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– ¡Mi querida Aline! ¡Cuánto me duele haberte causado tanta preocupación!

– Eso no tiene importancia.

– Al contrario, es la cosa más importante que me has dicho. El resto sí que carece de importancia.

– ¿Pero no te das cuenta de que han venido a arrestarte? -preguntó ella cada vez más impaciente-. Te buscan por sedicioso y por orden del señor de Lesdiguiéres.

– ¿Sedicioso? -preguntó André-Louis evocando los acontecimientos de Nantes. Era imposible que en tan poco tiempo tuvieran noticias de ello en Rennes.

– Sí, por sedicioso. A causa del discurso que pronunciaste en Rennes el miércoles.

– ¡Ah, eso? -exclamó él-. ¡Bah!

Por el tono aliviado de André-Louis, de haber estado más atenta, ella hubiera comprendido que aquel desdén revelaba el temor a las consecuencias de otra maldad más grave.

– En realidad no fue nada -comentó él.

– ¿Nada?

– Casi sospecho que la verdadera misión de esos soldados ha sido mal interpretada. A buen seguro han venido para darme las gracias de parte del señor de Lesdiguiéres. Yo contuve al pueblo de Rennes cuando estaba decidido a quemar el palacio con él dentro.

– Después de haberlo incitado a que lo hiciera. Supongo que te asustaste al ver lo que habías provocado, y en el último momento te echaste atrás. Pero dijiste cosas del señor de Lesdiguiéres que él no olvidará jamás.

– Es cierto -dijo André-Louis pensativo.

Pero la señorita de Kercadiou ya lo había previsto todo y alertó al joven acerca de lo que tenía que hacer:

– No puedes entrar en Gavrillac -le dijo-; tienes que apearte de ese caballo y dejar que yo me lo lleve. Esta noche lo dejaré en la cuadra del castillo, y mañana por la tarde, cuando estés bien lejos, lo devolveré a la posada.

– ¡Pero eso es imposible!

– ¿Imposible? ¿Por qué?

– Por varias razones. Una de ellas es lo que a ti pudiera sucederte si te atreves a hacer tal cosa.

– ¿A mí? ¿Crees que me dan miedo esa partida de patanes enviados por Lesdiguiéres? Yo no soy la sediciosa.

– Pero es casi como si lo fueras si ayudas a un sedicioso. Ésa es la ley.

– ¿Y a mí que me importa la ley? ¿Crees que la ley se atrevería conmigo?

– Por supuesto que no. Estás protegida por uno de los abusos que denuncié en Rennes. Lo había olvidado.

– Denuncia todo lo que quieras, pero mientras tanto aprovéchate de mi condición. Ven, André, haz lo que te digo. Baja de tu caballo.

Viendo que él titubeaba, ella le tendió la mano y lo cogió por el brazo. Su voz vibraba fervorosamente:

– Tú no te das cuenta de la gravedad de tu situación. Si esa gente te atrapa, es casi seguro que te ahorcarán. ¿Te das cuenta? No puedes ir a Gavrillac. Tienes que alejarte enseguida y desaparecer durante un tiempo, hasta que todo esté olvidado. Mientras mi tío no consiga tu perdón, debes esconderte.

– Eso llevará mucho tiempo -dijo André-Louis-. Porque el señor de Kercadiou nunca cultivó amistades en la corte.

– Pero sí ha cultivado la del señor de La Tour d'Azyr -le recordó ella para su asombro.

– ¡Ese hombre! -gritó indignado, y luego se echó a reír-: ¡Pero si fue contra él que levanté la cólera del pueblo de Rennes! Ya veo que no te contaron todo mi discurso.

– Sí me lo contaron, y eso también.

– ¡Ah! ¿Y a pesar de todo quieres salvarme, a mí, al hombre que busca la muerte de tu futuro esposo, sea a manos de la ley o de las del pueblo? ¿O acaso el asesinato del pobre Philippe te abrió los ojos, y al ver el verdadero carácter de ese hombre, has dejado tu ambición de llegar a ser la marquesa de La Tour d'Azyr?

– A veces no demuestras ninguna capacidad de razonar.

– Tal vez. Pero no llego al extremo de imaginar que el señor de La Tour d'Azyr mueva un solo dedo para salvarme a mí.

