– ¡Vuestro nombre, vuestro nombre! -gritaron varias voces hasta convertirse en el grito unánime de toda la multitud.
El joven no podía contestar a aquella masa excitada como lo había hecho con el presidente. Era necesario que mostrara su compromiso y así lo hizo:
– Mi nombre -dijo- es Omnes Omnibus, y eso es todo. Por ahora es bastante. No soy más que un portavoz. He venido a anunciaros que dado que las clases privilegiadas en la asamblea de los Estados en Rennes han desobedecido la voluntad del rey y la nuestra, Su Majestad ha disuelto los Estados.
La ovación fue delirante. Los hombres aplaudían, reían y gritaban frenéticamente: «¡Viva el rey!». André-Louis aguardó hasta que la gente advirtió gradualmente la gravedad de su rostro y llegó a comprender que aquello no era todo. También el silencio se restableció paulatinamente y André-Louis pudo proseguir:
– Os regocijáis demasiado pronto. Desgraciadamente, los nobles, en su insolente arrogancia, han decidido no darse por enterados del mandato real, y a pesar de todo persisten en reunirse para resolver los problemas como les plazca.
Un silencio de desaliento acogió aquel desconcertante epílogo de la noticia que habían recibido con tanta alegría. Al cabo de una breve pausa, André-Louis continuó:
– De modo que esos hombres que ya estaban contra el pueblo y contra toda justicia e igualdad, incluso contra la humanidad, ahora también se han rebelado contra el rey. Antes que ceder una pulgada en los excesivos privilegios que hace tanto disfrutan, a expensas de la miseria de toda una nación, se burlarán de la autoridad real, incluyendo al mismísimo soberano. Están decididos a probar que en Francia no existe otra soberanía salvo la de los parásitos y holgazanes como ellos.
El público aplaudió débilmente. La mayoría permaneció esperando en silencio.
– Esto no es cosa nueva. Siempre ha sucedido lo mismo. En los últimos diez años no ha habido un ministro que, en vista de las necesidades y peligros del Estado y habiendo aconsejado las medidas que ahora pedimos como único remedio para evitar que nuestra patria se precipite al abismo, no fuera expulsado de su cargo por la influencia de los privilegiados. Dos veces ha sido llamado el señor Necker al ministerio, y dos veces lo han despedido, cuando sus insistentes consejos de reforma amenazaban los privilegios del clero y de la nobleza. Ahora por tercera vez lo han llamado, y al fin parece que tendremos Estados Generales a pesar de los privilegiados. Pero lo que las clases privilegiadas no pueden evitar, están determinadas a inutilizarlo. A menos que tomemos medidas para impedirlo, los nobles y el clero convertirán los Estados Generales en un mero instrumento para perpetuar los abusos gracias a los cuales viven, asegurando que el Tercer Estado esté representado por quienes ellos designen, y negándonos toda representación efectiva. No se detendrán ante nada con tal de obtener este propósito. Se burlan de la autoridad del rey y silencian con balas las voces que se levantan para condenarlos. Ayer mismo, en Rennes, dos jóvenes que arengaban al pueblo, como yo hago ahora, fueron asesinados a instigación de la nobleza. Su sangre pide venganza.
Comenzando en un apagado murmullo, la indignación de los presentes fue en aumento hasta transformarse en un rugido de ira.
– Ciudadanos de Nantes -continuó el orador-, ¡la madre patria está en peligro! Marchemos en su defensa. Proclamemos ante el mundo que las medidas para liberar al Tercer Estado de la esclavitud sólo encuentran obstáculos en el frenético egoísmo de las clases encumbradas dispuestas a seguir recibiendo de las generaciones venideras el odioso tributo de dolor y lágrimas. La barbarie de los medios empleados por nuestros enemigos para perpetuar nuestra opresión, debe prevenirnos, pues sin duda intentarán establecer la aristocracia como un principio constitucional para el gobierno de Francia. El establecimiento de la libertad y la igualdad debe ser el objetivo de todo ciudadano perteneciente al Tercer Estado; y nuestra unidad debe ser indivisible, especialmente entre los jóvenes y los que han tenido la dicha de nacer lo suficientemente tarde para recoger por sí mismos los preciosos frutos de la filosofía de este siglo XVIII.
