El caballero hizo otra pausa. Andr?-Louis permanec?a r?gido, escuchando y reflexionando. Las mujeres tambi?n. Entonces el marqu?s prosigui?, en una tesitura menos convincente:
– En cuanto al asunto de la se?orita Binet, fue una desgracia. Hice el mal sin querer. No conoc?a vuestras relaciones.
Andr?-Louis le interrumpi? con una pregunta.
– ?Hubiera sido de otro modo de haberlas conocido?
– No -respondi? sinceramente el caballero-. Tengo los defectos de los hombres de mi clase. No puedo asegurar que hubiera sentido escr?pulos. Pero si eres capaz de juzgar imparcialmente, ?puedes realmente considerarme culpable de eso?
– Se?or, si tomamos en consideraci?n tantas cosas, me ver? forzado a llegar a la conclusi?n de que nadie es culpable de nada en este mundo, pues todos somos juguetes del destino. Por ejemplo, fijaos en esta reuni?n, una reuni?n de familia, aqu?, esta noche, mientras all? afuera… ?Oh, Dios m?o! Tenemos que acabar con esto de una vez. Sigamos nuestros caminos y pongamos punto final a este horrible cap?tulo de nuestras vidas.
El se?or de La Tour d'Azyr le mir? grave, triste, y dijo en un hilo de voz:
– Quiz? lo mejor sea -pero entonces, volvi?ndose a la se?ora de Plougastel, agreg?-: Si algo malo he de reprocharme en esta vida, si de algo he de arrepentirme amargamente, es del da?o que te hice a ti, mi querida…
– ?No, ahora no, Gervais! -balbuce? ella, interrumpi?ndole.
– Ahora, por primera y ?ltima vez, os digo adi?s. No es probable que volvamos a encontrarnos, ni que yo vuelva a ver a ninguno de vosotros, que sois lo m?s cercano y querido para m?. ?l ha dicho que somos juguetes del destino. ?Ah, pero no es del todo cierto! El destino es una fuerza inteligente que conduce a un fin. En la vida pagamos por el mal que hacemos. ?sta es la lecci?n que he aprendido esta noche. En un acto de traici?n engendr? un hijo desconocido, que tan ignorante como yo de nuestro parentesco, se convirti? en la pesadilla de mi vida, cruz?ndose en mi camino y entorpeci?ndolo, hasta que finalmente, ayud? a que otros me hicieran caer en la ruina. Me parece justo. Es un acto de justicia po?tica. Aceptar resignadamente este hecho es la ?nica expiaci?n que puedo ofrecerte.
Se inclin?, y cogiendo la mano de la se?ora de Plougastel, dijo con un nudo en la garganta:
– Adi?s, Th?r?se.
Se hab?a acabado su f?rreo dominio sobre s? mismo. Sin avergonzarse ante los presentes, ella le abraz?. Las cenizas del muerto idilio hab?an sido profundamente removidas aquella noche y algunos rescoldos brillaron antes de apagarse por completo. Sin embargo, ella no hizo nada para detenerle. Comprend?a que su hijo hab?a se?alado el ?nico camino posible y prudente, y agradec?a que el se?or de La Tour d'Azyr lo hubiera aceptado.
– ?Anda con Dios, Gervais! -murmur?-. No olvides llevar el salvoconducto y… hazme saber que est?s a salvo en alg?n lugar.
?l sostuvo el rostro de Th?r?se un momento entre sus manos. Entonces lo bes? muy tiernamente, y se separ? de ella. Erguido, y en apariencia tranquilo, se volvi? a Andr?-Louis, que le tend?a una hoja de papel.
– Es el salvoconducto. Tomadlo, se?or. Es el primero y el ?ltimo regalo que puedo ofreceros: el regalo de la vida. De este modo, en cierto sentido, estamos en paz. No es una iron?a m?a, se?or, sino del destino. Tomadlo y que la paz de Dios os acompa?e.
El se?or de La Tour d'Azyr tom? el documento. Sus ojos miraban ansiosamente el delgado rostro que estaba frente a ?l, mir?ndolo severamente. Meti? el papel en la pechera del gab?n, y entonces, abruptamente, tendi? la mano. Los ojos de su hijo le interrogaban.
– Haya paz entre nosotros, en nombre de Dios -dijo el marqu?s con voz apagada.
La piedad acab? imponi?ndose en Andr?-Louis. Algo de la austeridad de su rostro desapareci? mientras suspiraba:
– ?Adi?s, caballero!
– Eres duro -repiti? su padre entristecido-. Pero tal vez tengas derecho a serlo. En otras circunstancias, me hubiera sentido orgulloso de tener un hijo como t?. Sea como sea… -se interrumpi? bruscamente, y agreg?-: Adi?s.
Solt? la mano de su hijo y dio un paso atr?s. Los dos hombres se saludaron con una inclinaci?n. Entonces el se?or de La Tour d'Azyr hizo una reverencia ante Aline, en medio de un silencio que conten?a algo as? como una definitiva renuncia. Y luego sali? del sal?n, y de sus vidas, para siempre. Unos meses despu?s se supo que estaba al servicio del emperador de Austria.
