– Me presento ante vosotros -comenz? a decir Andr?-Louis- como diputado suplente para ocupar la plaza de uno de los nuestros que fue asesinado hace tres semanas.
Era una impresionante provocaci?n que al instante suscit? un clamor de indignaci?n entre los derechistas de la Asamblea. Andr?-Louis hizo una pausa y los mir?, sonriendo a medias.
– Se?or presidente -dijo-, parece que a los caballeros de la derecha no les gustan mis palabras. Pero eso no es de extra?ar, pues como es sabido no les gusta o?r la verdad.
Esta vez provoc? un alboroto a?n mayor. Los diputados de la izquierda rug?an entre risas e injurias mientras los de la derecha protestaban y profer?an amenazas. Los ujieres circulaban con m?s rapidez que de costumbre, y en vano trataban de imponer silencio. El presidente sacud?a su campanilla. Por encima de aquella algarab?a se oy? la voz del se?or de La Tour d'Azyr, quien se hab?a levantado para gritar:
– ?Saltimbanqui! ?Esto no es un teatro!
– No, se?or; pero se est? convirtiendo en el coto de caza de los espadachines asesinos -respondi? el orador y el griter?o aument?.
El diputado suplente mir? a su alrededor y esper? un momento. Cerca de ?l estaba Le Chapelier, anim?ndolo con una sonrisa al igual que Kersain, otro diputado bret?n amigo suyo. Un poco m?s lejos vio la gran cabeza de Mirabeau, echada hacia atr?s, mir?ndole con ojos asombrados. Y m?s all?, en medio de aquel mar de rostros, la cara cetrina del abogado Robespierre -o de Robespierre, como se hac?a llamar ?ltimamente asumiendo esa aristocr?tica part?cula como prerrogativa de un hombre de su distinci?n en la junta de su comarca. Alzando su cabeza cuidadosamente rizada, el diputado por Arras observaba a Andr?-Louis atentamente. Se hab?a alzado hasta la frente las lentes con montura de concha que usaba para leer, y ahora lo examinaba mientras en sus labios se dibujaba aquella sonrisa de tigre que despu?s ser?a tan famosa como temida.
Gradualmente el esc?ndalo fue disminuyendo hasta que pudo o?rse la voz del presidente. Inclin?ndose hacia delante en su asiento, se dirigi? con gravedad al orador:
– Se?or, si dese?is ser escuchado, os ruego que no se?is tan provocativo en vuestro lenguaje. -Y acto seguido se volvi? a los otros- Se?ores m?os, os ruego que conteng?is vuestras emociones hasta que el diputado suplente haya concluido su discurso.
– Tratar? de obedecer, se?or presidente, dejando toda provocaci?n para los caballeros de la derecha. Si las pocas palabras que hasta ahora he pronunciado han sido provocativas, lo lamento. Pero no pod?a dejar de aludir al distinguido diputado cuyo puesto no soy digno de ocupar, como tampoco pod?a dejar de referirme al acontecimiento que nos ha puesto en la triste necesidad de sustituirlo. El diputado Lagron era un hombre de singular nobleza de esp?ritu, abnegado, disciplinado, inflamado por el alto prop?sito de cumplir con su deber representando a sus electores en esta Asamblea. Pose?a lo que sus enemigos suelen llamar un peligroso don de la elocuencia.
El se?or de La Tour d'Azyr se retorci? al o?r aquella frase que tan bien conoc?a. Era su propia frase, la que hab?a usado para justificar el asesinato de Philippe de Vilmorin, y que, de vez en cuando, le echaban en cara con un tono tan vengativo como amenazador.
Y entonces la resuelta voz del h?bil C?zales, excelente espada del partido de los privilegiados, intervino aprovechando la moment?nea pausa hecha por el orador.
– Se?or presidente -pregunt? con gran solemnidad-, ?el diputado suplente ha subido a la tribuna para tomar parte en el debate de la constituci?n de las Asambleas Legislativas o para pronunciar una oraci?n f?nebre por el alma del finado Lagron?
