Rafael Sabatini
Scaramouche
Hommes sensibles qui pleurez sur les maux
de la Revolution, versez donc aussi quelques
larmes sur les maux qui Font amenée.
MICHELET
LIBRO PRIMERO La toga
CAPÍTULO PRIMERO El republicano
Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ése era todo su patrimonio. Aunque su verdadera ascendencia permanecía obscura, desde hacía tiempo en la aldea de Gavrillac todos habían despejado el misterio que la envolvía. La gente de Bretaña no era tan ingenua como para dejarse engañar por un pretendido parentesco que ni siquiera tenía la virtud de ser original. Cuando un noble apadrina a un niño que no se sabe de dónde ha salido, ocupándose de su crianza y educación, hasta los campesinos más ingenuos comprenden perfectamente la situación. De ahí que los habitantes del pueblo no dudasen acerca del verdadero parentesco que unía a André-Louis Moreau -como llamaron al muchacho- con Quintín de Kercadiou, señor de Gavrillac, que habitaba la gran casa gris que, desde una elevación, dominaba la villa situada a sus pies.
André-Louis había estudiado en la escuela del pueblo al tiempo que se hospedaba en casa del viejo Rabouillet, el notario que se encargaba de los asuntos del señor de Kercadiou. Más tarde, a la edad de quince años, lo enviaron al Liceo de Louis Le Grand, en París, para que estudiara derecho, carrera que, cuando regresó al pueblo, ejerció junto con el viejo Rabouillet. Por supuesto, todo esto lo sufragó su padrino, el señor de Kercadiou, quien, al poner nuevamente al joven bajo la tutela de Rabouillet, demostró que seguía ocupándose del porvenir de su ahijado.
André-Louis aprovechó al máximo estas oportunidades. Al cumplir veinticuatro años, su sabiduría era tan grande que hubiera provocado una indigestión intelectual en cualquier mente ordinaria. Sus apasionados estudios acerca de la naturaleza humana, desde Tucídides hasta los Enciclopedistas, desde Séneca hasta Rousseau, no hicieron más que confirmar su precoz intuición de la irremediable locura que padece nuestra especie. En este sentido, no aparece en toda su azarosa vida ningún indicio que permita pensar que haya cambiado de opinión.
Físicamente era esbelto, de mediana estatura, con un rostro astuto, nariz y pómulos prominentes, y abundante cabello negro que le llegaba casi a los hombros. Tenía la boca grande y en sus labios delgados se dibujaba un irónico mohín. Lo único que lo redimía de la fealdad era el esplendor de un par de ojos luminosos, siempre interrogantes, de un castaño obscuro tirando a negro. De su singular facultad para discurrir, así como de su raro y gracioso don de la palabra, dan fe sus manuscritos -lamentablemente demasiado escasos-, entre los cuales destacan sus Confesiones. De sus magníficas dotes oratorias, por entonces él mismo apenas si era consciente, aunque ya había alcanzado cierta fama en el Casino Literario de Rennes. Uno de aquellos cafés, ahora ubicuos en el país, donde los jóvenes intelectuales de Francia se reunían para estudiar y discutir las nuevas filosofías que influían en la vida social. Pero la fama allí adquirida no podía considerarse digna de envidia. Su carácter demasiado travieso, demasiado cáustico, lo inclinaba a ridiculizar las sublimes teorías de sus colegas sobre la regeneración del género humano. Hasta tal punto era así, que André-Louis llegó a quejarse de la inquina que todos le tenían, argumentando que lo único que hacía era ponerlos ante el espejo de la verdad, y que si al reflejarse se veían ridículos, no era culpa suya.
Lógicamente, con eso lo único que consiguió fue exasperar a sus colegas, a tal punto que consideraron seriamente expulsarlo del Casino, lo cual resultó inevitable cuando su padrino, el señor de Gavrillac, lo nombró representante suyo en los Estados de Bretaña. Los miembros del Casino Literario declararon, por unanimidad, que en un club como aquél, dedicado a la reforma de la sociedad, no podía figurar el representante oficial de un noble, un hombre de confesados principios reaccionarios.
