Por eso ahora Le Chapelier sospechaba que la invitación de André-Louis era otra de sus burlas, y aunque no encontró en su rostro ninguna señal de ironía, sabía por experiencia que aquella cara nunca solía delatar los pensamientos que tras ella se ocultaban. -Nuestras opiniones no pueden coincidir en esto -dijo Le Chapelier.
– Pero ¿puede haber aquí dos opiniones? -repuso André-Louis.
– Dondequiera que nos encontremos siempre habrá dos opiniones, Moreau, sobre todo ahora que eres delegado de un noble. Ya puedes ver con tus propios ojos lo que hacen tus amigos. No me cabe la menor duda de que estás de acuerdo con sus métodos -dijo con fría hostilidad Le Chapelier.
André-Louis le miró sin sorprenderse. Después de todo, si siempre estaban enfrentados en los debates académicos, ¿cómo no iba a sospechar Le Chapelier ahora de sus intenciones?
– Si no te diriges a las gentes para decirles lo que deben hacer, lo haré yo -declaró André-Louis.
– ¡Caramba! Si quieres que te atraviesen con una bala, no seré yo quien lo impida. Quizás así quedemos en tablas.
Apenas dijo esto, Le Chapelier se arrepintió, pues por toda respuesta, André-Louis subió de un salto al pedestal. Ahora estaba alarmado, pues sólo podía suponer que la intención de André-Louis era hablar en favor del Privilegio, es decir de los nobles a quienes representaba. Le Chapelier lo cogió por una pierna para obligarlo a bajar.
– ¡Eso no! -gritó-. ¡Baja de ahí, loco! ¡No permitiremos que lo eches todo a perder con tus payasadas! ¡Baja de ahí!
Pero André-Louis, agarrado a una de las patas de bronce del caballo, lanzó al aire su voz que, como las notas de un clarín, sobrevoló las cabezas de la muchedumbre: «¡Ciudadanos de Rennes, la patria está en peligro!».
El efecto fue inmediato. Una vibración semejante a las pequeñas olas que forma el viento en el mar recorrió aquellas cabezas, seguida del más absoluto silencio. Todos contemplaron al esbelto joven que les arengaba, descubierto, con largas mechas de cabello negro sobre la frente, su tirilla medio deshecha, el rostro pálido y la mirada febril.
André-Louis sintió una súbita oleada de gozo cuando advirtió instintivamente que se había apoderado de aquella multitud pendiente de su grito y de su audacia.
Incluso Le Chapelier, aunque seguía aferrado a su tobillo, ya no tiraba tratando de bajarlo del pedestal. A pesar de que seguía desconfiando de las intenciones de André-Louis, aquella primera frase había conseguido confundirlo y atraer su atención.
Entonces, lenta, impresionantemente, con una voz tan clara que llegaba a toda la plaza, el joven abogado de Gavrillac empezó su discurso:
– Temblando de horror ante el vil asesinato perpetrado aquí, mi voz reclama vuestra atención. Ante vuestros ojos se ha cometido este crimen: el asesinato de quien noblemente, lleno de altruismo, alzó su voz contra la garra que nos oprime a todos. Por temor a esa voz y a la luz que podía arrojar, nuestros opresores enviaron a sus gendarmes para silenciarla con la muerte.
Le Chapelier soltó el tobillo de André-Louis y se lo quedó mirando boquiabierto. No sólo parecía hablar en serio por primera vez en su vida, sino que lo hacía a favor del camino correcto. ¿Qué le había pasado?
– ¿Qué otra cosa podéis esperar de los asesinos sino el asesinato? -prosiguió André-Louis-. Yo tengo algo que contaros, algo que os demostrará que esto que ha ocurrido aquí no es nada nuevo; algo que os revelará cuáles son las fuerzas a las que os enfrentáis. Ayer…
Se hizo un silencio. Una voz se elevó del gentío, a unos veinte pasos:
– ¡Es uno de ellos!
Inmediatamente sonó un disparo de pistola y una bala fue a incrustarse en la estatua de bronce, justo detrás de André-Louis.
