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Ella le mir? sorprendida.

– A veces pienso que no tienes coraz?n, Andr?.

– Probablemente se deba a que a veces soy inteligente. ?Y t?, Aline? Tu actitud en la cuesti?n del marqu?s de La Tour d'Azyr, ?acaso demuestra que tienes coraz?n? Si te dijera lo que en realidad demuestra, acabar?amos ri?endo como la ?ltima vez, y Dios sabe que no quiero enojarme contigo… As? que lo mejor ser? que cambiemos de tema.

– ?Qu? quieres decir?

– De momento, nada, puesto que no est?s en peligro de casarte con esa bestia.

– ?Y si lo estuviera?

– ?Ah! En ese caso, el cari?o que te tengo me har?a descubrir alg?n medio para impedirlo, a no ser que…

Y se call?.

– ?A no ser que qu?…? -pregunt? ella desafiante, irgui?ndose en su peque?a estatura, con mirada imperiosa.

– ?A no ser que tambi?n pudieras decirme que le amas! -dijo ?l sencillamente y con entera serenidad. Y luego a?adi?, sacudiendo la cabeza-: Pero eso, por supuesto, es imposible.

– ?Por qu?? -pregunt? ella ahora en un tono m?s amable.

– Porque s? c?mo eres, Aline. Y s? que eres buena, pura y adorable. Y los ?ngeles no se llevan bien con los demonios. Podr?as llegar a ser su esposa, pero nunca su compa?era. Nunca.

Hab?an llegado a la verja que cerraba el final del camino. A trav?s de la puerta de hierro, vieron el coche amarillo en que hab?a llegado Andr?-Louis. Muy cerca se o?a el chirriar de otras ruedas, el ruido de otros cascos, y apareci? otro veh?culo que se detuvo ante el sencillo coche de alquiler. Era un magn?fico carruaje con portezuelas de caoba blasonadas con escudos nobiliarios cuyos dorados y azules rutilaban a la luz del sol. Un lacayo se ape? para abrir la portezuela. La dama que viajaba en el coche, al ver a Aline, la salud? con un gesto afectuoso y dio una orden al lacayo.

CAP?TULO VI La se?ora de Plougastel

Tras abrir la portezuela, el lacayo baj? la escalerilla y extendi? un brazo para ayudar a apearse a su se?ora. La dama era una mujer de algo m?s de cuarenta a?os, que debi? de haber sido muy bella y que a?n resultaba de buen ver gracias a ese refinamiento que con la edad aumenta en algunas mujeres. Tanto su vestido como su coche denotaban una elevada alcurnia. -Me despido, pues veo que tienes visita -dijo Andr?-Louis.

– ?Pero si es una antigua conocida tuya! ?No te acuerdas de la condesa de Plougastel?

?l mir? a la se?ora que se acercaba y hacia la cual ya corr?a Aline. Hubiera debido reconocerla al momento, aunque hac?a diecis?is a?os que no la ve?a. Ahora acud?a a su recuerdo la preciosa imagen, un tesoro de su memoria que nunca debi? permitir que ulteriores sucesos borraran.

Cuando ?l ten?a diez a?os, poco antes de que lo enviaran a la escuela de Rennes, aquella dama hab?a visitado al se?or de Kercadiou, que era su primo. Fue cuando ?l viv?a en la casa de Rabouillet, y all? le presentaron a la se?ora de Plougastel. La gran dama, en todo el esplendor de su belleza, con su voz tan dulce y con aquella manera de hablar tan refinada -tan culta que parec?a hablar una lengua desconocida en Breta?a-, desplegando esa majestuosidad del gran mundo, al principio asust? un poco al ni?o que entonces ?l era. Pero pronto ella disip? gentilmente aquellos temores y, con cierto misterioso encanto, se gan? la admiraci?n del chiquillo. Ahora Andr?-Louis recordaba el terror que le sobrecogi? cuando le ordenaron que la abrazara y c?mo despu?s se separ? a rega?adientes de aquellos brazos suaves y bien contorneados. Recordaba tambi?n que ella ol?a como a perfume de lilas, pues nada es m?s tenaz que la reminiscencia olfativa.

