– ?Se?ora! ?Se?ora!
La rolliza y solemne ama de llaves se apart? y las dos damas se encontraron en el zagu?n. La se?ora de Plougastel estaba muy p?lida, fatigada y asustada.
– ?Aline, t? aqu?? -exclam?. Y entonces, r?pidamente, sin ceremonias-: ?T? tambi?n has llegado demasiado tarde?
– No, se?ora; le he visto, le he implorado, pero no quiso escucharme.
– ?Oh, esto es horrible! -exclam? la se?ora de Plougastel estremecida-. Hace s?lo media hora que me enter?, y he venido inmediatamente para evitarlo a toda costa.
Las dos mujeres se miraron estupefactas, desoladas. Ante la puerta de la academia, en la calle iluminada por el sol de la ma?ana, algunos mendigos harapientos se acercaban para admirar el espl?ndido carruaje de la se?ora de Plougastel con sus caballos bayos. Tambi?n miraban con curiosidad a las dos grandes damas desde el umbral. Desde la acera de enfrente lleg? el estridente preg?n de un reparador de fuelles ambulante: «A raccommoder les vieux souffletsl 1».
La se?ora de Plougastel se volvi? al ama de llaves.
– ?Cu?nto tiempo hace que sali? el se?or?
– Apenas unos diez minutos -dijo la criada, amable pero flem?ticamente, pues pensaba que aquellas grandes damas eran amigas de la ?ltima v?ctima de su invencible amo.
La se?ora de Plougastel se retorci? las manos.
– ?Diez minutos! ?Oh! ?Y qu? camino tom??
– El duelo es a las nueve en punto, en el Bois de Boulogne -le inform? Aline-. Podr?amos ir tras ?l. Quiz? podr?amos evitar el encuentro…
– ?Oh, Dios m?o! ?Pero c?mo vamos a llegar a tiempo? ?A las nueve en punto! Y un duelo suele durar poco m?s de un cuarto de hora. ?Dios m?o, Dios m?o! -exclamaba angustiada la dama-. ?Sabes al menos en qu? lugar del bosque se encontrar?n?
– No; s?lo s? que ser? all?… en el bosque.
– ?En el bosque! -repet?a la dama, fren?tica-. El bosque es casi tan grande como Par?s. Vamos, Aline, entra en el coche -agreg? jadeando y ambas salieron a la calle. Una vez dentro del carruaje, la se?ora le orden? a su cochero:
– ?Al Bois de Boulogne por el camino de la Cours la Reine y lo m?s r?pido que puedas! Si llegamos a tiempo, os regalar? diez pistolas. ?Hala, hombre!
El pesado veh?culo, demasiado pesado para una carrera tan r?pida, se puso en marcha al instante. Y corri? enloquecido por las calles, en medio de las maldiciones de los transe?ntes que saltaban a las aceras para no caer bajo sus ruedas.
La se?ora de Plougastel se recost? en su asiento. Cerr? los ojos. Sus labios temblaban y estaba p?lida, casi a punto de desmayarse. Aline la miraba en silencio. Le parec?a que sufr?a tanto y sent?a tanto miedo como ella. M?s tarde, Aline se admirar?a de eso. Pero en aquel momento s?lo pod?a pensar en su desesperada misi?n.
El carruaje atraves? la plaza Louis XV, y al fin se adentr? en la Cours la Reine. Al llegar a la bella avenida bordeada de ?rboles que se extiende entre los Champs Elys?es y el Sena, casi vac?a a aquella hora, pudieron correr m?s, dejando tras de s? una nube de polvo.
Pero a pesar de la velocidad vertiginosa a la que iba el carruaje, las dos mujeres sent?an que no era suficiente. Ya estaban llegando al bosque cuando, detr?s de ellas, una campana dio las nueve. Tanto se impresionaron que, ta?ido tras ta?ido, les pareci? que estaban tocando a muerto.