Instantáneamente la multitud se arremolinó, intensificándose hacia el lugar de donde habían disparado. El pistolero pertenecía a un considerable grupo de la oposición, cuyos miembros quedaron rodeados en cuestión de segundos y se vieron en serias dificultades para protegerlo.
Al pie del pedestal se oyó la voz de los estudiantes haciéndole coro a Le Chapelier, quien ordenaba a André-Louis que se ocultara. -¡Baja! ¡Baja ahora mismo! ¡Te asesinarán como ya hicieron con La Riviére!
– ¡Dejadles! -André-Louis abrió los brazos en un supremo gesto teatral, y se echó a reír-: Aquí me tienen, a su merced. Dejadles que añadan mi sangre a la crecida del río que pronto les ahogará. Dejadles que me asesinen. Es un oficio que conocen muy bien. Pero mientras esté aquí, no podrán impedirme que os hable, que os diga lo que podéis esperar de ellos. Y soltó otra carcajada, entre gozoso y eufórico. Se reía por dos motivos. En primer lugar, le divertía descubrir con cuánta fluidez pronunciaba frases que emocionaban tan ardientemente a la multitud; y, en segundo, se acordaba del ingenioso cardenal de Retz, quien, con el propósito de despertar la simpatía popular hacia él, acostumbraba a contratar a sus compinches para que dispararan sobre su coche. De pronto se encontraba en una situación similar a la de aquel astuto político. Claro que él no había contratado a nadie para que le disparara, pero no por ello dejaba de estar en deuda con aquel personaje, y dispuesto a sacar el máximo partido de aquel acto.
El grupo que trataba de proteger al asesino luchaba a brazo partido tratando de abrirse paso para escapar de la multitud enfurecida.
– ¡Dejadles huir! -gritó André-Louis-. ¿Qué importa un asesino más o menos? Dejadles huir y escuchadme, compatriotas.
Entonces, cuando más o menos consiguió restablecer el orden, André-Louis empezó su relato. Expresándose con un lenguaje sencillo, aunque sin renunciar a la vehemencia, logró emocionar a todos aquellos corazones con lo ocurrido el día antes en Gavrillac. La gente lloraba mientras escuchaba la descripción de la situación en que se hallaban la viuda de Mabey y sus tres hijos hambrientos «que se han quedado huérfanos en venganza por la muerte de un faisán». También hubo lágrimas cuando evocó a la pobre madre de Philippe de Vilmorin, un estudiante de Rennes, conocido de muchos allí, quien murió en un noble esfuerzo por defender la causa de los afligidos.
– El marqués de La Tour d'Azyr -continuó el orador- dijo, refiriéndose a Philippe de Vilmorin, que su elocuencia era demasiado peligrosa, y para acallar su valiente voz, le asesinó. Pero ha fracasado en sus objetivos. Yo, amigo íntimo del pobre Philippe, asumo su apostolado, y hoy no es mi voz la que oís, sino la suya.
Al fin Le Chapelier pudo comprender el desconcertante cambio de André-Louis.
– No estoy aquí -continuó el improvisado orador- sólo para pedir que venguéis con vuestras manos a Philippe de Vilmorin, estoy aquí para deciros lo que él os hubiera dicho hoy si estuviera vivo.
Hasta aquí André-Louis era sincero. Pero no añadió que no creía en aquellas ideas, no dijo que era una ambiciosa burguesía la que en provecho propio empujaba al pueblo a cambiar el actual estado de cosas. Sin embargo, su auditorio creyó que las ideas que expresaba eran las que sentía.
Y ahora, con voz terrible, con una elocuencia que a él mismo le asombraba, denunciaba la inercia de la justicia del rey cuando los acusados eran los nobles. Sarcásticamente, se refirió al procurador del rey, el señor de Lesdiguiéres:
– ¿Sabíais -preguntó a la muchedumbre- que el señor de Lesdiguiéres sólo sabe administrar justicia cuando resulta favorable a nuestros grandes nobles? ¿No sería más justo y razonable que la administrara de otro modo?