Durante los tres d?as que la dama permaneci? en Gavrillac, ?l fue diariamente a su casa, y pas? varias horas en su compa??a. Como ella no ten?a hijos y su instinto maternal era muy fuerte, pronto se encari?? con aquel ni?o de ojos precozmente inteligentes.

– D?melo, primo Quintin -record? que ella le dijo el ?ltimo d?a a su padrino-. D?jame llevarlo a Versalles como hijo adoptivo.

Pero el se?or de Kercadiou dijo que no con la cabeza, muy serio y en silencio, y no se habl? m?s del asunto. Y entonces, cuando se despidi? de ?l -s?lo ahora lo recordaba- la dama ten?a l?grimas en los ojos.

– Piensa en m? alguna vez, Andr?-Louis -fueron sus ?ltimas palabras.

Ahora tambi?n evocaba cu?nto le hab?a halagado ganarse en tan poco tiempo el afecto de la gran dama. Esta sensaci?n de regocijo le dur? varios meses, hasta que finalmente cay? en el olvido.

Pero ahora, al cabo de diecis?is a?os, lo recordaba todo n?tidamente. ?C?mo no reconoci? enseguida a aquella joven de entonces transformada en una dama madura, mundana, con ese aire digno y sosegado de los que se saben due?os de s? mismos? Andr?-Louis no dejaba de reproch?rselo en silencio.

Aline la abraz? cari?osamente, y luego, contestando a la interrogadora mirada que la dama dirigi? a su acompa?ante, le explic?:

– Es Andr?-Louis. ?No os acord?is de ?l, se?ora?

La dama se qued? en vilo, casi sin aliento. Y entonces aquella voz que Andr?-Louis recordaba tan musical, ahora m?s profunda, repiti? su nombre:

– ?Andr?-Louis!

Por el tono de su voz, Andr?-Louis intuy? que tal vez su nombre despertaba en la condesa recuerdos asociados con la juventud perdida. La dama se detuvo a observarlo durante largo rato con los ojos muy abiertos, mientras ?l se inclinaba ante ella.

– Por supuesto que me acuerdo de ?l -dijo acerc?ndose y tendi?ndole la mano que ?l bes? sumisa e instintivamente-. ?C?mo ha podido crecer tanto? -se asombr? contempl?ndole atentamente. -Y Andr?-Louis se sonroj? al o?r la satisfacci?n que delataba la voz de la se?ora. Ahora le parec?a que s?bitamente remontaba aquellos diecis?is a?os transcurridos, para volver a ser el chiquillo bret?n de entonces. La dama se volvi? a Aline-: Supongo que el se?or de Kercadiou estar? encantado de haberle vuelto a ver, ?verdad?

– Tan encantado, se?ora, que enseguida me ha puesto de patitas en la calle -dijo Andr?-Louis.

– ?Ah! -exclam? la dama frunciendo las cejas y sin dejar de mirarlo con sus ojos negros-. Tenemos que arreglar eso, Aline. Debe de estar muy enfadado con vos. Pero ?sos no son modos. Yo defender? vuestra causa, Andr?-Louis. Soy una buena abogada.

?l le dio las gracias y se despidi?:

– Muy agradecido, dejo mi causa en vuestras manos. Y os presento mis respetos, se?ora.

Y as?, a pesar de la mala acogida de su padrino, Andr?-Louis tarareaba una canci?n mientras el coche amarillo lo llevaba de vuelta a su casa en Par?s. Aquel encuentro con la se?ora de Plougastel le hab?a animado, y su promesa de defender su causa junto con Aline le daba la seguridad de que todo acabar?a bien.

