haciendo el papel de Scaramouche en el teatro para hacerlo ahora en la vida real. Dime, Isaac, ?qu? sabes de mi antiguo e ?ntimo enemigo, el se?or de La Tour d'Azyr?
– ?Mal rayo lo parta! Est? aqu?, en Versalles. Es uno de los quebraderos de cabeza de la Asamblea. Le quemaron su castillo. Desgraciadamente ?l no estaba all?. Pero ni siquiera las llamas han conseguido chamuscar su insolencia. Se imagina que cuando acabe esta filos?fica aberraci?n, volver? a haber siervos que le reconstruyan la mansi?n.
– ?Eso significa que ha habido disturbios tambi?n en Breta?a? -Andr?-Louis se puso s?bitamente serio y sus pensamientos volaron a Gavrillac.
– ?Claro, como en todas partes! ?No te das cuenta? La gente ha pasado mucha hambre en la comarca, y varios castillos han sido pasto de las llamas recientemente. Los campesinos copiaron el ejemplo de los parisienses, y vieron una Bastilla en cada castillo. Pero al igual que aqu?, ahora reina de nuevo la calma.
– ?Y de Gavrillac? ?Sabes algo?
– Creo que todo va bien. El se?or de Kercadiou no es el marqu?s de La Tour d'Azyr. Sus vasallos no le odian. No creo que lo ataquen. Pero ?no mantienes correspondencia con tu padrino?
– Actualmente, no. Y lo que me cuentas complica m?s mi relaci?n con ?l, pues debe considerarme como uno de los que encendieron la tea que ha reducido a cenizas tantos castillos de los de su clase. Trata de averiguar c?mo est?, y hazme llegar noticias suyas.