– La humanidad -replic? Philippe- es m?s antigua que la aristocracia. Los derechos del hombre empezaron cuando el hombre fue creado.
El marqu?s se ech? a re?r, encogi?ndose de hombros.
– He ah? una respuesta que deb?a haberme esperado. Es la misma cantinela de todos los fil?sofos.
Entonces terci? el caballero de Chabrillanne:
– ?Para qu? tantos rodeos? -dijo a su primo con impaciencia.
– Para llegar hasta este punto -respondi? el marqu?s-. Primero quer?a estar bien seguro.
– A fe m?a que ahora no pod?is tener ninguna duda.
– Ahora no.
El marqu?s se levant? y se volvi? a Vilmorin, quien no hab?a comprendido el sentido del breve di?logo entre La Tour d'Azyr y su primo.
– Se?or abate -dijo el arist?crata-, realmente ten?is el peligroso don de la elocuencia. Ese don puede arrastrar a otros hombres a su ruina. De haber nacido caballero, no hubierais adquirido con tanta facilidad esos falsos puntos de vista que proclam?is.
El se?or de Vilmorin le mir? fijamente sin comprender.
– ?De haber nacido yo caballero? -repiti? lentamente y confundido-. Pero he nacido caballero, se?or. Mi familia es tan antigua y mi sangre tan pura como la vuestra.
El marqu?s enarc? las cejas y pesta?e? con indulgente sonrisa. Sus ojos obscuros y l?quidos se clavaron en el rostro de Philippe de Vilmorin.
– Temo que en ese punto os han enga?ado.
– ?Enga?ado…?
– Vuestros sentimientos delatan la indiscreci?n en la que, sin duda, incurri? vuestra se?ora madre.
Despu?s de aquel insulto brutal en son de burla, dicho con total frialdad, sobrevino un silencio sepulcral. Andr?-Louis permanec?a mudo, aterrado, mientras su amigo escudri?aba el rostro del se?or de La Tour d'Azyr como buscando un significado que se le escapaba. S?bitamente entendi? la vil afrenta. La sangre le subi? a las mejillas y la indignaci?n ardi? en sus ojos. Un convulsivo estremecimiento lo sacudi?. Entonces, tras lanzar un grito inarticulado, alz? la mano y le propin? una bofetada al marqu?s en su cara burlona.
Como un rel?mpago, el caballero de Chabrillanne se levant? poni?ndose entre los dos hombres.
Andr?-Louis hab?a visto la trampa demasiado tarde. Las palabras del se?or de La Tour d'Azyr eran como una jugada en una especie de ajedrez verbal, calculada para exasperar al contrario impuls?ndole a reaccionar de un modo que le dejara enteramente a su merced.
El marqu?s estaba muy p?lido, excepto en la mejilla, donde se ve?a la huella de los dedos de Vilmorin. Pero no dijo una palabra. En su lugar, fue el caballero de Chabrillanne quien habl?, asumiendo el papel que previamente le hab?an asignado en aquel juego vil.
– Caballero, ?os dais cuenta de la gravedad de lo que acab?is de hacer? -le pregunt? fr?amente a Philippe-. Y por supuesto, comprender?is tambi?n lo que inevitablemente trae consigo.
Philippe de Vilmorin no comprend?a nada. El pobre hombre hab?a actuado impulsivamente, por un sentimiento de decencia y de honor, sin tomar en cuenta las consecuencias. Pero al intuir la siniestra invitaci?n del caballero de Chabrillanne, si dese? evitar tales consecuencias, fue por respeto a su vocaci?n sacerdotal que rigurosamente le prohib?a prestarse al combate de honor que obviamente le impon?a el se?or de Chabrillanne.
Retrocedi?.
– Dejemos que una afrenta borre la otra -dijo con voz apagada-. El balance sigue estando a favor del se?or marqu?s. Con eso debe bastarle.