CAP?TULO XVIII Salida del sol
Al otro d?a por la ma?ana, Andr?-Louis tomaba el fresco en la terraza de la residencia de Meudon. Era muy temprano y el sol acaba de salir transformando en diamantes las gotas de roc?o que a?n alfombraban el c?sped. All? abajo, en el valle, a unas cinco millas de distancia, la neblina matinal se levantaba sobre Par?s. A pesar de ser tan temprano, en la casa de la colina, ya todos estaban despiertos, atareados en los preparativos de un viaje inminente.
Andr?-Louis hab?a salido la noche anterior de Par?s con su madre y con Aline, y ahora deb?an partir todos hacia Coblenza.
Andr?-Louis se paseaba despacio de ac? para all?. Nunca en su vida hab?a tenido tanto en qu? pensar. As? que caminaba con las manos cruzadas a la espalda y mirando al suelo cuando, de pronto, vio aparecer a Aline a trav?s del cristal de la puerta de la biblioteca.
– ?Qu? temprano te has levantado! -le salud? la joven.
– S?, ni siquiera he dormido. Pas? la noche sentado junto a la ventana, pensando.
– ?Mi pobre Andr?!
– En efecto. Realmente soy muy pobre porque no s? ni comprendo nada. No hay nada m?s calamitoso que no comprender una situaci?n. Entonces… -dijo levantando las manos y dej?ndolas caer otra vez. Aline observ? su rostro y vio que estaba ojeroso y trasnochado.
Aline pase? junto con ?l a lo largo de la balaustrada cubierta por el manto verde y rojo de los geranios.
– ?Ya has decidido lo que vas a hacer? -le pregunt? ella.
– He decidido que no tengo elecci?n. As? que tengo que emigrar tambi?n. Por suerte, eso es a?n posible, del mismo modo que fue una suerte que ayer, en el caos de Par?s, no encontrara a nadie a quien presentarme, como est?pidamente pensaba hacer, en cuyo caso no tendr?a esta arma poderosa -y sac? de su bolsillo el poderoso pasaporte de la Comisi?n de los Doce: un documento que ordenaba a todos los franceses que prestaran ayuda a su portador en lo que fuera necesario, advirtiendo, de paso, que los que le crearan dificultades, corr?an el riesgo de perder la vida-. Con esto podr? conduciros a todos y pasar la frontera con seguridad. Al otro lado de la frontera, la se?ora de Plougastel y el se?or de Kercadiou tendr?n que conducirme a m?, y as? estaremos en paz.
– ?En paz? -pregunt? ella-. ?Pero no podr?s regresar!
– Por supuesto que no, de ah? mi impaciencia por partir cuanto antes. Dentro de dos o tres d?as empezar?n las pesquisas. Empezar?n a preguntarse qu? ha sido de m?. Por fin se sabr? todo. Y entonces empezar? la cacer?a. Pero entonces ya estar? tan lejos que no podr?n perseguirme. ?Crees que yo podr?a darle al gobierno una explicaci?n satisfactoria de mi ausencia, suponiendo que haya alg?n gobierno al cual dar explicaciones? -?Eso quiere decir que… que vas a sacrificar tu futuro, esa carrera que hab?as emprendido? -pregunt? pasmada.
– Tal como est?n las cosas, no hay aqu? ninguna carrera para m?, por lo menos no una carrera honrada. Y espero que no pienses que puedo convertirme en un hombre deshonesto. ?sta es la hora de los Danton, de los Marat, la hora de la chusma que tomar? las riendas del gobierno, embriagada por la vanidad que los Marat y los Danton han infundido en ese populacho. Esto s?lo puede conducir al caos y al despotismo m?s brutal. Pero no podr? durar, porque una naci?n gobernada por esos elementos se marchita y decae.
– Yo cre?a que eras republicano -dijo ella.
– Claro que lo soy, y hablo como republicano. Yo sue?o con una sociedad que escoja a los mejores entre todas las clases, y que niegue a cualquier clase o corporaci?n -ya sean los nobles, el clero, los burgueses o el populacho- el derecho exclusivo a detentar el poder. Cuando gobierna una sola clase, es fatal para todos. Hace dos a?os parec?a que hab?amos realizado nuestro ideal. El monopolio del poder le hab?a sido arrebatado a la clase que durante tanto tiempo y tan injustamente lo hab?a ejercido gracias al ya in?til derecho hereditario. Hab?amos repartido el poder equitativamente en el Estado, y si los hombres se hubieran contentado con llegar hasta all?, todo hubiera ido bien. Pero nuestro ?mpetu nos llev? demasiado lejos, mientras las clases privilegiadas nos provocaban con su oposici?n, y el resultado es el horror que vimos ayer, y eso es s?lo el principio. ?No, no! -concluy?-. Aqu? s?lo podr?n hacer carrera en Francia los hombres venales, los oportunistas, pero nadie que se respete a s? mismo. Ha llegado la hora de partir. Y no hago ning?n sacrificio al hacerlo.