Hizo una pausa de gran efecto dramático para dejar que su sarcasmo hiciera mella en quienes le oían. Sin embargo, las dudas de Le Chapelier despertaron de nuevo, poniendo en tela de juicio su naciente confianza en la sinceridad de André-Louis. ¿Adónde quería ir a parar ahora?
Pero sus dudas se desvanecieron enseguida. André-Louis continuó hablando como se suponía que lo hubiera hecho Philippe de Vilmorin. Tantas veces había discutido con el amigo muerto, tantas veces había participado en los debates del Casino Literario, que se sabía al dedillo todos los tópicos -en esencia aún verdaderos- de los reformadores.
– ¿Cuál es -gritó André-Louis- la composición de nuestro país? Un millón de sus habitantes pertenece a las clases privilegiadas. Ellos son Francia. Porque, evidentemente, el resto no son más que objetos. No se puede pretender que veinticuatro millones de almas cuenten para algo, ni que puedan ser representativas de esta gran nación, ni que tengan otro destino que no sea el de servir de criados a aquel otro millón de elegidos. Una inquietante risa multitudinaria se oyó en la plaza abarrotada, tal y como André-Louis quería.
– Viendo peligrar sus privilegios a causa de la invasión de esos otros veinticuatro millones de habitantes, en su mayor parte integrados por la «canalla», como dicen ellos; posiblemente creados por Dios, pero evidentemente sólo para ser esclavos de los privilegiados, ¿cómo puede sorprendernos que el administrar justicia esté en manos de gentes como el señor de Lesdiguiéres, gentes sin seso para pensar ni corazón para conmoverse? Ellos tienen que defenderse del asalto de la canalla, de esa chusma que somos nosotros. Pensad tan sólo en algunos de esos derechos señoriales que peligrarían seriamente si los privilegiados obedecieran por fin a su soberano y admitieran que el voto del Tercer Estado tiene tanta importancia como el de ellos.
Tras una breve pausa, siguió:
– Si admitieran al Tercer Estado, ¿qué sería del derecho que poseen sobre la tierra, los árboles frutales, las viñas? ¿Qué sería del privilegio que tienen sobre la primera vendimia y para ejercer el control de la venta del vino? ¿Qué sería de su derecho a los impuestos que paga el pueblo y que mantienen su opulento estado? ¿Qué de los tributos que les dan un quinto del valor de las posesiones, y que han de pagárseles antes de que los rebaños puedan alimentarse en las tierras comunales? ¿Qué de la indemnización que les resarce del polvo levantado en sus caminos por los rebaños que van al mercado? ¿Y qué sería del impuesto sobre cada una de las cosas que se venden en los mercados públicos, sobre los pesos y las medidas, y todo lo demás? ¿Qué sería de sus derechos sobre los hombres y animales que trabajan en los campos; sobre las barcas y los puentes que cruzan los ríos, sobre la excavación de pozos, sobre las madrigueras de conejos, sobre los palomares y el fuego, pues hasta a la más pobre chimenea campesina le sacan provecho? ¿Qué pasaría con sus exclusivos derechos de pesca y de caza, cuya violación se considera tan grave que puede incluso castigarse con la pena capital?
Al cabo de otra pausa, André-Louis prosiguió:
– ¿Y qué sería de sus execrables y abominables derechos sobre las vidas y los cuerpos del pueblo, derechos que, aunque rara vez ejercen, nunca han sido revocados? Hoy día, si a un noble que regresa de cazar se le antoja asesinar a dos de sus siervos de la gleba para refrescarse los pies en su sangre, puede alegar que tenía absoluto derecho a hacerlo. Sin miramientos de ninguna clase, ese millón de privilegiados cabalga y se divierte encima de veinticuatro millones de seres humanos, esa canalla que no existe sino para su propio placer. ¡Ay del que levante su voz para protestar en nombre de la humanidad y contra estos abusos ya excesivos! Ya os he contado el asesinato a sangre fría que presencié por poco menos que eso. Vuestros propios ojos han presenciado el asesinato de otro infeliz aquí, en este pedestal donde estoy ahora, y otro más, junto a las obras de la catedral, sin contar que también habéis sido testigos del frustrado atentado contra mi propia vida. Entre esos asesinatos y la correspondiente justicia que debería castigarlos, están los Lesdiguiéres, esos procuradores del rey que en vez de instrumentos de justicia, son muros levantados para proteger los privilegios y los abusos dondequiera que se ejerzan esos derechos grotescos y excesivos. ¿Cómo puede extrañarnos que no cedan ni una pulgada, que se resistan a la elección de un Tercer Estado cuyos votos podrían dar al traste con todos estos privilegios, obligando a los privilegiados a someterse a la igualdad ante la ley, al mismo nivel que el más humilde hombre del pueblo, proporcionándole al país el dinero necesario para salvarlo de la bancarrota que ellos mismos han provocado pagando impuestos en la misma proporción que los demás? Antes que ceder a todo esto, prefieren resistirse incluso a las órdenes del rey.
