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– ?Oh, no pudimos hacerlo peor! -concluy?-. Fuimos d?biles cuando ten?amos que ser en?rgicos, y en?rgicos cuando ya era demasiado tarde. Eso resume nuestra historia desde el principio de esta maldita lucha. Nos falt? un l?der, y ahora, como ya he dicho, ha llegado nuestro fin. S?lo nos queda escapar si es que encontramos la forma de hacerlo.

La se?ora se refiri? a Rougane y a la cada vez m?s fr?gil esperanza que ten?a de salir de Par?s. Y esto disip? el pesimismo del se?or de La Tour d'Azyr.

– Pues no deb?is abandonar esa esperanza -asegur?-. Si ese alcalde est? dispuesto, seguramente su hijo podr? hacer lo que os prometi?. Pero anoche era demasiado tarde para que ?l regresara, y hoy, suponiendo que haya llegado a Par?s, le habr? sido casi imposible llegar hasta aqu? a trav?s de las calles tomadas por el otro bando. Probablemente est? al llegar. Ruego a Dios para que as? sea, pues desde ahora me tranquiliza saber que tanto vos como la se?orita de Kercadiou estar?is a salvo.

– ?Quer?is venir con nosotras? -dijo la se?ora de Plougastel.

– ?Ah! Pero ?c?mo?

– El joven Rougane dijo que traer?a tres salvoconductos: el de Aline, el de mi lacayo, Jacques, y el m?o. Vos ocupar?ais el lugar de Jacques.

– Os juro que con tal de salir de Par?s, no hay hombre en el mundo cuyo lugar no ocupar?a -dijo ech?ndose a re?r.

Esto los reanim? y la esperanza renac?a, pero al caer la noche sin que llegara la ansiada liberaci?n, sus ilusiones se evaporaron. El se?or de La Tour d'Azyr, alegando cansancio, pidi? permiso para retirarse, pues quer?a descansar un poco y estar en forma para lo que tuviera que afrontar en un futuro inmediato. Cuando el marqu?s sali? del sal?n, la se?ora de Plougastel convenci? a Aline para que tambi?n fuera a acostarse.

– Querida, te avisar? tan pronto llegue Rougane -dijo con entereza, sin dejar de fingir un optimismo que ya se hab?a desvanecido por completo.

Aline la bes? cari?osamente y sali? aparentando la misma serenidad de la condesa, pero pregunt?ndose si ?sta se dar?a cuenta del peligro que se cern?a sobre ellas, un peligro acrecentado hasta el infinito con la presencia en la casa de un hombre tan conocido y odiado como el se?or de La Tour d'Azyr, a quien probablemente sus enemigos buscaban en aquel preciso instante.

Cuando se qued? sola, la se?ora de Plougastel se dej? caer en un sof? del sal?n, de donde no quiso moverse, pues quer?a estar preparada para cualquier contingencia. Era una calurosa noche de verano, y las vidrieras de las puertaventanas que daban al exuberante jard?n estaban abiertas para que entrara el aire. El viento tra?a intermitentemente ruidos lejanos que demostraban a las claras que el populacho segu?a activo, como si fuera la horrible resaca de aquel d?a sangriento.

Por espacio de una hora, la se?ora de Plougastel escuch? aquellas resonancias agradeciendo al Cielo que, al menos de momento, los disturbios tuvieran lugar tan lejos, pero sin dejar de temer que en cualquier momento se acercaran a su barrio, y convirtieran su casa en escenario de horrores semejantes a aquellos cuyo eco llegaba hasta sus o?dos desde los distritos del sur y del oeste.

La condesa estaba a obscuras en el sof?, pues todas las luces del gran sal?n estaban apagadas, a excepci?n de las velas de un candelabro de plata maciza que estaba sobre una mesa redonda de marqueter?a situada en el centro de la estancia: una isla de luz en medio de la obscuridad.

