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– Ya veo… -dijo Andr?-Louis.

– ?Ya ves? ?Qu? diablos es lo que ves? -le interrumpi? su padrino.

– Que tendr? que hacerlo todo yo solo.

– ?Y puedes hacerme el favor de decirme qu? diablos piensas hacer? -Ir? a Rennes y expondr? los hechos ante el procurador del rey.

– Estar? demasiado ocupado para escucharte.

La mente del se?or de Kercadiou estaba un poquito aturullada, pero continu?:

– Bastantes problemas hay ya en Rennes con esa locura de la Asamblea General con la cual el maravilloso Necker cree que va a sanear las finanzas del reino. ?Como si un insignificante suizo empleado de banco, que adem?s es un condenado protestante, pudiera tener ?xito all? donde hombres como Calonne y Brienne han fracasado!

– Buenas tardes, padrino -dijo Andr?-Louis.

– ?Adonde vas?

– Ahora a casa. Ma?ana a Rennes.

– Espera, muchacho, espera -dijo el achaparrado caballero y le puso una mano en el hombro-. Ahora esc?chame, Andr?, lo que piensas hacer es cosa de caballeros andantes, propia de lun?ticos. Nada bueno sacar?s si persistes en esa actitud. T? has le?do Don Quijote y sabes lo que le sucedi? cuando se enfrento con los molinos de viento. Eso mismo, ni m?s ni menos, te pasar? a ti. Deja las cosas como est?n, hijo m?o. No quisiera que algo malo te ocurriera.

Andr?-Louis le miraba, sonriendo tristemente.

– Hoy hice un juramento y condenar?a mi alma si lo rompiera.

– ?Quieres decir que te ir?s, a pesar de todo lo que te he dicho? -tan impetuoso como inconsecuente, el se?or de Kercadiou volv?a a montar en c?lera-: Pues bien, entonces… ?vete al diablo!

– Empezar? por visitar al procurador del rey.

– Y si te metes en problemas, luego no vengas aqu? a suplicar mi ayuda -estall? el se?or de Kercadiou. Realmente estaba muy disgustado, y sigui? tronando-: Puesto que has escogido desobedecerme, puedes romperte esa cabeza vac?a que tienes contra el molino de viento e ir a la perdici?n.

Andr?-Louis inclin? la cabeza con gesto ir?nico y se dirigi? a la puerta.

– Si el molino fuera demasiado grande -dijo desde el umbral-, ya ver? qu? hago con el viento que lo mueve. Adi?s, padrino.

Y sali? dejando solo al se?or de Kercadiou que, con el rostro rojo de ira, trataba de descifrar la ?ltima frase de su ahijado. En realidad, su mente no era lo bastante aguda para comprender ni a Andr?-Louis ni al se?or de La Tour d'Azyr. Por eso ahora estaba igualmente enojado con los dos. Consideraba que esos hombres testarudos, que siguen obstinadamente sus impulsos, son realmente muy problem?ticos e irritantes. ?l amaba la vida tranquila y quer?a estar en paz con sus vecinos. Y le parec?a tan obvio que ?se era el mejor estilo de vida, que s?lo los locos pod?an empe?arse en vivir de otra manera.

CAP?TULO VI El molino

Entre Nantes y Rennes hab?a un servicio de tres diligencias por semana que, por una suma de veinticuatro libras -m?s o menos equivalentes a guineas inglesas-, cubr?a ese recorrido en unas catorce horas de viaje. Una vez por semana, una de esas diligencias se apartaba de la carretera para pasar por Gavrillac llevando y recogiendo cartas, peri?dicos y, algunas veces, pasajeros. Generalmente, Andr?-Louis utilizaba estos coches en sus viajes de ida y vuelta a la ciudad. Pero ahora ten?a demasiada prisa para perder un d?a esperando el paso de la diligencia. Por eso alquil? un caballo en El Bret?n Armado y al d?a siguiente se puso en camino. Tras una hora de veloz galope, bajo el cielo gris, y recorriendo diez millas a trav?s de tediosas comarcas, lleg? a la ciudad de Rennes.

Cruz? a caballo el puente sobre el Vilaine, y entr? por la parte principal de la importante ciudad, cuyos treinta mil habitantes parec?an haberse dado cita al mismo tiempo en las calles. La aglomeraci?n de gente era tan grande que obstru?a el paso. Estaba claro que el desdichado Philippe no hab?a exagerado cuando hablaba de la conmoci?n que sacud?a aquella ciudad.

Se abri? paso lo mejor que pudo hasta llegar a la Plaza Real, donde el gent?o era mucho m?s compacto. Encaramado en el pedestal de la estatua ecuestre de Luis XV, un joven de p?lido rostro arengaba a la multitud. Por su edad y por su ropa evidentemente se trataba de un estudiante, y un grupo de compa?eros, ataviados igual que ?l, hac?an las veces de guardia de honor en torno a la estatua.

Por encima de las cabezas de la muchedumbre, Andr?-Louis pudo coger al vuelo unas cuantas frases gritadas a viva voz: «… Era la promesa del rey… Se oponen a la misma voluntad del rey en Breta?a… El rey los ha disuelto… Los insolentes nobles desaf?an al pueblo y a su soberano…».

De no haberlo sabido ya por Philippe, esas frases le hubieran bastado a Andr?-Louis para comprender que el Tercer Estado estaba al borde de la rebeld?a. El joven pens? que aquella demostraci?n de furor popular le ven?a como anillo al dedo para sus planes. As?, con la esperanza de que la situaci?n predispondr?a al procurador del rey en su favor, se abri? paso atravesando la amplia Plaza Real, donde el gent?o empezaba ahora a dispersarse. Dej? su caballo en una posada llamada La Cuerna del Ciervo y se dirigi? a pie al Palacio de Justicia.

