– ?Me extra?a tanta condescendencia en ?l! -exclam? Andr?-Louis, y a?adi?-: Timeo Danaos et dona ferentes.
– ?Por qu? lo dices? -pregunt? Philippe.
– Entremos y lo sabremos… a no ser que mi presencia sea un estorbo.
Los j?venes entraron en una habitaci?n que siempre estaba reservada para el marqu?s. Un fuego de le?a ard?a al fondo de la estancia, y all? estaban sentados el se?or de La Tour d'Azyr y su primo, el caballero de Chabrillanne. Al entrar Vilmorin, ambos se levantaron. Andr?-Louis permaneci? en la puerta.
– Os estoy muy agradecido por vuestra cortes?a, se?or de Vilmorin -dijo el marqu?s en tono tan desde?oso que desment?a la educaci?n de sus palabras-. Sentaos, os lo ruego. ?Ah! ?El se?or Moreau nos acompa?a? -pregunt? con frialdad.
– Si no ten?is inconveniente, se?or marqu?s…
– ?Por qu? habr?a de tenerlo? Sentaos, Moreau.
Hablaba despectivamente, mirando a Andr? por encima del hombro, como a un lacayo.
– Sois muy amable -dijo Philippe- al darme la oportunidad de explicaros el asunto que tan inoportunamente me llev? a Gavrillac.
El marqu?s se arrellan? c?modamente cruzando las piernas, y tendi? una de sus finas manos hacia las llamas, para calentarse. Sin molestarse siquiera en volverse hacia el joven que estaba detr?s de ?l, replic?:
– Dejemos a un lado lo amable de mi concesi?n -dijo en tono sombr?o y Chabrillanne se ri?. Andr?-Louis consider? la facilidad con que re?a el primo del marqu?s y casi, casi, le envidi? tal capacidad.
– De todos modos os estoy agradecido -insisti? Philippe-por condescender a o?rme abogar por la causa de esa pobre gente.
El marqu?s abri? desmesuradamente los ojos.
– ?Qu? causa? -exclam? mir?ndole por encima del hombro.
– ?C?mo que qu? causa? Me refiero a la causa de la viuda y los hu?rfanos del infortunado Mabey.
El marqu?s dej? vagar la mirada de Vilmorin a su primo, quien de nuevo se ech? a re?r, d?ndose esta vez una palmada en la rodilla.
– Me parece -dijo lentamente el marqu?s- que ha habido un malentendido. Yo os ped? que vinierais aqu? porque el castillo de Gavrillac no era el sitio m?s adecuado para tener una discusi?n, y porque vacil? en haceros recorrer el largo camino que hay hasta mi castillo. Pero a m? solamente me interesan ciertas frases pronunciadas por vos en el castillo de Gavrillac. Es a causa de esas frases por lo que est?is aqu? y por lo que quiero o?r vuestras explicaciones… si quer?is honrarme con ellas.
Andr?-Louis empez? a notar algo siniestro en el aire. Su intuici?n era m?s r?pida que la de Vilmorin, quien ?nicamente se sent?a un poco sorprendido.
– No comprendo, caballero -dijo el joven seminarista-. ?A qu? frases os refer?s?
– Parece, se?or m?o, que debo refrescaros la memoria -dijo el marqu?s lade?ndose en su c?modo asiento de modo que, al fin, qued? frente a Philippe de Vilmorin-. Os referisteis, muy elocuentemente a pesar de estar completamente errado, a la «infamia» del hecho de sumaria justicia realizado por un criado m?o sobre ese tal Mabey, o como se llame ese ladr?n. «Infamia» fue precisamente la palabra empleada por vos. Y no os retractasteis de ella ni siquiera cuando tuve el honor de informaros que mi guardabosque actu? as? cumpliendo una orden m?a.
– Si fue un acto infame -dijo Vilmorin-, eso es algo que no puede cambiarlo la alcurnia de la persona responsable. Lejos de ser un atenuante, la altura de esa alcurnia es un agravante.