El reloj que estaba en la repisa de la chimenea dio melodiosamente las diez, y entonces, de pronto, alarmante en su brusquedad, rompiendo el silencio, otro sonido vibr? en toda la casa, haciendo que la dama se sobrecogiera con sentimientos encontrados de miedo y esperanza. Alguien aporreaba brutalmente la puerta de abajo. Tras unos minutos de angustiosa expectaci?n, Jacques irrumpi? en el sal?n. Mir? a su alrededor sin ver al principio a su ama.

– ?Se?ora, se?ora! -llam? jadeando.

– ?Qu? sucede, Jacques?

Ahora que era imperioso dominarse, la voz de la se?ora de Plougastel sonaba firme. Resueltamente sali? de la sombra avanzando hasta la isla de luz alrededor de la mesa.

– Abajo hay un hombre. Pregunta por… quiere veros enseguida.

– ?Un hombre? -pregunt? ella.

– S?… parece un oficial. Por lo menos lleva el faj?n de oficial. Se neg? a decirme su nombre. Dice que su nombre no os dir?a nada. Insiste en veros personalmente y ahora mismo.

– ?Un oficial? -se extra?? la se?ora.

– Un oficial -repiti? Jacques-. Yo no le hubiera dejado entrar, pero ?l orden? que le abriera la puerta en nombre del pueblo. Se?ora, a vos os toca decir qu? haremos. Robert est? conmigo. Si quer?is… haremos lo que sea…

– ?No, Jacques, por Dios! -dijo ella de lo m?s tranquila-. Si ese hombre quisiera hacernos alg?n mal, no vendr?a solo. Traedle aqu?, y decidle a la se?orita de Kercadiou que venga tambi?n.

Jacques se alej?, m?s calmado. La se?ora de Plougastel se sent? junto a la mesa donde estaba el candelabro. Maquinalmente se arregl? el vestido. Le parec?a que su miedo deb?a ser tan pasajero como f?tiles hab?an sido sus esperanzas. Como hab?a dicho, si aquel hombre no viniera en son de paz, hubiera venido acompa?ado.

La puerta volvi? a abrirse y reapareci? Jacques. Detr?s de ?l, apresuradamente, entr? un hombre delgado tocado con un sombrero de ala ancha donde estaba prendida la escarapela tricolor. Ci?endo su casaca verde oliva, llevaba una faja de tela tambi?n tricolor. De su cintura colgaba una espada.

Se quit? el sombrero, y a la luz de las velas destell? la hebilla de acero que lo adornaba. El reci?n llegado contempl? en silencio a la se?ora de Plougastel. M?s que mirarla desde un rostro enjuto y moreno, aquellos ojos negros la escudri?aban con singular intensidad.

La dama se inclin?, y su rostro se inund? de incredulidad. Entonces sus ojos se iluminaron y el color volvi? a sus p?lidas mejillas. S?bitamente se puso en pie. Estaba temblando.

– ?Andr?-Louis! -exclam?.

CAP?TULO XVI La barrera

Andr?-Louis parec?a haber perdido el don de la risa. Por primera vez no hab?a aquel brillo risue?o en sus ojos mientras escudri?aba a la dama. Sin embargo, aunque su mirada era sombr?a, sus pensamientos no lo eran. Con su implacable lucidez capaz de traspasar las meras apariencias, con su ilimitada capacidad para la observaci?n imparcial -que adecuadamente aplicada hubiera podido llevarle muy lejos- percib?a lo grotesco, lo artificioso de la emoci?n que en ese momento experimentaba. Un sentimiento que no quer?a que lo poseyera. Miraba a la se?ora de Plougastel consciente de que era su madre, como si el hecho m?s o menos accidental de que ella lo hubiera tra?do al mundo pudiera establecer entre ellos alg?n lazo real en aquel momento. La maternidad que da a luz al hijo y luego lo abandona, es inferior a la de los animales. Andr?-Louis hab?a pensado en esto durante las turbulentas horas que necesit? para cruzar una conmocionada ciudad donde hab?a que moverse lentamente si uno no quer?a perder la vida.

