– Algo he oído ya -dijo André-Louis.
– ¿Y lo dices así, como si no te causara la menor sorpresa? -le reprochó su amigo.
– No puede sorprender ninguna bestialidad viniendo de una bestia. Y el señor de La Tour d'Azyr lo es; todo el mundo lo sabe. Fue una locura que Mabey intentara robarle sus faisanes. Debió robar los de otro.
– ¿Eso es todo lo que se te ocurre decir acerca del caso?
– ¿Qué más puede decirse? Soy un hombre práctico, al menos eso espero.
– Lo que puede decirse es lo que me propongo decirle a tu padrino, el señor de Kercadiou. Voy a apelar a él en demanda de justicia.
– ¿Contra el señor de La Tour? -preguntó André-Louis arqueando las cejas.
– ¿Por qué no?
– No seas ingenuo, querido Philippe. Los perros no se comen a los perros.
– Eres injusto con tu padrino. Es una persona humanitaria.
– Todo lo humanitario que quieras, pero aquí no es cuestión de humanidad, sino de leyes de caza.
Disgustado, Philippe de Vilmorin levantó los brazos al cielo. Era un mozo alto, de aspecto distinguido, un par de años más joven que André-Louis. Vestía sobriamente de negro, como correspondía a un seminarista, con blancos vuelillos en las mangas y hebillas de plata en los zapatos. Su caballera era negra, pulcramente peinada y sin empolvar.
– Hablas como un abogado -estalló.
– Naturalmente. Pero no malgastes conmigo tu furia. Dime qué puedo hacer.
– Quiero que vengas conmigo a ver al señor de Kercadiou y que uses tu influencia para obtener justicia. Supongo que no será mucho pedir.
– Mi querido Philippe, estoy para servirte. Pero te advierto que será inútil. Déjame terminar mi desayuno, y estaré a tus órdenes.
Philippe de Vilmorin se dejó caer en una butaca, al lado de la chimenea, donde ardían varios troncos de pino. Mientras aguardaba le comentaba a su amigo los últimos acontecimientos que habían tenido lugar en Rennes. Joven, ardiente, entusiasta e inspirado en los utópicos ideales, denunciaba apasionadamente la rebelde actitud de los privilegiados.
A André-Louis, que estaba al tanto de los sentimientos de una clase a la que -como representante de un noble- casi pertenecía, no le sorprendieron las noticias de su amigo. Philippe de Vilmorin se exasperó al ver que su amigo aparentemente no participaba de su indignación.
– ¿Pero es que no lo entiendes? -exclamó-. Los nobles, desobedeciendo al rey, socavan los cimientos del trono. No advierten que su existencia depende de ese trono, que si se derrumba, ellos serán los primeros en caer. ¿Es que no lo ven?
– Evidentemente no. Son las clases gobernantes, y nunca se ha visto que esas clases tengan ojos para otra cosa que no sea su propio beneficio.
– Pues de eso nos quejamos. Eso es lo que queremos cambiar.
– ¿Queréis abolir las clases gobernantes? Es un experimento interesante. Creo que ése fue el plan original de la creación, pero fracasó por culpa de Caín.
– Lo que vamos a hacer -replicó Vilmorin reprimiendo su furia- es poner el gobierno en otras manos.
– ¿Y crees que con eso va a cambiar algo?
– Estoy seguro.
– ¡Ah! Probablemente estudiando teología has llegado a hacerte dueño de la confianza del Todopoderoso. Sin duda Él te habrá confiado su intención de hacer un nuevo género humano.
El ascético rostro de Vilmorin se cubrió con una nube de reproche:
– Blasfemas, André -censuró a su amigo.
– Te juro que hablo absolutamente en serio. Para lograr lo que quieres, necesitarás nada menos que la intervención divina. Habría que cambiar al hombre, no al sistema. ¿Podrías tú o nuestros fanfarrones amigos del Casino Literario de Rennes, podrían los de ninguna sociedad cultural de Francia, esbozar un sistema de gobierno que aún no se haya probado? Seguro que no. ¿Puede acaso mencionarse algún sistema, que no haya acabado en el fracaso? Mi querido Philippe, el futuro sólo puede leerse con certeza en el pasado. Ab actu ad posse valet consecutio. El hombre nunca cambiará. Siempre será avaro, codicioso, vil. Hablo del hombre en sentido general.
– ¿Pretendes decir que no puede mejorarse la suerte del pueblo? -le desafió Vilmorin.
– Al decir pueblo, te refieres, naturalmente, al populacho. ¿Lo abolirás? Ése sería el único modo de mejorar su suerte, pues mientras exista el populacho, estará condenado a la miseria.