Al llegar a este punto, André-Louis recordó una frase que Vilmorin había dicho el mismo día de su muerte; en aquel momento no le dio ninguna importancia. Pero ahora se disponía a usarla:
– ¡Son los nobles quienes, desobedeciendo al rey, están socavando los cimientos del trono! En su locura, no se dan cuenta de que si ese trono se derrumba, ellos serán los primeros en caer.
La frase fue ovacionada con un terrorífico rugido. Otra vez el auditorio vibró como sacudido por un oleaje mientras André-Louis sonreía irónicamente. Entonces pidió silencio, y le obedecieron en el acto, lo que le hizo comprender hasta qué punto se había adueñado de aquella gente. En su voz cada uno de los presentes reconocía su propia voz, una voz que por fin expresaba las ideas que durante meses y años habían rondado aquellas mentes sencillas pero sin acabar de definirse.
Ahora el orador se disponía a concluir, hablando más tranquilo, exagerando más los movimientos irónicos de su boca siempre risueña:
– Al despedirme del señor de Lesdiguiéres le cité un ejemplo sacado de la Historia Natural de Buffon. Le dije que cuando los lobos andaban aislados por la jungla se hartaron de huir del tigre que siempre los cazaba. Entonces se reunieron en grupos y les tocó el turno de cazar ellos al tigre. El señor de Lesdiguiéres me contestó desdeñosamente que no me entendía. Pero vuestra inteligencia es más aguda que la suya. Y por eso estoy seguro de que me comprendéis. ¿Verdad que sí?
Otra vez se oyó un gran rugido, ahora mezclado con risas. André-Louis había arrastrado a aquellas gentes a un extremo tal de peligroso apasionamiento que bastaba la menor incitación para que llegaran a cualquier exceso de violencia. Si había fracasado ante el molino, por lo menos ahora era dueño del viento.
– ¡A palacio! -gritaban las gentes blandiendo garrotes, alzando los puños y alguna que otra espada-. ¡A palacio! ¡Abajo el señor de Lesdiguiéres! ¡Muerte al procurador del rey!
Evidentemente, André-Louis era el dueño del viento. Sus peligrosas dotes oratorias -un don que en ninguna parte es más poderoso que en Francia, pues sólo allí las emociones del hombre responden con tanta vehemencia a la llamada de la elocuencia- le habían dado ese poderío. A una orden suya, el torbellino haría añicos aquel molino contra el cual antes había luchado en vano. Pero eso francamente no entraba en sus planes.
– ¡Esperad! -ordenó-. ¿Acaso es digno de vuestra noble indignación ese instrumento miserable de un sistema corrompido?
André-Louis confiaba en que sus palabras fueran comunicadas al señor de Lesdiguiéres. Pensó que era bueno para el alma del procurador del rey que por una vez al menos pudiera oír la pura verdad sobre su persona.
– Es el sistema en sí lo que debemos atacar y derribar, no a un mero instrumento. Si nos precipitamos podemos echarlo todo a perder. ¡Ante todo, hijos míos, nada de violencia!
¡«Hijos suyos»! ¡Si lo hubiese oído su padrino!
– Ya habéis visto los funestos resultados de la violencia prematura por doquier en Bretaña, sin contar lo que oímos acerca de lo que ocurre en toda Francia. Nuestra violencia provocaría la de ellos. Eso les vendría como anillo al dedo para consolidar su poder. Enviarían a sus militares. Estaríamos frente a las bayonetas de los mercenarios. Os ruego que no provoquéis eso. No les facilitéis las cosas, no les deis el pretexto que están esperando para hundirnos en el barro de nuestra propia sangre.