Además, estaba muy cansado. Había dormido muy poco desde la noche del martes, y había pasado largo tiempo cabalgando, lo cual era fatigoso para alguien que no estaba acostumbrado a montar a caballo. Estaba tan exhausto que era imposible pensar que pudiera llegar muy lejos aquella noche. Tal vez podría llegar hasta Chavagne. Pero cuando llegara allí, necesitaría cenar y dormir. ¿Y qué haría al día siguiente?…
De haberlo pensado antes, Aline hubiera podido prestarle algunos luises. Estuvo a punto de seguirla hasta el castillo, pero la prudencia le detuvo. Antes de que pudiera hablar con ella, le verían los criados y la noticia de su llegada correría de boca en boca por todo el pueblo.
No tenía elección. Tendría que ir a pie hasta Chavagne, pernoctar allí y seguir viaje antes del amanecer. Con resolución, dio media vuelta y observó el camino por donde había venido. Pero volvió a detenerse. Chavagne estaba en el camino de Rennes, si seguía en aquella dirección se metería en la boca del lobo. Lo mejor era dirigirse hacia el sur otra vez. Al pie de los prados, había una barca que le llevaría a la otra orilla del río. Así evitaría pasar por el pueblo y, poniendo agua entre él y el peligro inmediato, aumentaría su sensación de seguridad.
A un cuarto de milla de Gavrillac, estaba el sendero que conducía hasta la barca. Después de veinte minutos andando, André-Louis llegó con los pies destrozados. Vio que había luz en las ventanas de la cabaña del barquero y dio un rodeo para evitarla. Al amparo de la obscuridad, se arrastró sigilosamente hasta la pequeña embarcación. Pero para su consternación, descubrió que la barca estaba atada a la orilla con cadena y candado.
André-Louis sonrió. Por supuesto, tenía que haberlo imaginado. La barca era propiedad del señor de La Tour d'Azyr y era lógico que la dejara amarrada para que los pobres diablos como él no dejaran de pagar sus señoriales derechos.
Viendo que no había otra alternativa, André-Louis fue a la cabaña del barquero y golpeó su puerta. Al abrirse, se echó hacia atrás para que la luz que salía del interior no lo iluminara.
– ¡Necesito la barca! -dijo lacónicamente.
El barquero, un patán corpulento a quien André-Louis conocía muy bien, salió de la cabaña alzando un farol. La luz dio de lleno en la cara del viajero.
– ¡Bendito sea Dios! -exclamó.
– Veo que sabes que tengo prisa -dijo André-Louis mirando fijamente el rostro perplejo del hombre.
– Claro que sí, pues sabéis que en Rennes os espera la horca -masculló el barquero-. Ya que habéis sido tan necio para regresar a Gavrillac, lo mejor será que os alejéis de aquí cuanto antes. No diré a nadie que os he visto.
– Gracias, Fresnel. Tu consejo coincide con mis intenciones. Pero por eso mismo necesito la barca.
– ¡Ah, no, eso no! -exclamó Fresnel impetuosamente-, no diré nada, pero es todo lo que puedo hacer, pues mi pellejo vale tanto como el vuestro.
– No tendrías que haber visto mi rostro. Olvida que lo has visto.
– Eso haré, señor, pero nada más. No puedo llevaros a la otra orilla.
– Entonces dame la llave del candado y yo cruzaré el río.
– Eso no cambiaría nada. No puedo. Nada diré, pero no quiero… no me atrevo… a ayudaros.
André-Louis contempló un momento la expresión adusta y resuelta del barquero. Su actitud era comprensible. Aquel hombre, que vivía a la sombra del marqués de La Tour d'Azyr, no se atrevería a hacer nada que fuera contra la voluntad de su temido amo.
– Fresnel -dijo tranquilamente-, como bien dices, me espera la horca, y todo por el asesinato de Mabey. De no haber sido asesinado, yo no hubiera tenido necesidad de denunciar el caso como lo he hecho. Si mal no recuerdo, Mabey era amigo tuyo. En honor a su memoria, ¿podrías hacerme el pequeño favor que te pido para salvarme?
