– As? es. He tenido que tomar dos ayudantes. Y ya necesito un tercero. Tenemos mucho trabajo.
– Eso significa que est?s en una posici?n holgada.
– No me puedo quejar. Gano m?s de lo que necesito.
– Entonces podr?s contribuir a pagar la Deuda Nacional -gru?? el noble, contento de que el mal que Andr?-Louis hab?a fomentado recayera sobre ?l mismo.
Y entonces la conversaci?n se desvi? hacia la se?ora de Plougastel. Aunque no adivinaba la raz?n, Andr?-Louis pudo darse cuenta de que al se?or de Kercadiou no le gustaba hacer aquella visita. Pero la se?ora condesa era una mujer muy testaruda a la que no se pod?a negar nada, y a la que todo el mundo obedec?a. El se?or de Plougastel estaba ausente, en Alemania, pero regresar?a pronto. Era una indiscreci?n de su padrino, pues esa informaci?n permit?a inferir f?cilmente que el se?or de Plougastel era uno de los intrigantes emisarios que iban y ven?an entre la reina de Francia y su hermano, el emperador de Austria.
El carruaje se detuvo ante una hermosa residencia del Faubourg St. Denis que hac?a esquina con la rue Paradis. Un sirviente condujo a los visitantes a un sal?n donde relumbraban los dorados y los brocados, con vista a una terraza que daba a un jard?n que era m?s bien un parque en miniatura. All? les esperaba la condesa. Se levant?, despidi? a una joven que sol?a leerle, y avanzando con las manos tendidas fue a saludar a su primo Kercadiou.
– Casi tem?a que no cumplir?ais vuestra palabra -dijo-. Pero fui injusta, pues veo que hab?is logrado traerle -y su mirada risue?a le dio la bienvenida a Andr?-Louis.
El joven respondi? con una galanter?a:
– Vuestro recuerdo, se?ora, est? tan grabado en mi coraz?n que no era preciso convencerme para que viniera.
– ?Ah, pero si es todo un perfecto cortesano! -exclam? la condesa, tendi?ndole la mano-. Tenemos que hablar un poco, Andr?-Louis -a?adi? con una gravedad que le inquiet? vagamente.
Se sentaron y durante un rato la conversaci?n gir? en torno a temas generales, como el trabajo que desempe?aba Andr?-Louis y otras cosas por el estilo. Mientras tanto, ella no dejaba de examinarlo atentamente con ojos ?vidos, hasta que Andr?-Louis se sinti? de nuevo asaltado por la inquietud. Intuitivamente supo que aqu?lla no era una simple visita de cortes?a, que le hab?an llevado all? por algo mucho menos sencillo.
Al fin, como si estuviera planeado de antemano, el se?or de Gavrillac, que era la persona menos indicada para cubrir las apariencias, se levant? y con el pretexto de ir a ver el jard?n sali? a la terraza, sobre cuya balaustrada de m?rmol se derramaban los geranios. Despu?s desapareci? entre el follaje.
– Ahora podemos hablar con m?s intimidad -dijo la condesa-. Sentaos aqu?, a mi lado -dijo mostr?ndole la mitad desocupada del sof?. Aunque no las ten?a todas consigo, Andr?-Louis obedeci?.
– Como sab?is -dijo gentilmente, colocando una mano sobre el brazo de su invitado-, os hab?is portado mal y el resentimiento de vuestro padrino era fundado.
– Si yo supiera eso, se?ora, ser?a el m?s desgraciado, el m?s angustiado de los hombres.
Y a continuaci?n argument? lo mismo que el domingo anterior en casa de su padrino.
– Lo que hice se debi? a que era el ?nico medio que ten?a a mano, en un pa?s donde la justicia estaba atada de pies y de manos por los privilegiados, para declararle la guerra al canalla que asesin? a mi mejor amigo. Fue un asesinato brutal e injustificado, que ning?n juez quiso castigar. Y por si fuera poco, y perdonadme si os hablo con entera franqueza, ese mismo asesino sedujo despu?s a la mujer con la que pensaba casarme.
