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Del absoluto silencio que ahora reinaba en la plaza, súbitamente brotó un grito:

– Y entonces, ¿qué hacemos?

– Voy a decíroslo -contestó André-Louis-. La riqueza y el poder de Bretaña están ligados a Nantes, una ciudad burguesa, una de las más prósperas del reino gracias a la energía de la burguesía y al trabajo del pueblo. Fue en Nantes donde nació este movimiento, a resultas del cual, el rey ordenó la disolución de los Estados tal como están ahora constituidos. Una orden que aquellos que basan su poder en los privilegios y en el abuso no vacilan en desobedecer. Dejad que en Nantes conozcan la verdadera situación en que nos encontramos. Al contrario que Rennes, Nantes tiene el poder de hacer que su voluntad prevalezca. Dejemos que Nantes ejerza una vez más ese poder y, mientras tanto, esperemos. Así triunfaréis. Así, los ultrajes, los crímenes que se han perpetrado ante vuestros ojos, serán al fin vengados.

Tan abruptamente como antes subió al pedestal, André-Louis bajó de la estatua. Había terminado. Había dicho todo -tal vez más de lo que se proponía decir- en nombre del amigo muerto que hablaba por su boca. Pero la gente no quiso que aquello acabara así. Las aclamaciones hicieron temblar el aire. Había jugueteado con las emociones de la gente como un arpista hace con las cuerdas de su instrumento. Y ahora todos vibraban de pasión, como en una sinfonía cuya nota final era la esperanza.

Una docena de estudiantes cargaron en hombros al delgado André-Louis haciéndolo aparecer otra vez por encima de la clamorosa muchedumbre.

Le Chapelier se mantuvo junto a él, con el rostro enrojecido y los ojos brillantes.

– Muchacho -le dijo-, hoy has encendido una hoguera que iluminará el rostro de Francia con un fulgor de libertad.

Y entonces, dirigiéndose a los otros estudiantes, añadió:

– ¡Al Casino Literario! ¡Enseguida! Tenemos que tomar medidas inmediatamente; hay que enviar un delegado a Nantes para que les lleve a nuestros amigos de allí el mensaje del pueblo de Rennes.

El gentío retrocedió, abriéndole paso al grupo de estudiantes que llevaban en hombros al héroe del momento. Haciéndoles señales con la mano, André-Louis pidió a la gente que se dispersara. Debían regresar a sus hogares y aguardar allí pacientemente lo que sucedería dentro de poco.

– Durante siglos enteros habéis soportado la carga con una fortaleza que es un ejemplo para el mundo -dijo halagándolos-. Resistid un poquito más. El final está a la vista, amigos míos.

Siempre a hombros del pequeño grupo de estudiantes, André-Louis salió de la plaza y subió por la calle Real hasta llegar a una antigua casa, una de las pocas que habían sobrevivido al incendio de la ciudad. En el piso superior de aquella casa tenían lugar habitualmente las sesiones del Casino Literario. Allí estaban todos los miembros de la sociedad convocados por un mensaje previo de Le Chapelier.

Cuando se cerró la puerta, unos cincuenta hombres, jóvenes en su mayoría, excitados con la ilusión de la libertad, recibieron a André-Louis como a la oveja descarriada, colmándole de felicitaciones.

Mientras las puertas de abajo permanecían custodiadas por una guardia de honor formada por hombres del pueblo, en el piso de arriba comenzaron las deliberaciones sobre las medidas que debían adoptar inmediatamente. La guardia de honor resultó realmente necesaria, pues nada más empezar a hablar los miembros del Casino, la casa fue asaltada por los gendarmes que Lesdiguiéres envió con orden de arrestar al revolucionario que había incitado al pueblo de Rennes a la sedición. La fuerza enviada era de unos cincuenta hombres, pero quinientos hubieran sido pocos. La muchedumbre rompió sus carabinas, y hasta alguna cabeza. Poco acostumbrados a aquel estallido popular, los gendarmes se retiraron prudentemente. De lo contrario, los hubieran hecho pedazos a todos.