Y aquellos tiempos no se prestaban para tomar medidas a medias. Una débil esperanza había asomado en el horizonte cuando el señor Necker logró convencer al rey de que debía convocar los Estados Generales -lo que no ocurría desde hacía casi doscientos años-; pero esa luz se había ensombrecido últimamente a causa de la insolencia de la nobleza y del clero, pues ambos estamentos estaban decididos a asegurar que la composición de la Asamblea General salvaguardara sus privilegios.
La próspera e industriosa ciudad portuaria de Nantes -la primera en expresar el sentir que ahora se extendía rápidamente por todo el país-, publicó en los primeros días de noviembre de 1788 un manifiesto que obligó a la municipalidad a presentar ante el rey. El documento manifestaba su rechazo a que los Estados de Bretaña, a punto de reunirse en Rennes, fueran, como en el pasado, un mero instrumento en manos de la nobleza y del clero. También pedía para el Tercer Estado el derecho a votar los impuestos. Para poner fin a la amarga anomalía que suponía el hecho de que el poder estuviera en manos de aquellos que no pagaban impuestos, el manifiesto exigía que el Tercer Estado estuviera representado a razón de un diputado por cada diez mil habitantes, que éste saliera estrictamente de la clase que representaba, y que no fuera un noble, ni delegado, ni senescal, ni procurador ni intendente de un aristócrata; que la delegación del Tercer Estado 1 fuera igual en número a las de los otros dos estados, y que en todos los asuntos los votos se contaran por cabeza, y no, como hasta ahora, por clases.
Este manifiesto, que contenía otras peticiones secundarias, permitía vislumbrar a los elegantes y frívolos caballeros que paseaban ociosamente por el CEil de Boeuf de Versalles algunos de los desconcertantes cambios que el señor Necker se disponía a desencadenar. De haber podido, era fácil adivinar cuál hubiera sido su reacción al documento. Pero Necker era el único piloto capaz de llevar a puerto seguro la zozobrante nave del Estado. Siguiendo su consejo, Su Majestad el rey volvió a remitir el asunto a los Estados de Bretaña para que lo solucionaran, pero con la significativa promesa de intervenir si las clases privilegiadas -la nobleza y el clero-se resistían al deseo del pueblo. Y por supuesto, las clases privilegiadas, precipitándose ciegamente hacia su destrucción, se resistieron, lo que provocó que el rey suspendiera los Estados.
Y ahora eran esas mismas clases se negaban a acatar la autoridad del soberano. La ignoraban deliberadamente, querían seguir celebrando sus sesiones y proceder a las elecciones a su manera, convencidos de que así lograrían salvaguardar sus privilegios y continuar su rapiña.
Una mañana de noviembre Philippe de Vilmorin llegó a Gavrillac con todas estas noticias. Era estudiante de teología del Seminario de Rennes y miembro del Casino Literario. Pronto encontró en aquel pueblo, desde tiempo atrás adormecido, el caldo de cultivo adecuado para encender su indignación. Un campesino de Gavrillac, llamado Mabey, había muerto aquella mañana en los bosques de Meupont, cerca del río, a causa de los disparos del guardabosque del marqués de La Tour d'Azyr. Al infortunado campesino lo sorprendieron robando un faisán que había caído en una trampa y el guardabosque cumplió al pie de la letra las órdenes de su señor.
Enfurecido ante un acto de tiranía tan absoluto y despiadado, el señor de Vilmorin propuso llevar el caso ante el señor de Kercadiou. Mabey era vasallo de Gavrillac, y Vilmorin esperaba que el señor de aquel pueblo exigiría por lo menos una indemnización para la viuda y los tres huérfanos, víctimas de aquella brutalidad.
Pero como Philippe y André-Louis eran amigos de la infancia, casi como hermanos, el seminarista se dirigió primero a éste. Lo encontró solo, desayunando en un amplio comedor de techo bajo y blancas paredes: el comedor de Rabouillet, único hogar que André-Louis conociera. Tras abrazarse, Philippe expuso su airada denuncia contra el señor de La Tour d'Azyr.