En las obras de lo que m?s tarde ser?a la catedral, tambi?n se agolpaba el populacho. Pero Andr?-Louis no se detuvo para averiguar el motivo de aquella concentraci?n. Sigui? andando y lleg? al bello palacio italiano, uno de los pocos edificios que sobrevivi? al incendio que hab?a tenido lugar hac?a sesenta a?os.

No sin dificultad, lleg? al gran vest?bulo llamado Sala de los Pasos Perdidos, donde esper? media hora hasta que un ujier se dign? informar al dios que presid?a aquel santuario de la justicia que un abogado de Gavrillac ped?a humildemente audiencia para tratar un asunto importante.

Probablemente el dios se dign? recibirlo debido a la gravedad de lo que estaba ocurriendo en la calle. Tras ser acompa?ado por la ancha escalinata de piedra, Andr?-Louis pas? a una sala de espera muy espaciosa, pero escasamente amueblada. All? hab?a otras personas esperando, hombres en su mayor?a.

As? transcurri? otra media hora, durante la cual Andr?-Louis se dedic? a pensar lo que iba a decir en la entrevista. Mientras meditaba, comprendi? que sus probabilidades de ?xito eran pocas ante un hombre que ve?a las leyes y la moral a trav?s del prisma de su clase social.

Al fin le dejaron pasar por la maciza puerta de roble hasta elegante y bien iluminado sal?n donde brillaba tanto el oro y hab?a tanto raso que m?s bien parec?a la alcoba de una damisela a la ?ltima moda.

Era un ambiente bastante fr?volo para un procurador del rey, pero, al menos a los ojos del com?n de la gente, aquel personaje no ten?a nada de fr?volo. Estaba sentado al final de la estancia, al lado de una de las ventanas que daban a uno de los patios interiores, detr?s de una mesa Luis XV adornada con pinturas de Watteau y taraceada de oro y n?car. Vest?a una casaca escarlata, luc?a en el pecho una condecoraci?n, y una chorrera salpicada de diamantes como gotas de roc?o ca?a sobre su pecho. Arrogantemente, el se?or de Lesdigui?res ech? hacia atr?s su imponente peluca empolvada, mientras Andr?-Louis hac?a una genuflexi?n.

Al ver aparecer a aquel joven flaco, de lacio pelo negro, ataviado con casaca obscura y calz?n de montar, con aquellas botas de jinete enfangadas, el augusto rostro del procurador del rey se arrug? juntando sus negras cejas sobre su enorme nariz ganchuda.

– ?Sois vos el que se anuncia como abogado de Gavrillac para comunicarme una importante informaci?n? -refunfu??.

El tono perentorio invitaba a hablar sin hacerle perder su precioso tiempo al procurador del rey. El se?or de Lesdigui?res estaba acostumbrado a imponer su personalidad, y no le faltaban motivos, pues hab?a visto a m?s de un pobre diablo asustarse ante el trueno de su voz.

Ahora esperaba hacer lo mismo con aquel joven abogado de Gavrillac. Pero esper? en vano.

Andr?-Louis encontr? rid?culo a aquel hombre. Sab?a que la presunci?n no es m?s que la m?scara de la debilidad y de la mediocridad. Y ante ?l ten?a a la presunci?n en carne y hueso. Eso era lo que ?l ve?a en la arrogancia de la cabeza, en el ce?o fruncido, en la inflexi?n de su voz engolada. Es m?s f?cil para un hombre d?rselas de h?roe ante su ayudante de c?mara, que ha visto dispersas las diferentes partes que componen el todo imponente, que serlo ante un estudioso de la humanidad dedicado a examinar al g?nero humano sobre una mesa de disecci?n.

Andr?-Louis avanz? decidido, imprudentemente seg?n pens? el se?or de Lesdigui?res:

– Y vos sois sin duda el procurador de Su Majestad en Breta?a -dijo tratando al augusto se?or como a un mortal cualquiera-. ?Vos sois el que administra la justicia de nuestro rey en esta provincia?

La sorpresa se reflej? en el orondo rostro, bajo la gran peluca profusamente empolvada.

– ?Por casualidad vuestra visita tiene algo que ver con esa infernal insubordinaci?n del populacho? -pregunt?.

– No, se?or.

El procurador volvi? a fruncir el ce?o:

– Entonces, ?por qu? demonios ven?s a robarme el tiempo cuando ese barullo en las calles reclama toda mi atenci?n?

– El asunto que me trae aqu? es igualmente importante.

– ?Eso tendr? que esperar! -rugi? el procurador, col?rico y echando hacia atr?s los encajes de su bocamanga para alcanzar la campanilla de plata que estaba en la mesa.

– Un momento, se?or -el tono de Andr?-Louis era perentorio, y la mano del se?or de Lesdigui?res se paraliz? en el aire ante tanto atrevimiento-. Ser? muy breve.

– Ya os he dicho que…

– Y cuando me hay?is o?do -continu? Andr?-Louis interrumpiendo la interrupci?n-, convendr?is conmigo en que el caso es de extrema gravedad.

El se?or de Lesdigui?res mir? fijamente a su interlocutor.

– ?C?mo os llam?is? -pregunt?.

– Andr?-Louis Moreau.

– Pues bien, Andr?-Louis Moreau, si sois breve os escuchar?, pero os advierto que me enojar? si la importancia de vuestra demanda no est? a la altura de vuestra impertinencia.

– Vos mismo lo juzgar?is, se?or -dijo Andr?-Louis.

Y acto seguido expuso el caso, empezando por la muerte de Mabey hasta llegar al asesinato de Philippe de Vilmorin, pero sin decir el nombre de su acusado, pues temi? que, si lo mencionaba antes de tiempo, el procurador no le dejar?a terminar su relato.