– ?Oh, Dios m?o! -exclam? ella.
– Perdonadme. S? que es horrible. Pero as? comprender?is tal vez lo que sufr?, y c?mo me vi obligado a hacer lo que hice. El ?ltimo asunto del que me culpan, el mot?n en el Teatro Feydau, que despu?s se extendi? a toda la ciudad, lo provoqu? por esa raz?n.
– ?Y qui?n era ella?
Como todas las mujeres, pens? Andr?-Louis, la condesa s?lo se fijaba en lo que no era esencial.
– ?Oh! Era una actriz, una pobre ignorante que ahora no lamento haber perdido. Binet era su apellido. En aquel entonces, yo tambi?n actuaba en la compa??a de la legua de su padre. Porque despu?s del asunto de Rennes, tuve que ocultarme detr?s de una m?scara, ya que la justicia imperante en Francia me persegu?a para llevarme a la horca.
– ?Pobre muchacho! -dijo ella tiernamente-. S?lo el coraz?n de una mujer puede comprender lo que hab?is sufrido. Por eso es m?s f?cil perdonaros. Pero ahora…
– Ah, pero veo que no me comprend?is del todo, se?ora. Si yo creyera que s?lo fueron motivos personales los que me hicieron participar en la santa causa de la abolici?n de los privilegios, me suicidar?a. Mi verdadera justificaci?n radica en la falta de sinceridad de aquellos que quisieron convertir la Asam blea General en un fraude para enga?ar a la naci?n.
– ?Y no es prudente la insinceridad en esos asuntos?
?l la mir? asombrado.
– ?Acaso puede ser prudente la hipocres?a?
– ?Oh, s?! Puede serlo. Creedme, tengo m?s a?os y experiencia que vos.
– Yo dir?a, se?ora, que no puede ser prudente nada que complique la existencia, y nada la complica tanto como la falta de sinceridad.
– Pero seguramente, Andr?-Louis, no estar?is tan pervertido como para no ver que todos los pa?ses necesitan una clase gobernante.
– Por supuesto. Pero no necesariamente por derecho hereditario.
– ?Y de qu? otra forma ser?a posible?
– El hombre -sentenci? epigram?ticamente Andr?-Louis-es hijo de sus propias obras. Esa herencia es mucho m?s importante que la prosapia. Un pa?s donde esa herencia predomine ser? muy superior.
– Pero… entonces ?no le otorg?is ninguna importancia a la cuna donde se nace?
– Ninguna, se?ora. De otro modo, tendr?a que avergonzarme de la m?a.
La dama se ruboriz?, y Andr?-Louis crey? haberla ofendido con su indelicadeza. Pero, en lugar del reproche que esperaba, ella le pregunt?:
– ?Y no os averg?enza? ?Nunca, Andr??
– Nunca, se?ora. Estoy contento.
– ?No hab?is echado nunca en falta el cuidado de vuestros padres?
?l se ech? a re?r, sin tomar en serio aquella caritativa pregunta que juzg? tan superflua.
– Al contrario, se?ora. Tiemblo al pensar lo que hubieran podido hacer de m?, y estoy muy orgulloso de haberme hecho a m? mismo.
Ella le mir? un momento con tristeza, y luego sonri? moviendo graciosamente la cabeza.
– Desde luego, orgullo no os falta. Sin embargo, deber?ais ver las cosas desde otro ?ngulo. ?ste es un momento de grandes oportunidades para un joven con talento y energ?a. Yo puedo ayudaros. Quiz? podr?a ayudaros a llegar muy lejos si me permitierais hacerlo a mi manera.
S?, pens? Andr?-Louis, le ayudar?a envi?ndole tambi?n a Austria con mensajes traidores de la reina, como al se?or de Plougastel. Eso sin duda le llevar?a muy lejos. Pero contest? diplom?ticamente:
– Os lo agradezco, se?ora. Pero comprender?is que no puedo servir a ninguna causa que se oponga a mis ideales.
– Os dej?is llevar por prejuicios, Andr?-Louis; por agravios personales. ?Vais a permitir que se interpongan en vuestro camino?