– ?Imposible! -dijo el caballero crispando los labios. Despu?s habl? suavemente, pero con firmeza-: Hab?is dado una bofetada, se?or. No creo equivocarme si digo que al se?or marqu?s nunca antes le hab?a sucedido algo as?. Si os sent?ais ofendido, no ten?ais m?s que exigir la satisfacci?n que merece vuestro honor, de caballero a caballero. Vuestra acci?n no parece sino confirmar la sospecha que tan ofensiva os pareci?. En cualquier caso, una acci?n de esta naturaleza no puede quedar inmune.
Como puede verse, el papel del caballero de Chabrillanne era echarle le?a al fuego, para asegurar que la v?ctima no escapase.
– No quiero que quede inmune -dijo el joven seminarista. Despu?s de todo, hab?a nacido noble, y la tradici?n de su clase renac?a en ?l con m?s fuerza que la escuela de humildad en la que se preparaba para sacerdote. De modo que pens? que su nombre y su honor le exig?an pagar con la muerte antes que evitar las consecuencias de su acci?n.
– ?Pero si ni siquiera lleva espada, se?ores! -exclam? Andr?-Louis, aterrado.
– Eso se arregla f?cilmente. Puede coger la m?a.
– Quiero decir -insisti? Andr?-Louis entre indignado y asustado por la suerte de su amigo-, que no acostumbra a llevar espada, que jam?s la ha llevado ni sabe manejarla. Es un seminarista, casi ya medio sacerdote, y, por tanto, le est? prohibido aceptar el compromiso en que vos le pon?is.
– Todo eso debi? recordarlo antes de dar la bofetada -dijo diplom?ticamente el caballero de Chabrillanne.
– Esa bofetada fue provocada deliberadamente -dijo con rabia Andr?-Louis. Despu?s se calm?, aunque no fue gracias a la altanera mirada de su interlocutor, por cierto-. ?Oh, Dios m?o! ?Estoy hablando en vano! ?C?mo van a desistir de un plan ya trazado? ?Vamonos, Philippe! ?No ves la trampa en la que has ca?do…?
Ech?ndolo a un lado, Philippe de Vilmorin le cort? secamente:
– ?Silencio, Andr?! El se?or marqu?s est? en todo su derecho.
– ?Que est? en su derecho? -dijo Andr?-Louis dejando caer los brazos desalentado.
El hombre a quien m?s amaba en el mundo hab?a ca?do en la misma locura que parec?a dominar al resto de los mortales. Un distorsionado sentido del honor hac?a que descubriera su pecho ante el cuchillo que lo iba a matar. No era que no viera la trampa, sino que aquel sentido del honor le impulsaba a desde?ar cualquier otra consideraci?n. En ese momento, Andr?-Louis vio en su amigo una figura singularmente tr?gica. Quiz? noble, pero no por ello menos lastimera.
CAP?TULO IV La herencia
Philippe de Vilmorin quiso zanjar el asunto inmediatamente. En esto era a un tiempo objetivo y subjetivo. Presa de emociones encontradas, y en conflicto con su vocaci?n sacerdotal, estaba impaciente por acabar con aquello cuanto antes. Tambi?n se tem?a un poco a s? mismo. Las circunstancias de su educaci?n, y la vocaci?n que hab?a sentido en los ?ltimos a?os, le hab?an quitado mucho del br?o que es natural en los hombres. En cierto modo, se hab?a tornado t?mido y delicado como una mujer. Como lo sab?a, tem?a que, si pasaba el ardor del momento, pudiera sobrevenirle una deshonrosa debilidad.
El marqu?s, por su parte, tambi?n deseaba un inmediato ajuste de cuentas, y puesto que estaban presentes el caballero de Chabrillanne y Andr?-Louis para servir de padrinos, no hab?a ninguna raz?n para retrasar el duelo.
