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– Pero vos habéis dicho que se trataba de un duelo, ¿no? -preguntó el procurador del rey, entre enfurecido y extrañado.

– He dicho que le dieron al asunto la apariencia de un duelo. Pero fue una cosa muy diferente, como os demostraré si me escucháis hasta el final.

– ¡Tómese su tiempo, señor! -dijo irónicamente el señor de Lesdiguiéres, cuyo suntuoso salón no había presenciado jamás una escena semejante.

Ni corto ni perezoso, André-Louis contestó solemnemente:

– Muchas gracias, caballero. Puedo demostrar que Philippe de Vilmorin nunca practicó la esgrima, mientras que de todos es sabido que el marqués es un gran espadachín. ¿Se le puede llamar duelo a un combate en el que sólo uno de los contrincantes está armado? Pues la comparación vale también para un duelo tan desigual como el que tuvo lugar allí.

– Ése es el falaz argumento que siempre se esgrime después de los duelos.

– Pero no siempre con igual justicia. Y en un caso, al menos, tuvo éxito.

– ¿Éxito? Explicaos mejor…

– Hace diez años, en el Delfinado. Me estoy refiriendo al caso del señor de Gesvres, un caballero de aquella provincia que obligó a batirse en duelo al señor de La Roche Jeannine, y lo mató. El señor Jeannine pertenecía a una familia poderosa, que se empeñó en obtener justicia apelando al mismo argumento que ahora presento contra el marqués de La Tour d'Azyr. Como recordaréis, los jueces declararon que había habido provocación intencionada por parte del señor de Gesvres, y le hallaron culpable de asesinato premeditado, y lo ahorcaron.

El procurador del rey saltó en su asiento y ladró:

– ¡Mal rayo me parta! ¿Tenéis la desfachatez de sugerir que el señor marqués debe ser ahorcado?

– ¿Por qué no, señor, si la ley lo ordena, y más aún si existe un precedente como el que os acabo de referir, y que se puede verificar sin dificultad?

– ¿Me preguntáis por qué no? ¿Tenéis la temeridad de preguntármelo?

– Sí, señor, la tengo; ¿podéis contestarme? Si no podéis, pensaré que para una poderosa familia como la de La Roche Jeannine es posible hacer cumplir la ley, esa misma ley que permanece muda e inerte cuando se trata de un pobre hombre desconocido que ha sido brutalmente asesinado por un noble. El señor de Lesdiguiéres comprendió que con argumentos no conseguiría convencer al decidido joven y decidió amenazarle.

– Os daré un último consejo, que os marchéis enseguida, y ya podéis dar gracias de que os deje salir de aquí sin castigo.

– ¿Debo entender, caballero, que os negáis a emprender la investigación del caso que he presentado? ¿Nada de lo que os he dicho ha podido conmoveros?

– Lo que debéis entender es que si dentro de dos minutos no estáis fuera de aquí tendréis que ateneros a las consecuencias. El procurador del rey hizo sonar la campanilla de plata. Pero André-Louis no se calló:

– Os he informado de que ha tenido lugar un así llamado «duelo» en el transcurso del cual ha muerto un hombre. Resulta extraño que tenga que recordaros a vos, encargado de administrar la justicia del rey, que los duelos están prohibidos por la ley y que es vuestro deber abrir una investigación. Estoy aquí como abogado de la atribulada madre de Philippe de Vilmorin para exigiros esa investigación que debéis a su familia.

Detrás del joven abogado se abrió suavemente una puerta. El procurador, pálido de furia, apenas podía contenerse:

– ¿Queréis provocarme, insolente truhán? -bramó-. ¿Creéis que la justicia del rey debe actuar sólo porque así lo quiere un desvergonzado plebeyo? Estoy asombrado de mi paciencia con vos. Pero os daré un último aviso, señor abogado: refrenad esa lengua o tendréis que arrepentiros de su ligereza. ¡Sacad a este hombre de aquí! -levantó despreciativamente su enjoyada mano dirigiéndose al ujier que estaba detrás de André-Louis.