Al llegar a la barrera de la Cours la Reine, tuvieron que hacer un alto moment?neo. Aline pregunt? al sargento de guardia cu?nto tiempo hac?a que hab?a pasado un cabriol? cuya descripci?n le facilit?. El militar le respondi? que har?a unos veinte minutos hab?a pasado por all? un veh?culo en que viajaban el diputado Le Chapelier y el palad?n del Tercer Estado, el se?or Moreau. El sargento estaba muy bien informado. Seg?n afirm? sonriendo con una mueca, pod?a adivinar adonde, y con qu? fin, iba el se?or Moreau a esa hora tan temprana del d?a.
Ahora el carruaje corr?a a campo traviesa, siguiendo el camino que bordeaba el r?o. Las dos mujeres viajaban en silencio mientras Aline apretaba con fuerza las manos de la se?ora de Plougastel. A lo lejos, cruzando la pradera que estaba a mano derecha, ya pod?an ver la obscura l?nea de los ?rboles del Bois. Y el carruaje dobl? velozmente en esa direcci?n, alej?ndose del r?o y tomando por un atajo hacia las arboledas.
– ?Oh! ?Es imposible que lleguemos a tiempo! ?Imposible! -grit? Aline rompiendo el silencio.
– ?No digas eso! -exclam? la se?ora de Plougastel.
– ?Es que ya son m?s de las nueve, se?ora! Andr? ha sido puntual, y estos… asuntos no toman mucho tiempo. Ya… ya habr? acabado todo.
La se?ora de Plougastel sinti? un escalofr?o y cerr? los ojos. Sin embargo, enseguida volvi? a abrirlos, excitada. Entonces sac? la cabeza por la ventanilla.
– Un carruaje se acerca -anunci? con voz ronca que hac?a adivinar cu?l era su temor.
– ?Todav?a no! ?Oh, no! -se lament? Aline expresando el mismo temor. Respiraba con dificultad, como si se estuviera asfixiando. Ten?a un nudo en la garganta y una especie de nube le empa?aba la visi?n.
En medio de una gran polvareda, regresando del Bois, una calesa se acercaba al carruaje de la se?ora Plougastel. Demudadas, enmudecidas, casi sin aliento, las dos mujeres la ve?an venir. A medida que se aproximaban, ambos coches disminu?an su paso, pues el camino era muy angosto. Aline y la se?ora de Plougastel, asomadas a la ventanilla, miraban con ojos asustados hacia el interior de la calesa.
– ?Cu?l de ellos es, se?ora? -balbuce? Aline tap?ndose los ojos, sin atreverse a mirar.
Dentro de la calesa, a trav?s de la ventanilla m?s cercana a ellas, vieron a un joven caballero de piel atezada, que ninguna de las dos conoc?a. Sonre?a hablando con su compa?ero. Entonces vieron a este ?ltimo, que estaba sentado al otro lado. No sonre?a. Ten?a la cara r?gida, blanca como el papel, sin expresi?n: era el rostro del marqu?s de La Tour d'Azyr. Durante un instante que dur? una eternidad, ambas mujeres le contemplaron horrorizadas hasta que, al verlas, el marqu?s se qued? estupefacto. Entonces, lanzando un suspiro, Aline se desmay? a espaldas de la se?ora de Plougastel.
CAP?TULO XII Deducciones
Su coche iba tan r?pido que Andr?-Louis hab?a llegado al lugar de la cita unos minutos antes de la hora fijada. All? estaba ya esper?ndolo el marqu?s de La Tour d'Azyr, acompa?ado por el se?or d'Ormesson, un joven caballero moreno, con el uniforme azul de capit?n de la guardia de Corps.
Andr?-Louis hab?a hecho todo el viaje en silencio. Le preocupaba el recuerdo de su reciente conversaci?n con la se?orita de Kercadiou y las precipitadas conclusiones que hab?a sacado a prop?sito del motivo de aquella visita. -Decididamente -dijo- ese hombre tiene que morir. Le Chapelier no le hab?a contestado. Casi le estremec?a la sangre fr?a de su paisano. ?l tambi?n era de los que en aquellos ?ltimos d?as pensaba que Andr?-Louis Moreau no ten?a coraz?n. Aparte de eso, hab?a algo incomprensible e incoherente en su actitud. Al principio, cuando le propusieron aquella misi?n para eliminar a los espadachines de la nobleza, reaccion? de forma altanera y desde?osa. Pero despu?s, al aceptarla, se hab?a mostrado espantosamente cruel, con una ligereza y una indiferencia que, a veces, daban asco.