– Por supuesto, hablas a favor de los que te dan de comer. Supongo que es natural -afirmó Vilmorin entre triste e indignado.
– Al contrario, trato de hablar con absoluta imparcialidad. Volvamos a esas ideas tuyas. ¿A qué forma de gobierno aspiras? Por lo que dices, infiero que te refieres a una república. Bien, pues ya la tienes. En realidad, Francia es hoy una república.
Philippe le contempló de hito en hito.
– Lo que dices es paradójico. ¿Dónde dejas al rey?
– ¿El rey? Todo el mundo sabe que en Francia no hay rey desde los tiempos de Luis XIV. En Versalles hay un obeso caballero que lleva la corona, pero las mismas noticias que me traes demuestran lo poco que cuenta. Son los nobles y el clero los que ocupan las más elevadas posiciones, con el pueblo de Francia a sus pies. Ellos son los verdaderos gobernantes. Por eso digo que Francia es una república hecha de acuerdo con el mejor patrón: el de Roma. Entonces, como ahora, las grandes familias patricias vivían en el lujo, reservándose el poder y la riqueza y cuanto valía la pena poseer. Y el populacho, aplastado por los poderosos, gemía, sudaba, se moría de hambre y perecía en las covachas romanas. Y eso era una república, la más opulenta que ha existido.
Philippe se impacientaba.
– Por lo menos admitirás -arguyó- que no podemos estar peor gobernados.
– Ése no es el problema. El problema es saber si estaremos mejor gobernados sustituyendo la actual clase gobernante por otra. Sin ninguna garantía, no pienso mover un dedo para que nada cambie. ¿Y qué garantía podéis dar? ¿Cuál es la clase que tomará el poder? Yo te lo diré: la burguesía.
– ¿Qué?
– Te sorprende, ¿eh? La verdad suele ser desconcertante. ¿No habías pensado en eso? Pues bien, ahora puedes meditar en el asunto. Examina bien el manifiesto de Nantes. ¿Quiénes son sus autores?
– Yo puedo decirte quiénes obligaron al municipio de Nantes a enviárselo al rey. Fueron unos diez mil obreros: tejedores, carpinteros de ribera y artesanos de todos los oficios.
– Sí, pero estimulados, forzados por sus amos, los ricos comerciantes y armadores de esa ciudad -replicó André-Louis-. Tengo la costumbre de observar las cosas de cerca, y por ello nuestros compañeros no me soportan en los debates del Casino Literario. Yo profundizo, mientras que ellos se quedan en la superficie. Detrás de los obreros y artesanos de Nantes, aconsejándolos, apremiando a esos pobres, estúpidos e ignorantes trabajadores para que derramen su sangre en pos del fantasma de la libertad, están los fabricantes de velamen, los de tejidos, los armadores y hasta los traficantes de esclavos. ¡Los negreros! ¡Los mismos hombres que viven y se enriquecen traficando con sangre y carne humana en las colonias, dirigen aquí una campaña en nombre del sagrado nombre de la libertad! ¿No ves que todo esto es un movimiento de mercaderes y traficantes, envidiosos de un poder que sólo se deriva del nacimiento? Los bolsistas de París, que poseen los títulos de la Deuda nacional, viendo la ruinosa situación financiera del Estado, tiemblan ante la idea de que pueda residir en un solo hombre el poder de cancelar la deuda declarando la bancarrota. Para salvaguardar sus intereses, tratan de socavar el actual estado social y edificar sobre sus ruinas uno nuevo en el que ellos sean los amos. Y para conseguirlo, inflaman al pueblo. Ya en Dauphin hemos visto correr la sangre, la sangre del pueblo, pues siempre es su sangre la que se derrama. Ahora estamos viendo otro tanto en Bretaña. ¿Y qué pasará si prevalecen las nuevas ideas? ¿Qué pasará si desaparece el poder señorial? Habremos cambiado la aristocracia por la plutocracia. ¿Vale eso la pena? ¿Crees que bajo el yugo de los bolsistas, los negreros y los hombres enriquecidos por el innoble arte de comprar y vender, la suerte del pueblo será mejor que bajo el de la nobleza y el clero? ¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez, Philippe, qué es lo que hace el gobierno de los nobles tan intolerable? Es la ambición. La ambición es la maldición de la humanidad. ¿Y esperas menos ambición por parte de unos hombres que se han crecido precisamente en la ambición? Estoy dispuesto a admitir que el actual gobierno es execrable, injusto, tiránico, todo lo que quieras. Pero abre bien los ojos y verás que el gobierno con el que se pretende sustituir al actual puede ser infinitamente peor.