– En lo cual, como de costumbre, te equivocas. Puedes estar seguro de que lo hará si yo se lo pido.

– ¿Si tú se lo pides? -el horror se dejó traslucir en la voz de André-Louis.

– Claro que sí. Todavía no he dado mi consentimiento para ser marquesa de La Tour d'Azyr. Aún lo estoy pensando. Y esa situación ofrece ventajas, entre otras, la de asegurarse la completa obediencia del pretendiente.

– ¡Ah, ya veo! Entiendo. Piensas decirle: «Si me negáis esto, yo me negaré a ser marquesa». ¿Es eso lo que quieres decir?

– Si fuera preciso, puedo hacerlo.

– ¿Y no ves que eso te comprometería? Estarías en sus manos y faltarías a tu palabra de honor si luego le rechazaras. ¿Crees que puedo consentir que por mi culpa caigas en sus manos? ¿Crees que querría perjudicarte de ese modo, Aline?

Ella soltó el brazo de André-Louis.

– ¡Oh, estás loco! -exclamó la joven perdiendo la paciencia.

– Es posible, pero prefiero estar loco. Prefiero eso antes que tu cordura. Con tu permiso, Aline, voy a entrar en Gavrillac a caballo.

– ¡No, André, no debes hacerlo! ¡Te matarán! -alarmada, Aline retrocedió con su caballo para cerrarle el paso.

Ya era noche cerrada, pero la luna se abrió paso entre las nubes para disipar las tinieblas.

– Vete -le rogó ella-. Sé juicioso y haz lo que te pido. Mira, ahí viene un carruaje. ¡Ojalá no nos encuentren aquí juntos!

André-Louis se decidió rápidamente. No era hombre que se complaciera en falsos heroísmos, ni tenía el menor deseo de conocer la horca que el señor de Lesdiguiéres le destinaba. La tarea inmediata que se había impuesto estaba cumplida. Había logrado que todos oyeran -y en tono enérgico- la voz que el señor de La Tour d'Azyr creía haber silenciado. Pero si bien su tarea había terminado, no tenía la menor intención de que acabara su vida.

– Aline, sólo te pongo una condición. «. -¿Cuál?

– Que jamás le pidas al señor de La Tour d'Azyr que me ayude.

– Ya que insistes y el tiempo apremia, la acepto. Y ahora cabalga conmigo hasta la vereda. Ya el coche se acerca.

La vereda a la que se refería Aline partía de la carretera a unas trescientas yardas de donde estaban y llevaba directamente, colina arriba, hasta el castillo. En silencio, André y Aline penetraron con sus cabalgaduras en el camino vecinal, bordeado de espesos setos. Cuando llevaban recorridas unas cincuenta yardas, ella se detuvo:

– ¡Ahora! -dijo.

Él la obedeció, se apeó del caballo y le entregó las riendas.

– No tengo palabras para agradecerte lo que haces -dijo él.

– No es necesario -contestó Aline.

– Espero que algún día te lo podré pagar.

– Tampoco eso será necesario. Era lo menos que podía hacer. No quisiera oír decir que te han ahorcado, ni tampoco lo querría mi tío, aunque está muy enojado contigo.

– Eso supongo.

– No puede sorprenderte. Fuiste su delegado, su representante. Confiaba en ti, y ahora has cambiado de casaca. Con razón está indignado, te llama traidor y jura que nunca volverá a dirigirte la palabra. Pero no quiere que te ahorquen, André.

– Por lo menos estamos de acuerdo en algo, pues yo tampoco lo quiero.

– Haré todo lo que pueda para que hagáis las paces. Y ahora… adiós, André. Escríbeme cuando estés a salvo.

– Que Dios te bendiga, Aline.

Ella se fue y él se quedó escuchando el ruido de los cascos de los caballos hasta que se extinguió en la distancia. Entonces, lentamente, cabizbajo, volvió sobre sus pasos en dirección a la carretera, dudando qué rumbo tomar. De pronto se detuvo, recordando que casi no tenía dinero. No tenía dónde esconderse en toda Bretaña y mientras estuviera allí, el peligro era inminente. Pero para salir de la provincia tan rápidamente como aconsejaba la prudencia, necesitaba caballos. ¿Cómo iba a conseguirlos si sólo tenía un luis de oro y algunas monedas de plata?