Tuvo tiempo, pues, para llegar a la conclusi?n de que ayudar a la se?ora de Plougastel en aquellos momentos era un quijotismo puramente sentimental. Sab?a que las condiciones impuestas por el alcalde de Meudon antes de entregarle los salvoconductos, pon?an en peligro no s?lo su futuro, sino tal vez hasta su propia vida. Sin embargo, decidi? dar aquel paso, no en atenci?n a la realidad, sino por consideraci?n, ?l, que toda su vida se hab?a guardado del se?uelo de los in?tiles y vac?os sentimentalismos.

En esa especie de desaf?o pensaba Andr?-Louis mientras miraba con atenci?n a la dama, pues era extraordinariamente interesante contemplar conscientemente a su madre, por primera vez, a la edad de veintiocho a?os. Por fin dej? de mirarla fijamente y, volvi?ndose a Jacques, que segu?a esperando en la puerta, pregunt?:

– ?Podr?amos hablar a solas, se?ora?

Ella le hizo una se?a al lacayo para que se retirara, y la puerta se cerr?. En emocionado silencio, sin preguntar nada, ella esper? a que le explicara su presencia all? a aquella hora de la noche.

– Rougane no pod?a venir -dijo escuetamente-. Y, a petici?n del se?or de Kercadiou, he venido en su lugar.

– ?Vos! ?Hab?is venido para salvarnos! -la voz de la se?ora de Plougastel expresaba m?s sorpresa que alivio.

– He venido a eso, y a conoceros, se?ora.

– ?A conocerme? Pero ?qu? quer?is decir, Andr?-Louis?

– Esta carta del se?or de Kercadiou os lo aclarar?.

Intrigada por sus palabras y por la extra?a conducta del joven, ella cogi? la carta. Rompi? el sello. Y con manos temblorosas, acerc? la misiva al candelabro. A medida que le?a, en su rostro se reflejaba el disgusto y sus manos temblaban cada vez m?s. Al llegar a la mitad de la carta, se le escap? un gemido. Ella le lanz? una mirada casi de terror a Andr?-Louis. Pero ?l permaneci? incre?blemente impasible al borde del halo de luz que arrojaba el candelabro, y le indic? que siguiera leyendo. La letra del se?or de Kercadiou, de suyo indescifrable, se distorsionaba ahora m?s ante los ojos de la dama. No pod?a seguir leyendo. Adem?s, ?qu? pod?a importar lo que dijera el resto de la carta? Con lo que hab?a le?do era suficiente. La hoja de papel cay? de sus manos sobre la mesa, y un rostro p?lido como la cera se levant? melanc?licamente para mirar a Andr?-Louis con indescriptible tristeza.

– Entonces, ?lo sabes todo, hijo m?o? -susurr?.

– S? que la se?ora es mi madre.

La severidad, la sutil mezcla de despiadada burla y reproche con que pronunci? esa frase no hizo mella en la se?ora de Plougastel. Volvi? a pronunciar el nombre de su hijo. Para ella, en aquel momento, el tiempo y el mundo se hab?an detenido. El peligro que corr?a en Par?s, como esposa de un intrigante instalado en Coblenza, hab?a desaparecido junto con todas las dem?s consideraciones. S?lo pensaba en el hecho de que su ?nico hijo ya la conoc?a, aquel hijo del adulterio, nacido furtiva y vergonzosamente en un remoto pueblo de Breta?a, hac?a veintiocho a?os. Nada pudo distraerla en aquel instante supremo, ni tan siquiera la conciencia de que su inviolable secreto hab?a sido traicionado o las consecuencias que eso pudiera acarrear.

Dio un par de pasos vacilantes hacia Andr?-Louis. Abri? los brazos, y se le anud? la voz al decir:

– ?No me das un abrazo, Andr?-Louis?

Por un momento, ?l titube?, sorprendido por aquel gesto maternal, casi irritado por la respuesta de su coraz?n, donde los sentimientos luchaban a brazo partido con la raz?n. Su raz?n le dec?a que aquello era irreal, pero la emoci?n que ella demostraba y que ?l experimentaba era fant?stica. Y se dej? llevar. Ella lo abraz? y su h?meda mejilla oprimi? fuertemente la de Andr?-Louis, que sent?a c?mo aquel cuerpo, que conservaba su gracia a pesar de los a?os, se estremec?a en una tormenta de pasi?n.