Esta vez fueron los de la derecha quienes estallaron en carcajadas, j?bilo que a su vez interrumpi? el diputado suplente:
– ?Esas risas son obscenas!
Como buen bret?n, arrojaba su guante al rostro de los privilegiados, y las sonoras risas cesaron al instante convirti?ndose en gestos de furia reprimida. Andr?-Louis continu? solemnemente:
– Todos sab?is c?mo muri? Lagron. Hablar de su muerte requiere valor, re?rse de su muerte requiere otra cosa que no voy a calificar. Si he aludido a su fallecimiento es porque mi presencia entre vosotros necesita una explicaci?n. A m? me toca cargar con la responsabilidad que ?l ha dejado. No pretendo tener la energ?a, el valor, ni la inteligencia de Lagron; pero por pocas que sean las energ?as, el coraje y la sabidur?a que yo tenga, sabr? llevar esa carga. Y, para aquellos a quienes pueda interesar conf?o en que los medios empleados para silenciar la elocuencia de Lagron, no se adoptar?n para acallar mi voz.
Se oy? un d?bil murmullo de aplausos a la izquierda y risas desde?osas a la derecha.
– ?Rhodomont! -le grit? alguien.
Andr?-Louis mir? en la direcci?n de donde proced?a aquella voz, y vio que ven?a del grupo de espadachines que hac?an las veces de matarifes en el partido de la derecha. En un susurro, Andr?-Louis respondi?:
– No, amigo; yo soy Scaramouche: el sutil y peligroso Scaramouche, que consigue sus prop?sitos tortuosamente. -Y entonces, ya en voz alta, continu?-: El se?or presidente habr? advertido que algunos de los aqu? presentes no comprenden el prop?sito por el que nos hemos reunido, que es el de hacer leyes para que Francia pueda gobernarse equitativamente, para que pueda salir de la bancarrota, donde corre peligro de hundirse para siempre. Pero, seg?n parece, hay algunos que en vez de leyes quieren sangre, y yo solemnemente les advierto que esa sangre acabar? por ahogarles, si no aprenden a tiempo a renunciar a la fuerza para que prevalezca la raz?n.
De nuevo hubo algo en aquella frase que le result? familiar al se?or de La Tour d'Azyr. En el guirigay que sigui?, el ex marqu?s se volvi? al caballero de Chabrillanne, que estaba sentado a su lado, y le dijo:
– Es un canalla muy osado ese bastardo de Gavrillac.
Chabrillanne le mir? con los ojos llameantes y el rostro l?vido de ira.
– Dejadle que hable. No creo que volvamos a o?rle nunca m?s. Dej?dmelo a m?.
Despu?s de o?r aquellas palabras, y sin saber a ciencia cierta la causa, el se?or de La Tour d'Azyr se sinti? m?s aliviado. Antes hab?a pensado que ten?a que hacer algo, que aqu?l era un desaf?o que hab?a que aceptar. Pero a pesar de su rabia, se sent?a extra?amente desganado. Supon?a que esa sensaci?n se deb?a a que Andr?-Louis le hac?a recordar el desagradable episodio del joven que hab?a matado cerca de la posada El Bret?n Armado, en Gavrillac. No era que se reprochara haber matado a Philippe de Vilmorin, pues el otrora marqu?s cre?a plenamente justificada su acci?n. Era que en su memoria reviv?a un espect?culo desagradable: el de aquel muchacho desconsolado, arrodillado junto al cad?ver del amigo a quien tanto hab?a amado, suplic?ndole que lo matara tambi?n a ?l y grit?ndole, para incitarle, «asesino» y «cobarde».
Mientras tanto, apart?ndose ahora del tema de la muerte de Lagron, el diputado suplente se hab?a concentrado en la cuesti?n que se debat?a. Lo que dijo no aport? nada nuevo; su discurso fue insignificante. No era el verdadero motivo que le hab?a impulsado a subir a la tribuna, era s?lo el pretexto.