– ?Ah! -dijo el marqu?s sacando una tabaquera de oro de su bolsillo-. Un acto infame, dec?s… ?He de entender que ya no est?is tan convencido de esa «infamia» como, al parecer, lo estabais antes?
Philippe de Vilmorin estaba perplejo. No acababa de comprender adonde pretend?a ir a parar con todo aquello.
– Se me ocurre pensar, se?or marqu?s, en vista de vuestro deseo de asumir tal responsabilidad, que tal vez est?is convencido de tener alguna justificaci?n que escapa a mi entendimiento.
– As? est? mejor, mucho mejor.
El marqu?s tom? un poco de rap? y luego sacudi? el polvo que hab?a ca?do sobre el encaje de su chorrera. Entonces prosigui?:
– Me alegra que por fin comprend?is que, no siendo vos propietario, no ten?ais clara idea del caso y pod?ais haberos lanzado a una conclusi?n precipitada e injustificable. Que esto sea un aviso para vos, de ahora en adelante. Cuando os diga que desde hace meses me vienen molestando con parecidos saqueos, comprender?is tal vez que era necesario imponer un correctivo lo bastante en?rgico para acabar con ellos. Ahora que esa gentuza sabe el riesgo que corre, creo que al fin mis cotos de caza quedar?n protegidos. Y a?n hay algo m?s, se?or de Vilmorin. No me enoja tanto el robo en s? como el desprecio hacia mi absoluto e inviolable derecho. Hay, se?or m?o, como no habr?is dejado de observar, un diab?lico esp?ritu de rebeld?a en el ambiente, y s?lo existe un modo de hacerle frente. La tolerancia, incluso la m?s leve, la indulgencia m?s insignificante que practiquemos hoy, nos obligar? ma?ana a tener que tomar medidas m?s duras. Estoy seguro de que me comprend?is y de que tambi?n apreciar?is mi condescendencia al explicaros cosas que en modo alguno tengo que explicarle a nadie. Si algo de lo que acabo de decir no os parece suficientemente claro, os ruego acud?is a las leyes de caza, de las que vuestro amigo el abogado puede daros una idea.
Y dicho esto, el caballero se volvi? de nuevo hacia el fuego. Era como si hubiera dado por terminada la entrevista. Y, sin embargo, el perplejo y vagamente inquieto Andr?-Louis no ten?a la misma impresi?n. El joven abogado pensaba que aquella disertaci?n era tan extra?a como sospechosa. Sospechaba que el arist?crata fing?a dar explicaciones con palabras corteses mientras que, en realidad, no hac?a sino estimular y aguijonear con su tono calculadamente insolente la impaciencia de un hombre con las ideas de Philippe de Vilmorin. Y esto fue precisamente lo que sucedi?.
Philippe se puso en pie.
– ?Pero es que no hay en el mundo otras leyes que las de caza? -pregunt? en?rgicamente-. ?No hab?is o?do hablar jam?s de las leyes que no est?n escritas, las leyes de la humanidad?
El marqu?s suspir? fastidiado de tener que continuar la conversaci?n:
– ?Y qu? tengo yo que ver con las leyes de la humanidad? -dijo extra?ado.
Vilmorin le mir? un instante sin saber, en medio de su estupor, c?mo contestarle.
– Nada, se?or marqu?s; lo veo claramente. Pero ojal? no teng?is que recordarlo cuando os ve?is precisado de apelar a esas leyes de las que ahora os burl?is.
El se?or de La Tour d'Azyr ech? atr?s la cabeza con gesto altanero.
– ?Qu? significan esas palabras? No es la primera vez que hoy os expres?is en t?rminos ambiguos que acaso pudieran contener una velada amenaza.
– No es una amenaza, se?or marqu?s, es… una advertencia. Una advertencia de que actos como este que se ha cometido contra un ser humano, una criatura de Dios… ?Oh, pod?is burlaros, se?or, pero esas gentes tambi?n son criaturas de Dios, ni m?s ni menos como vos y como yo… aunque esa idea pueda herir vuestro orgullo! A los ojos de Aquel que todo lo ve…
– Por favor, no me ech?is ahora un serm?n, futuro se?or abate.