As? las cosas, en pocos minutos todo estuvo arreglado, y por la tarde el siniestro grupo de cuatro hombres se dirigi? hacia la pista para bochas que hab?a detr?s de la posada. Estaban completamente solos; nadie pod?a verles, ni siquiera a trav?s de las ventanas del mes?n que estaban detr?s del tupido follaje de los ?rboles.
No hubo formalidad alguna a la hora de elegir el campo de honor, ni tampoco se midieron las espadas. El marqu?s se despoj? de su cintur?n y desenvain? la espada, pero se neg? a quitarse los zapatos y la casaca, pues consider? que no merec?a la pena tomando en cuenta lo insignificante que era su contrincante. Alto, flexible y atl?tico, ten?a ante s? a un rival no menos alto, pero delgado y enclenque. Tambi?n Vilmorin desde?? hacer ninguno de los usuales preparativos. Reconociendo que de nada pod?a aprovecharle quitarse la ropa, se puso en guardia completamente vestido. Sus p?mulos salientes parec?an arder.
El caballero de Chabrillanne, apoy?ndose en un bast?n, pues hab?a cedido su espada a Vilmorin, contemplaba el duelo con silencioso inter?s. Frente a ?l, al otro lado de los combatientes, estaba Andr?-Louis, el m?s p?lido de los cuatro, con ojos febriles y retorci?ndose las manos sudorosas.
Su instinto le impulsaba a interponerse entre los contrincantes para evitar el encuentro. Sin embargo, ese generoso impulso quedaba anulado por la plena conciencia de su inutilidad. Para calmarse, se aferr? a la convicci?n de que aquel duelo no pod?a tener consecuencias realmente serias. Si el honor de Philippe le obligaba a cruzar la espada con el hombre a quien hab?a abofeteado, la noble cuna del se?or de La Tour d'Azyr tambi?n le obligaba a procurar no herir gravemente al joven inexperto a quien hab?a provocado de modo tan evidente y ofensivo. Despu?s de todo, el marqu?s era un hombre de honor. S?lo se propon?a dar una lecci?n, dura tal vez, pero que el contrario pudiera aprovechar en vida. Para consolarse, Andr?-Louis se aferr? obstinadamente a esta idea.
Se cruzaron los aceros: comenzaba el combate. El marqu?s presentaba a su adversario apenas el perfil de su esbelta figura, con las rodillas ligeramente dobladas como resortes, mientras que Vilmorin permanec?a cuadrado presentando un blanco perfecto y con las rodillas r?gidas como si fuesen de madera. El honor y el esp?ritu de lealtad competitiva clamaban a un tiempo contra semejante encuentro.
Como era de suponer, todo acab? enseguida. De joven, casi en su infancia, Philippe hab?a recibido nociones de esgrima como cualquier adolescente de su clase. As? que conoc?a los rudimentos del arte de manejar la espada. Pero ?de qu? pod?an servirle en aquel momento? Hubo tres quites, y entonces, sin ninguna prisa, el marqu?s desliz? su pie a lo largo del h?medo c?sped, y su el?stico cuerpo se tendi? en una estocada a fondo hasta romper la fr?gil guardia de Vilmorin. Deliberadamente, la hoja del marqu?s atraves? al joven seminarista… Andr?-Louis salt? con el tiempo justo para coger el cuerpo de su amigo por debajo de los brazos. Entonces se le doblaron tambi?n a ?l las piernas por el peso y cayeron juntos en la h?meda hierba. Andr?-Louis apoy? en su hombro izquierdo la cabeza inerte de Philippe. Los brazos le colgaban fl?cidos y la sangre que manaba de la herida le hab?a empapado las ropas.
Con el rostro p?lido y los labios temblorosos, Andr?-Louis levant? los ojos hasta los del marqu?s, quien contemplaba su obra con expresi?n grave. Pero en su cara no se le?a ni sombra de remordimiento.
– ?Le hab?is matado! -grit? Andr?-Louis.
– Por supuesto.