Era difícil determinar hasta qué punto, en medio del torrente de su oratoria y en el calor del momento había podido llegar a autosugestionarse. Pero lo cierto era que ahora, al mirar fríamente hacia atrás, no podía engañarse acerca de lo que había hecho. Cínicamente, había presentado a quienes le escuchaban sólo un aspecto de la gran cuestión que se debatía.
Pero ya que el desorden reinante en Francia servía de baluarte al señor de La Tour d'Azyr, dándole total inmunidad para cometer cualquier crimen, aquel estado de cosas tendría que asumir las consecuencias de su injusticia. Así justificaba André-Louis sus actos. Y gracias a eso no se arrepentía de llevar su mensaje de sedición a la bella ciudad de Nantes, cuyas amplias calles y espléndido puerto la convertían en próspera rival de Burdeos y Marsella.
En el muelle La Fosse encontró una posada, donde dejó su caballo y cenó junto a una ventana desde la que veía los barcos de todas las naciones anclados en el estuario del Loira. La pálida luz del sol se reflejaba en las amarillas aguas del río y en los mástiles de los buques.
Por los muelles la vida bullía con una efervescencia que sólo podía verse en los muelles de París. André-Louis vio marineros de países lejanos, exóticamente vestidos, hablando lenguas extrañas; corpulentas pescaderas con cestos llenos de sardinas sobre las cabezas y voluminosas faldas arrolladas hasta los muslos, pregonando su mercancía; barqueros con gorros de lana y calzones remangados hasta la rodilla, campesinos con chaquetas de piel de cabra y chanclos de madera que sonaban ruidosamente sobre el empedrado; carpinteros de ribera y peones de los astilleros, reparadores de fuelles, cazarratas, aguadores, vendedores de tinta y otros buhoneros ambulantes. Y desparramados en aquella masa proletaria que hormigueaba constantemente, también vio a industriales sobriamente ataviados, a mercaderes con largas casacas, y a algún que otro comerciante en su coche tirado por dos caballos abriéndose paso entre el gentío a los gritos de «¡Cuidado!» de su cochero. También de vez en cuando pasaba alguna dama en su silla de manos, o un abate remilgado, o un oficial uniformado de rojo montando a caballo con aire desdeñoso. Y, por supuesto, no faltó la gran carroza de un noble con blasones en las portezuelas, y el lacayo subido en el estribo posterior, con su librea resplandeciente y la peluca empolvada. También vio capuchinos de hábito castaño y benedictinos vestidos de negro, y muchísimos curas -Dios estaba bien servido en las dieciséis parroquias de Nantes-, y en contraste con ellos, aquí y allá, andrajosos aventureros y gendarmes uniformados de azul y con polainas, guardianes de la paz.
Representantes de todas las clases sociales de los setenta mil habitantes de aquella industriosa ciudad engrosaban la corriente humana que pasaba por los muelles, al pie de la ventana que servía de atalaya a André-Louis.
Gracias al camarero que le sirvió en la taberna, André-Louis obtuvo noticias acerca del estado de ánimo reinante en la ciudad. El mesero, que apoyaba a las clases privilegiadas, afirmó apesadumbrado que se notaba cierto desasosiego. Todos estaban pendientes de lo que sucediera en Rennes. Si era cierto que el rey había disuelto los Estados de Bretaña, todo iría bien, y los descontentos no tendrían pretexto para nuevos disturbios. Ya había habido en Nantes algunos chispazos que alteraron el orden. Y esperaba que no se repitieran. A causa de los rumores, desde muy temprano en la mañana, la multitud acudía a los soportales de la Cámara de Comercio para recibir las últimas noticias. Pero aún no se sabía nada. Ni siquiera se tenía la certeza de que Su Majestad hubiera disuelto los Estados.