– Si lo que yo llamo ideales son realmente prejuicios, ?ser?a honesto oponerme a ellos aun cuando son lo que pienso?
– ?Y si yo pudiera convenceros de que est?is equivocado? Yo podr?a encontraros un empleo digno de vuestro talento. En el servicio del rey prosperar?ais r?pidamente. ?Quer?is pensarlo detenidamente y volvemos a hablar del tema en otra ocasi?n?
Pero Andr?-Louis contest? con fr?a cortes?a:
– Me temo que es in?til, se?ora. Me halaga vuestro inter?s y os lo agradezco. Pero es una desgracia que yo sea tan cabeciduro.
– ?Y ahora, qui?n es el que peca de hip?crita? -pregunt? ella.
– Ah, se?ora, como ver?is, es la falta de sinceridad la que nos lleva a conclusiones err?neas.
Y entonces apareci? el se?or de Kercadiou, un poco nervioso, diciendo que ten?a que regresar a Meudon, y que se llevar?a a su ahijado para dejarlo en su casa.
– Quiero que veng?is otra vez, Quint?n -dijo la condesa al despedirse de los dos.
– Volveremos cualquier d?a de ?stos -contest? vagamente el se?or de Gavrillac mientras empujaba a su ahijado para que entrara en el carruaje. Una vez dentro del veh?culo, le pregunt? de qu? hab?a hablado con la condesa.
– Es muy amable, y muy cari?osa -dijo Andr?-Louis pensativo.
– ?Maldita sea! No te he preguntado tu opini?n sobre ella, sino qu? te ha dicho…
– Trat? de sacarme de mi err?neo camino. Habl? de las grandes cosas que yo podr?a hacer, brind?ndome su generosa ayuda, si es que me decid?a a sentar la cabeza. Pero como no existen los milagros, no le di muchas esperanzas.
– Ya veo. ?Te dijo algo m?s?
La pregunta era tan apremiante, que Andr?-Louis se volvi? para mirarle.
– ?Qu? m?s esperabais que me dijera, padrino?
– ?Oh, nada!
– Entonces, ?la visita ha resultado tan buena como esperabais?
– ?Eh? ?Diablos! ?Por qu? no hablas claro, de modo que cualquiera te entienda sin tener que pensar tanto?
Durante el resto del trayecto hasta la rue du Hasard, el se?or de Kercadiou permaneci? cabizbajo y pensativo. O al menos eso le pareci? a Andr?-Louis. Al final, su silenciosa meditaci?n se torn? pesimista, a juzgar por su expresi?n.
– No dejes de venir a vernos a Meudon -le dijo a Andr?-Louis al despedirse-. Pero, por favor, a partir de ahora, si quieres conservar mi amistad, no debes meterte en pol?tica revolucionaria.
CAP?TULO VII Los pol?ticos
Una ma?ana de agosto Le Chapelier lleg? a la academia de esgrima acompa?ado por un hombre cuya herc?lea estatura y desagradable rostro le resultaron familiares a Andr?-Louis. Tendr?a unos treinta a?os, y unos ojos muy peque?os hundidos en una cara enorme.
Sus p?mulos eran prominentes, su nariz estaba torcida como si le hubieran dado un pu?etazo, y su boca casi no ten?a forma debido a una cicatriz, pues un toro le hab?a corneado la cara cuando era ni?o.
Y por si fuera poco, para hacer m?s horrible su apariencia, las mejillas estaban marcadas por la viruela. Vest?a chabacanamente una casaca escarlata que casi le llegaba a los tobillos y calzaba unas botas salpicadas de barro.
Su camisa, algo empercudida, estaba desabrochada en el pecho, donde ca?a una tirilla siempre deshecha, lo cual permit?a ver un cuello tan musculoso como sus hombros. En su mano izquierda balanceaba sin cesar un bast?n, que era casi una cachiporra, y en el sombrero c?nico llevaba una escarapela. Ergu?a la cabeza, como en constante desaf?o, y su aire era truculento, imponente.