Los preparativos se hicieron deprisa y en silencio, aunque sin precipitaci?n ni otra se?al de nerviosismo por ninguna de las dos partes. Ambos adversarios estaban siniestramente decididos a enfrentarse. El contrincante deb?a morir, all? no pod?a haber medias tintas. Despojados de casaca y chaleco, sin zapatos y con las mangas de la camisa remangadas hasta el codo, por fin estaban frente a frente, decididos a saldar definitivamente la cuenta pendiente entre ellos. Era como si ninguno de los dos abrigara dudas acerca de cu?l ser?a el resultado final.
Tambi?n frente a frente, al lado de cada uno, Le Chapelier y el joven capit?n los contemplaban alertas y vigilantes.
– Allez, messieurs 1!
Los brillantes y perversamente finos aceros chocaron, y a poco ya era casi imposible seguirlos con la vista, pues daban vueltas arremolin?ndose, raudos y centelleantes como rel?mpagos. El marqu?s atac? impetuosa y vigorosamente, y enseguida Andr?-Louis supo que estaba ante un adversario muy superior a los duelistas de la semana anterior, incluyendo a La Motte -Royau, cuya reputaci?n era terrible.
El marqu?s no s?lo pose?a la rapidez que da una continua pr?ctica, sino tambi?n una t?cnica casi perfecta. Adem?s, aventajaba a Andr?-Louis f?sicamente por su gran resistencia y una mayor estatura. Tambi?n ten?a mucha sangre fr?a y aplomo. ?No habr? nada que le haga temblar?, se admiraba Andr?-Louis, quien quer?a que el castigo fuese tan completo como merec?a. No contento con matar al marqu?s como ?l hab?a matado a su amigo, quer?a que, antes de morir, se sintiera tan impotente como debi? de sentirse Philippe. S?lo as? se sentir?a satisfecho Andr?-Louis. El se?or marqu?s deb?a empezar apurando la copa de la desesperaci?n; eso formaba parte del desquite.
Cuando Andr?-Louis, con un vertiginoso movimiento, par? la profunda estocada que remataba la primera serie de fintas, se ech? a re?r como un ni?o que disfruta con su juego favorito.
Aquella extra?a risa intempestiva hizo que el se?or de La Tour d'Azyr se pusiera en guardia m?s deprisa y, por tanto, menos dignamente que de costumbre. Aquella carcajada le sobresalt?, y tambi?n le desconcertaba el haber fallado con una estocada que siempre hab?a tenido por certera.
?l tambi?n comprend?a ahora que la fuerza y la agilidad de su oponente eran muy superiores a todo lo que hab?a imaginado. De modo que puso sus cinco sentidos para llegar cuanto antes al desenlace.
M?s que aquel quite, la carcajada que le acompa?? parec?a demostrarle que lo que ?l pensaba era el final no era m?s que el principio. Y, sin embargo, era el final de algo. Era el fin de la absoluta confianza en s? mismo que hasta entonces hab?a tenido el se?or de La Tour d'Azyr. Ya no estaba tan seguro del resultado de aquel duelo. Si quer?a ganar, tendr?a que actuar con m?s cautela y esgrimir como nunca lo hab?a hecho en su vida.
Volvieron a enfrentarse. Y considerando que la mejor defensa es el ataque, el marqu?s arremeti? primero, cosa que Andr?-Louis no s?lo le permit?a, sino que fomentaba, pues de ese modo su contrincante agotar?a su resistencia, quedando en desventaja ante la destreza acumulada por el joven maestro de esgrima durante casi dos a?os. Limit?ndose a detener con soltura y elegancia los ataques del marqu?s, Andr?-Louis se mantuvo a la defensiva en aquel segundo ataque que tambi?n culmin? en una estocada del marqu?s.