M?s tarde, cuando Andr?-Louis sal?a del vest?bulo, acompa?ado por Le Chapelier, se encontr? de pronto rodeado por un grupo de diputados que le serv?a de guardia de honor. La mayor?a eran bretones que intentaban protegerle de las provocaciones que sus audaces palabras en la Asamblea pod?an acarrearle. En eso, el macizo Mirabeau apareci? a su lado.
– Le felicito, Moreau -dijo el insigne hombre-. Lo ha hecho muy bien. Evidentemente ahora querr?n su sangre. Pero sea discreto y no se deje arrastrar por falsos sentimientos quijotescos. Ignore sus provocaciones, como hago yo. Cada vez que un espadach?n me desaf?a, lo anoto en una lista. Ya son alrededor de cincuenta, y ah? se quedar?n. Ni?gueles ese placer que ellos llaman una satisfacci?n, y todo ir? bien.
Andr?-Louis sonri? suspirando.
– Se necesita valor para eso -dijo hip?critamente.
– Por supuesto. Pero, seg?n parece, a usted le sobra valor.
– No lo suficiente, quiz?s. Pero har? lo que pueda.
Atravesaron el vest?bulo, y aunque all? estaban los arist?cratas aguardando enfurecidos al joven que les hab?a insultado flagrantemente desde la tribuna, la escolta que acompa?aba a Andr?-Louis evit? que se le acercaran.
Sin embargo, cuando salieron al aire libre, bajo la marquesina de la puerta cochera, sus improvisados guardaespaldas se dispersaron. Afuera llov?a a c?ntaros. El suelo estaba lleno de barro, y por un momento, Andr?-Louis, que segu?a acompa?ado por Le Chapelier, vacil? antes de salir bajo aquel diluvio.
El vigilante Chabrillanne crey? que hab?a llegado la ocasi?n que estaba esperando y, exponi?ndose a mojarse con la lluvia, fue a situarse frente al osado bret?n. Ruda, violentamente, empuj? a Andr?-Louis, como para hacerse sitio bajo la marquesina.
Andr?-Louis supo al instante cu?l era el prop?sito deliberado de aquel hombre. Todos los que estaban a su alrededor tambi?n lo comprendieron y trataron de rodearlo en vano. Andr?-Louis experiment? una profunda desilusi?n: no era a Chabrillanne a quien ?l quer?a. Al reflejarse en su rostro esa frustraci?n, el otro la interpret? equivocadamente. Pero en fin, si Chabrillanne era el designado para luchar con ?l, procurar?a hacerlo lo mejor posible.
– No me empuj?is, caballero -dijo cort?smente, apartando al reci?n llegado y procurando conservar su sitio debajo de la marquesina.
– ?Tengo que resguardarme de la lluvia! -vocifer? el otro. -Para hacerlo, no es necesario que me pis?is. No me gusta que me pisen. Tengo los pies muy delicados. Os ruego que no hablemos m?s.
– ?Por qu?, si todav?a no he hablado yo, insolente? -clam? el caballero en tono descompuesto. -?Ah, no? Yo pensaba que ibais a disculparos. -?Disculparme! -grit? Chabrillanne y se ech? a re?r-. ?Disculparme con vos? ?Sois muy chistoso! -y sin dejar de re?rse, intent? meterse de nuevo bajo la marquesina, empujando a Andr?-Louis m?s violentamente.
– ?Ay! -grit? Andr?-Louis haciendo una mueca de dolor-. Me hab?is pisado otra vez. Ya os he dicho que no me empuj?is. Hab?a levantado la voz para que todos le oyeran, y de nuevo apart? a Chabrillanne envi?ndolo bajo la lluvia. A pesar de su delgadez, el constante ejercicio de la esgrima le hab?a dado a Andr?-Louis un brazo con m?sculos de hierro. As? que el otro sali? disparado hacia atr?s, trastabill?, tropez? con una viga de madera dejada all? por los trabajadores aquella ma?ana, y cay? de nalgas en el lodo.