Mientras esto ocurría en la calle, en el salón del piso de arriba, Le Chapelier se dirigía a sus colegas del Casino Literario. Allí, sin temor a las balas, ni a nadie que pudiera informar de sus palabras a las autoridades, Le Chapelier dio rienda suelta a su oratoria. Su discurso era tan directo y brutal como delicado y elegante era él.

Elogió el vigor y la grandeza del discurso del amigo Moreau. Sobre todo, alabó su buen tino. Las palabras de Moreau los habían cogido a todos por sorpresa, pues hasta entonces le consideraban el crítico más feroz de sus proyectos de reforma y regeneración. Eso sin contar el recelo que despertaba en ellos su nombramiento como delegado de un noble en los Estados de Bretaña. Pero ahora conocían la razón de su conversión. El asesinato de su amigo Vilmorin había originado aquel cambio. En aquel crimen brutal, Moreau había descubierto finalmente la verdadera magnitud de aquel mal que ellos habían jurado expulsar de Francia. Y acababa de demostrarles que era el más ferviente apóstol de la nueva fe. Les había mostrado el único camino razonable. El ejemplo tomado de la Historia Natural era el más indicado. Tenían que unirse, como los lobos, asegurando la uniformidad de acción del pueblo; y enviar inmediatamente un delegado a Nantes, que era la ciudad más poderosa de Bretaña. Le Chapelier invitó a sus compañeros a elegir al delegado.

André-Louis, sentado cerca de la ventana, apenas reaccionaba, escuchando confuso aquella cascada de elocuencia.

Cuando acabaron los aplausos, oyó una voz que exclamaba:

– ¡Propongo como delegado a nuestro líder Le Chapelier!

Le Chapelier echó hacia atrás su cabeza elegantemente peinada, que hasta ese momento mantenía inclinada, como meditando, y su rostro palideció. Nerviosamente afirmó los lentes de oro sobre su nariz.

– Amigos míos -dijo pausadamente-. Me siento profundamente honrado, pero si aceptara, usurparía un honor que corresponde a otro. ¿Quién puede representarnos mejor, quién es el más indicado para hablar con nuestros amigos de Nantes, en nombre del pueblo de Rennes, que el campeón que hoy ha sido capaz de interpretar a la perfección la voz de esta gran ciudad? Debemos conceder el honor de ser nuestro mensajero a quien le pertenece: a André-Louis Moreau.

Levantándose en respuesta a la salva de aplausos que acogió esta proposición, André-Louis inclinó ligeramente la cabeza aceptando:

– Que así sea -dijo-. Quizá me corresponda terminar lo que he comenzado, aunque también pienso que Le Chapelier hubiera sido un digno representante. Partiré esta noche.

– Partirás en el acto, muchacho -dijo Le Chapelier revelando el verdadero origen de su generosidad-. Después de lo sucedido aquí, estás en peligro. Debes partir secretamente. Ninguno de nosotros debe decir a nadie bajo ningún concepto que te has ido. No me gustaría que sufrieras ningún daño a causa de esto, André-Louis. Pero debes ser consciente del riesgo que corres y, si realmente deseas ayudarnos a salvar a nuestra afligida madre patria, actúa con cautela, siempre en secreto, incluso oculta tu identidad. O de lo contrario, el señor de Lesdiguiéres te echará el guante y entonces estarás perdido.

CAPÍTULO VIII Omnes Omnibus

André-Louis salió de Rennes a caballo metiéndose en una aventura más complicada de lo que había pensado al dejar la soñolienta aldea de Gavrillac. Pasó la noche en una posada del camino, de la que salió a primera hora de la mañana para llegar a Nantes al atardecer del siguiente día.

Mientras cabalgaba a través de las anodinas llanuras de Bretaña, tuvo tiempo para pasar revista a todo lo que había hecho y a su actual situación. A pesar de su interés estrictamente académico en la nueva filosofía que pretendía cambiar el orden social y las escasas simpatías que despertaba en él, súbitamente se había convertido en un revolucionario revoltoso, encargado de propagar heroicamente la acción revolucionaria. De representante y delegado de un noble en los Estados de Bretaña, había pasado del modo más absurdo a ser representante y delegado del Tercer Estado de Rennes.