– Os burl?is, se?or marqu?s. Os re?s. ?Os reir?is acaso cuando Dios os pida cuenta de la sangre y del saqueo que manchan vuestras manos?
– ?Se?or! -grit? el caballero de Chabrillanne haciendo restallar esa palabra como un l?tigo y poni?ndose en pie de un salto. Pero el marqu?s lo contuvo.
– Sentaos, caballero. Hab?is interrumpido al se?or abate y me gustar?a seguir oy?ndole. Me interesan mucho sus raras teor?as.
Un poco apartado de los dem?s, Andr? tambi?n se hab?a puesto en pie, realmente alarmado ante la expresi?n que ley? en el hermoso rostro del se?or de La Tour d'Azyr. Entonces se acerc? a la chimenea y tom? del brazo a su amigo:
– Ser? mejor que nos vayamos -le dijo.
Pero Philippe de Vilmorin, dando rienda suelta a la pasi?n largo tiempo reprimida, se precipit? sin reflexionar:
– ?Oh, se?or! -dijo-, pensad en lo que sois y lo que ser?is. Deteneos a pensar c?mo vos y los vuestros viv?s exclusivamente de abusos que, a la larga, s?lo pueden acarrear otros abusos.
– ?Revolucionario! -espet? el marqu?s con desprecio-. ?Ten?is el descaro de presentaros ante m? para soltarme esa f?tida jerga de los que ahora os hac?is llamar intelectuales?
– ?Jerga? ?Lo pens?is as? de veras? ?Os parece una jerga recordarle al se?or feudal c?mo oprime en su provecho todo lo que encuentra a su paso? ?No ejerce sus derechos sobre las aguas del r?o, sobre el fuego devorador, sobre el pan, la hierba o la cebada del pobre, en fin, sobre el viento que hace girar las aspas del molino? La verdad de mi jerga os dice que el pobre campesino no puede dar un paso en el sendero, cruzar un puente sobre el r?o ni comprar una vara de tela sin tropezarse con la rapacidad feudal y sin que lo carguen con impuestos feudales. ?No os parece ya bastante, se?or marqu?s? ?Debe exigirse tambi?n la m?sera vida de cada uno en pago del menor delito contra vuestros sacrosantos privilegios, sin que os importe que queden viudas y hu?rfanos desvalidos? ?No est?is contentos si vuestra sombra no sobrevuela el pa?s como una maldici?n? ?Acaso vuestro orgullo os hace creer que Francia, este paciente Job de las naciones, ha de sufrir eternamente?
Philippe se detuvo como aguardando una respuesta. Pero no hubo r?plica. El marqu?s le contemplaba extra?amente, con ojos siniestros y sonriendo a medias, desde?osamente.
– Vamonos, Philippe -dijo Andr?-Louis tirando de la manga de su amigo.
Pero el joven seminarista se libr? de su mano, y sigui? hablando exaltado:
– ?No veis c?mo se amontonan las nubes anunciando tormenta? ?Imagin?is quiz? que la Asamblea Nacional convocada por Necker y prometida para el a?o que viene s?lo os dar? nuevos medios para contribuir a la bancarrota del Estado? Os enga??is. En esa reuni?n, el Tercer Estado, al que tanto despreci?is, ser? la fuerza preponderante y hallar? la forma de poner fin a la llaga gangrenosa de los privilegios que devora a nuestro desgraciado pa?s.
El marqu?s se movi? en su sill?n y al fin contest?:
– Ten?is, caballero, el peligroso don de la elocuencia. Es un don que no emana tanto de vuestra causa como de vos mismo. Porque, despu?s de todo, ?qu? es lo que me ofrec?is? Los platos recalentados de los efusivos discursos pronunciados en vuestros salones literarios e inspirados en m?seros emborronadores de papel como Voltaire, Jean-Jacques y otros. Entre vuestros j?venes fil?sofos no hay ni uno s?lo con suficiente talento para comprender que somos una clase consagrada por derecho de antig?edad y que, al defender nuestros derechos y privilegios, nos asiste la autoridad de los siglos.