La sombra que cubría el rostro del barquero, en vez de extinguirse, se nubló más:
– Lo haría si me atreviera, pero no me atrevo -dijo enojándose, como si necesitara enfadarse para justificar su decisión-. ¿Es que no comprendéis que no puedo hacerlo? ¿Queréis que un pobre hombre como yo arriesgue su vida por vos? ¿Qué habéis hecho nunca vos, ni los vuestros, por mí para pedirme ahora algo así? Esta noche no cruzaréis el río en mi barca. Marchaos ahora mismo, marchaos antes de que me arrepienta y recuerde que hablar con vos sin informar de vuestra presencia puede ser peligroso. ¡Así que marchaos!
Dispuesto a entrar en su cabaña, el barquero le dio la espalda, y André-Louis se sumió en el desaliento.
En un relámpago, André-Louis comprendió que debía obligar a aquel hombre y que tenía los medios para hacerlo. Recordó la pistola que Le Chapelier le había dado cuando salió de Rennes, un obsequio que al principio desdeñó. No estaba cargada ni André-Louis tenía municiones. Pero ¿cómo iba a saberlo Fresnel?
Rápidamente sacó el arma de su bolsillo y, cogiendo al barquero por el hombro, lo obligó a girar sobre sus talones.
– ¿Y ahora qué queréis? -preguntó el barquero furioso-. ¿No os he dicho ya que…?
Bruscamente se calló. El cañón de la pistola apuntaba a su sien.
– Necesito la llave del candado de la barca. Eso es todo, Fresnel. O me la das enseguida o yo mismo la cogeré después de levantarte la tapa de los sesos. Lamentaría tener que matarte, pero no vacilaré si me obligas. Es tu vida contra la mía, y no te parecerá extraño que si uno de los dos tiene que morir, yo prefiera que seas tú.
Fresnel metió la mano en un bolsillo y sacó la llave. Cuando se la dio a André, sus dedos temblaban, más de ira que de miedo.
– Cedo a la fuerza -gruñó mostrando los dientes como un perro-, pero no os servirá de mucho.
André-Louis cogió la llave sin dejar de encañonarlo.
– Me parece que me estás amenazando -dijo-. En cuanto me haya ido, correrás a delatarme para que los soldados me persigan.
– ¡No, no! -exclamó el barquero advirtiendo el peligro en la siniestra voz de André-Louis-. Os juro, señor, que ésa no es mi intención.
– Creo que será mejor garantizar mi seguridad.
– ¡Por el amor de Dios! ¡No me hagáis daño, señor! -el bribón estaba aterrorizado-. No tengo ninguna mala intención. ¡Os lo juro por Dios! No diré una sola palabra a nadie. No haré…
– Prefiero estar más seguro de tu silencio que de tus promesas. Pero hoy estás de suerte. Tal vez estoy loco, pero me repugna derramar sangre. Entra en tu casa, Fresnel. ¡Vamos! Yo te sigo.
Cuando estuvieron en el interior de la cabaña, André-Louis le detuvo.
– Ahora dame una cuerda -ordenó, y el otro obedeció rápidamente.
Cinco minutos más tarde, Fresnel estaba fuertemente atado una silla y amordazado con un trozo de madera envuelto por una bufanda.
Ya en el umbral, André-Louis se detuvo y se volvió:
– Buenas noches, Fresnel -le dijo al barquero en cuyos ojos brillaba el odio-. No creo que nadie más necesite esta noche tu barca. Pero ya vendrá mañana alguien a desatarte. Mientras tanto resiste como puedas lo incómodo de tu situación, y recuerda que esto se debe tan sólo a tu falta de caridad. Si pasas la noche reflexionando en eso, no desaprovecharás la lección. Quizá mañana por la mañana te hayas vuelto tan caritativo que ni siquiera recuerdes quién te ató. Buenas noches.
Salió y cerró la puerta.
Desatar la barca y remar hasta la otra orilla, impulsado por la corriente plateada a la luz de la luna, no le tomó más de seis o siete minutos. Metió la proa de la barca entre los arbustos que bordeaban la orilla sur del río, saltó a tierra y amarró la embarcación a un árbol. Un poco desorientado en medio de la obscuridad, decidió cruzar el húmedo prado en busca de la carretera.