Esa confianza se confirm? cuando el siguiente jueves, a mediod?a, el se?or de Kercadiou apareci? en la academia de esgrima. Gilles, el paje, le anunci? la visita, y Andr?-Louis, interrumpiendo enseguida la lecci?n que estaba impartiendo, se quit? la careta y ech? a correr -con su chaleco de gamuza abotonado hasta el cuello y el florete bajo el brazo- hasta el modesto sal?n de la planta baja donde le esperaba su padrino. El se?or de Gavrillac se levant? para recibirle como si estuviera ret?ndolo.

– Me han convencido de que debo perdonarte -anunci? hura?o, como dando a entender que hab?a aceptado s?lo para que no le importunaran m?s.

Andr?-Louis no se dej? enga?ar. Sab?a que no era m?s que una pose adoptada por su padrino para quedar en posici?n airosa.

– Benditas sean las personas que os convencieron. Soy tan feliz que me vuelve el alma al cuerpo, padrino.

Tom? la mano que el se?or de Gavrillac le ofrec?a, y la bes?, cediendo al impulso de la costumbre de sus d?as infantiles. Era un acto de total sumisi?n, que restablec?a entre ellos el lazo de protegido y protector, con todos los mutuos deberes y derechos que eso implicaba. M?s que las palabras, aquel gesto simbolizaba la paz con aquel hombre que tanto lo quer?a. El rostro del se?or de Kercadiou se puso m?s rojizo que de costumbre. Sus labios temblaron cuando, con la voz ronca de emoci?n, murmur?:

– ?Hijo querido! -y entonces se anim?, irguiendo su gran cabeza y frunciendo el ce?o. Su voz se hab?a aclarado-. Supongo que admitir?s que te has portado terriblemente… terriblemente… e ingratamente.

– Eso depende del punto de vista, ?no? -dijo Andr?-Louis con su tono de voz m?s amable y conciliador.

– Depende de los hechos y no de los puntos de vista. Y ya que me han convencido para que olvide lo pasado, conf?o en que, de hoy en adelante, tendr?s intenci?n de enmendarte.

– Tengo la intenci?n de… de no participar en cuestiones pol?ticas -asinti? Andr?-Louis, pues esto era lo m?s que pod?a decir sin faltar a la verdad.

– Algo es algo.

El padrino cedi? al ver que por lo menos hac?a una concesi?n a su justo resentimiento.

– ?No quer?is sentaros, padrino?

– No, no. Vengo a buscarte para que me acompa?es a hacer una visita. Mi perd?n se lo debes a la se?ora de Plougastel. Quiero que vengas conmigo a darle las gracias.

– Es que tengo aqu? compromisos… -empez? a decir Andr?-Louis, pero cambi? de idea-: ?No importa! Arreglar? el asunto. Es s?lo un momento…

Y cuando se dispon?a a volver a la academia, su padrino se fij? en el florete que llevaba bajo el brazo y le pregunt?:

– ?Qu? compromisos? ?Por casualidad eres profesor de esgrima?

– Profesor y due?o de esta academia, que era del difunto Bertrand des Amis, la m?s floreciente que hay actualmente en todo Par?s.

Su padrino qued? estupefacto.

– ?Eres due?o de todo esto?

– S?, hered? la academia cuando muri? Bertrand des Amis.

Dejando que su padrino siguiera pensando en aquella novedad, Andr?-Louis subi? a arreglar el asunto con sus ayudantes y a vestirse.

– ?De modo que por eso ahora ci?es espada? -dijo el se?or de Kercadiou m?s tarde, cuando sub?a al coche con su ahijado.

– Por eso, y porque en los tiempos que corren todos tenemos que ir armados.

– ?Y c?mo se explica que un hombre que vive de una profesi?n honrada, vinculada sobre todo a la nobleza, pueda al mismo tiempo mezclarse con esos picapleitos, fil?sofos y panfletistas, que esparcen por doquier la difamaci?n y la rebeld?a?

– Olvid?is que tambi?n soy picapleitos, y que lo soy por deseo vuestro, caballero.

El se?or de Kercadiou refunfu??, tom? un poco de rap?, y le pregunt?:

– ?Dices que la academia es floreciente?