Ahora estallaban aclamaciones. André-Louis los había hechizado con su irresistible retórica. Y no dejó de aprovechar aquel júbilo popular:
– Juremos -gritó a pleno pulmón- alzar en nombre de la humanidad y de la libertad un baluarte contra nuestros enemigos; oponer a su ambición sedienta de sangre la serena perseverancia de los hombres cuya causa es justa. Dejemos aquí constancia de nuestra protesta contra cualquier tiránico decreto que en el futuro nos declare sediciosos cuando lo único que nos anima son puras y justas intenciones. Juremos por el honor de nuestra patria que si uno de nosotros fuese llevado ante un injusto tribunal y se intentara contra él uno de esos actos llamados de conveniencia política -que de hecho no son sino actos de despotismo- juremos, digo, dar plena expresión a la fuerza que está en nosotros y usarla en defensa propia con el coraje y la desesperación que nos dicte la conciencia.
Los aplausos apenas dejaron oír estas últimas palabras. André-Louis observó con satisfacción que incluso algunos ricos comerciantes le aclamaban y le estrechaban la mano, pues no sólo participaban pasivamente de aquel entusiasmo, sino que lo lideraban. Eso le confirmó que la filosofía en la que se inspiraba el nuevo movimiento tenía su origen en la burguesía, y que si estas ideas se llevaban a la práctica, lo más lógico sería que aquella misma burguesía ocupara el lugar que ahora detentaba la aristocracia. Si podía decirse que André-Louis había encendido en Nantes la antorcha de la Revolución, no era menos cierto que aquella antorcha se la había entregado la opulenta burguesía de la ciudad.
Ni que decir tiene cuáles fueron las consecuencias de aquel discurso. La Historia nos cuenta que el juramento que Omnes Omnibus propuso a los ciudadanos de Nantes fue la piedra angular de la protesta formal firmada por varios millares de ciudadanos. Tampoco los resultados de esa poderosa protesta -que después de todo estaba en armonía con el soberano- se hicieron esperar. ¿Quién puede decir hasta qué punto aquella protesta animó la mano de Necker cuando el veintisiete de aquel mismo mes de noviembre obligó al Consejo a adoptar la más significativa y razonable de todas aquellas medidas que el clero y la nobleza se habían negado a aceptar? En aquella fecha se publicó el real decreto ordenando que los diputados elegidos en los Estados Generales ascendieran por lo menos a mil, y que los del Tercer Estado fueran tantos como los del clero y la nobleza juntos.
CAPÍTULO IX La secuela
Caía la tarde del siguiente día cuando André-Louis se acercaba a Gavrillac. Consciente de la alarma que causaría la presencia del apóstol de la Revolución que había llamado a las armas al pueblo de Nantes, quiso que se ignorara en lo posible su paso por aquella ciudad. Por eso dio un largo rodeo, cruzando el río en Bruz y volviéndolo a vadear un poco más arriba de Chavagne, aproximándose a Gavrillac por el norte para hacer creer que volvía de Rennes, a donde todos sabían que había partido un par de días antes.
Empezaba a anochecer y, debía de hallarse a una milla del pueblo cuando observó que alguien a caballo avanzaba lentamente hacia él. Estaban a pocos metros de distancia cuando notó que aquella persona se inclinaba para verlo mejor. Enseguida oyó una voz de mujer llamándole:
– ¿Eres tú, André? ¡Por fin!
Un poco sorprendido, André-Louis detuvo su caballo, y entonces oyó otra pregunta impaciente, ansiosa:
– ¿Dónde estabas?
– ¿Que dónde he estado, prima Aline? ¡Oh!… viendo mundo.
– Desde el mediodía he estado recorriendo este camino, esperándote -la joven hablaba anhelosa, apresuradamente-. Esta mañana llegó desde Rennes una compañía de gendarmes a caballo buscándote. Registraron el castillo y el pueblo hasta que descubrieron que regresarías montado en el caballo que alquilaste en la posada El Bretón Armado. Allí están al acecho. Durante toda la tarde te he estado esperando para avisarte y evitar que caigas en la trampa.