El joven abogado titubeó un instante. Entonces, encogiéndose de hombros, se volvió hacia la puerta. Aquél era el molino de viento; y él, el caballero andante de la triste figura. Atacarlo más de cerca sería exponerse a ser despedazado. No obstante, antes de salir, André-Louis se volvió:

– Señor de Lesdiguiéres -dijo-, ¿puedo citaros un ejemplo curioso de la Historia Natural ? El tigre fue durante siglos el rey de la selva y aterrorizaba a todos los animales, incluyendo a los lobos. Pero el lobo, cazador también, un día se cansó de ser cazado. Se unió con otros lobos, y todos juntos, formando manadas para protegerse, descubrieron la fuerza del grupo, o sea, de la asociación, y se lanzaron a la caza del tigre con resultados desastrosos para éste. Debería estudiar a Buffon, señor de Lesdiguiéres.

– Ya esta mañana he tenido ocasión de estudiar a un bufón -replicó con una sonrisa de sarcasmo el procurador del rey. De no ser porque estaba convencido de que su retruécano era muy ingenioso, probablemente no se hubiera dignado responderle-. Y no os entiendo -añadió.

– Ya me entenderá, señor de Lesdiguiéres. Ya me entenderá -dijo André-Louis y salió.

CAPÍTULO VII El viento

André-Louis acababa de romper su inútil lanza contra el poderoso molino de viento. La imagen quijotesca sugerida por el señor Kercadiou persistía en su mente, y ahora comprendía que sólo gracias a su buena suerte había escapado indemne de aquella entrevista. Ahora le quedaba sólo el viento, el torbellino. Y lo que estaba ocurriendo en Rennes, reflejo de los graves sucesos de Nantes, hacía soplar aquel viento a su favor.

Volvió casi corriendo a la Plaza Real, donde la aglomeración del populacho era mayor. Según su opinión, allí estaba el corazón y el cerebro de aquella conmoción que excitaba a la ciudad.

Pero la conmoción que André-Louis había presenciado allí antes no era nada comparada con la que encontró a su regreso. La primera vez había un cierto silencio en torno a la voz del orador que denunciaba al Primer y al Segundo Estado desde el pedestal de la estatua de Luis XV. Ahora el aire vibraba con la voz de la multitud que se levantaba furiosa. Aquí y allá los hombres alzaban sus puños y garrotes, y por doquier se desencadenaba la más fiera anarquía mientras los gendarmes, enviados por el procurador del rey, no lograban restablecer el orden en medio de aquella tempestuosa marea humana.

De todas partes brotaban los gritos de: «¡A palacio! ¡A palacio! ¡Mueran los asesinos! ¡Mueran los nobles! ¡A palacio!».

Un artesano que estaba junto a André-Louis le explicó el motivo de la creciente excitación:

– ¡Le han matado! Su cuerpo está aún al pie de la estatua, y hace menos de una hora que asesinaron a otro estudiante cerca de las obras de la catedral. ¡Claro, lo que no consiguen por una vía, lo intentan por otra!

El artesano estaba enardecido:

– Nada los detendrá. ¡Cómo no pueden intimidarnos, por Dios que están dispuestos a asesinarnos! Están decididos a que los Estados de Bretaña hagan lo que ellos quieran. Lo único que les importa es defender sus intereses.

André-Louis lo dejó con la palabra en la boca y trató de abrirse paso a través de aquella avalancha humana.

Al pie de la estatua se encontró con un grupo de estudiantes que, rodeando el cuerpo del muchacho asesinado, expresaban su temor y su rabia.

– ¿Qué haces tú aquí, Moreau? -dijo una voz.

André-Louis miró a su alrededor y se encontró con un hombre pequeño, de unos treinta años, que le miraba con cierta impertinencia. Era Le Chapelier, un abogado de Rennes, un prominente miembro del Casino Literario de esa ciudad, hombre de ideas revolucionarias y con excepcionales dotes de orador.

– ¡Ah, eres tú, Le Chapelier! ¿Por qué no te diriges a la gente? ¿Por qué no les dices lo que tienen que hacer? ¡Vamos, hombre, sube! -dijo André-Louis señalándole el pedestal.

Le Chapelier escudriñó el rostro impasible de André-Louis tratando de detectar la ironía que sospechaba en sus palabras. Ambos eran polos opuestos en sus puntos de vista políticos y, como todos los miembros del Casino Literario de Rennes, aquel vigoroso republicano desconfiaba de André-Louis. De haber prevalecido la opinión de Le Chapelier contra la influencia de Vilmorin, André-Louis hubiera sido expulsado mucho antes de aquella tertulia intelectual de Rennes, cuyos miembros estaban exasperados por las burlas que él hacía de sus ideales.