Eran las dos, la hora más animada en la Bolsa, cuando André-Louis llegó a la Plaza del Comercio. Dominada por el imponente edificio de la Bolsa, la plaza estaba tan concurrida que André-Louis tuvo que forcejear para abrirse paso hasta la escalinata del pórtico de columnas jónicas. Una sola palabra le hubiera bastado para que le dejaran pasar, pero intuitivamente no dijo nada. Su voz tenía que caer sobre aquella multitud igual que un trueno, del mismo modo que el día anterior había caído sobre el pueblo de Rennes. No quería malograr el efecto teatral de su aparición en público.
El edificio de la Bolsa estaba celosamente custodiado por una fila de ujieres precariamente armados, pues la guardia había sido improvisada a toda prisa por los comerciantes de la ciudad en previsión de posibles disturbios. Uno de estos ujieres le cerró el paso a André-Louis cuando quiso subir por la escalinata.
El delegado de Rennes le susurró unas palabras al oído para presentarse.
El ujier le indicó con un gesto que lo siguiera. Cuando llegaron al umbral de la Cámara, André-Louis se detuvo y le dijo a su guía:
– Esperaré aquí. Dígale al presidente que venga a verme.
– ¿Vuestro nombre, caballero?
André-Louis estaba a punto de contestar cuando, de pronto, recordó que Le Chapelier le había aconsejado ocultar su identidad en vista de lo peligroso de su misión.
– Mi nombre no le dirá nada. No tiene la menor importancia. Soy el portavoz del pueblo, nada más.
El ujier se fue y, a la sombra de las columnas del pórtico, André-Louis dejó vagar la mirada sobre la multitud de rostros aglomerados a sus pies.
Entonces llegó el presidente, seguido por otros hombres deseosos de saber las noticias que traía aquel joven desconocido.
– ¿Sois mensajero de Rennes?
– Soy el delegado que envía el Casino Literario de aquella ciudad para informaros de lo que allí sucede.
– ¿Cuál es vuestro nombre?
André-Louis calló un instante.
– Creo que cuantos menos nombres pronunciemos mejor.
El presidente abrió los ojos desmesuradamente y se puso muy serio. Era un hombre corpulento, de mejillas coloradas, autosuficiente. Tras un momento de vacilación, dijo:
– Entrad en la Cámara.
– Con vuestro permiso, señor, quiero comunicar mi mensaje desde aquí.
– ¿Desde aquí? -dijo el gran comerciante frunciendo el entrecejo.
– Mi mensaje es para el pueblo de Nantes, y sólo desde aquí puedo hacerlo llegar al mayor número de habitantes. No sólo es mi deseo, sino el de aquellos a quienes represento, que este mensaje sea escuchado por la mayor cantidad de ciudadanos posible.
– Decidme, caballero, ¿es cierto que el rey ha disuelto los Estados?
André-Louis miró al presidente. Sonrió como pidiendo perdón, e hizo señas hacia la multitud, que ahora se empinaba para ver mejor al esbelto joven que había hecho salir al pórtico al presidente y a otros miembros de la Cámara. El curioso instinto de las masas, les hacía presentir que aquél era el portador de las noticias que estaban esperando.
– Llamad también al resto de los miembros de la Cámara, caballero -dijo André-Louis-, y así podréis oírlo todos.
– Que así sea.
Una orden bastó para que los miembros de la Cámara se reunieran en lo alto de la escalinata, dejando despejado en el último peldaño un espacio en forma de herradura.
Allí se colocó André-Louis dominando a todos los reunidos. Se quitó el sombrero y lanzó el primer obús de una alocución que fue histórica, pues marcó una de las grandes etapas de Francia en su avance hacia la revolución.
– ¡Pueblo de la gran ciudad de Nantes, vengo a llamaros a las armas!
En medio del estupefacto, y más bien asustado, silencio que siguió a estas palabras, André-Louis miró detenidamente a su público durante un instante y prosiguió:
– Soy un delegado del pueblo de Rennes, encargado de anunciaros lo que ocurre, y he venido a invitaros, en esta hora de peligro para nuestro país, a levantaros y marchar en su defensa.