LIBRO SEGUNDO El coturno
CAPÍTULO PRIMERO Los intrusos
Al llegar al camino de Rédon, André-Louis, obedeciendo más al instinto que a la razón, se volvió hacia el sur y echó a andar casi mecánicamente. No tenía una idea clara de adonde iba, ni de adonde debía ir. En aquel momento lo más importante era poner la mayor distancia posible entre él y Gavrillac.
Tenía la vaga idea de volver a Nantes, y una vez allí, empleando el arma recién descubierta de su retórica, excitar al pueblo para que le protegiera como primera víctima de la persecución que él había anunciado y contra la cual les había llamado a las armas. Pero esta idea no era más que una indefinida posibilidad que no acababa de convencerle.
Mientras tanto se reía a solas pensando en Fresnel, tal como lo había dejado, con la boca tapada y los ojos echando chispas. «Para no ser un hombre de acción -escribiría más tarde- creo que lo hice bastante bien»… Es una frase a la que André-Louis Moreau recurre más de una vez en sus Confesiones. Constantemente recuerda que no es un hombre de acción, sino dedicado a la vida contemplativa, y es como si pidiera excusas cada vez que la necesidad le obliga a actos violentos. Todo parece indicar que esta insistente distinción filosófica -por lo demás bastante justificada- es una prueba de su obsesiva vanidad. A medida que aumentaba su cansancio, se deprimía más a causa de los reproches que se hacía a sí mismo. No había sido sensato insultar al señor de Lesdiguiéres. «Es mucho mejor -escribe André-Louis en alguna página- ser malo que ser estúpido. La mayoría de las miserias de este pícaro mundo no son fruto de la maldad, como nos enseñan los curas, sino de la estupidez.» Y de todas las estupideces, la que más detestaba André-Louis era la cólera. Sin embargo, se había encolerizado con un tipo como el señor de Lesdiguiéres: un lacayo, un frívolo tipejo, un don nadie, a pesar de su poder para hacer el mal. Perfectamente hubiera podido cumplir la misión que se había impuesto a sí mismo sin provocar las iras vengativas del procurador del rey.
Ahora se veía lanzado a la aspereza de la vida, sólo con la ropa que llevaba puesta, un luis de oro y unas cuantas monedas de plata. Y con un conocimiento de la ley que no le serviría para evitar las consecuencias de su infracción.
También poseía el don de la risa, tristemente reprimida desde la muerte de Philippe, un carácter filosófico y ese temperamento optimista y desenfadado que es el bagaje de los aventureros de todas las épocas. Pero todo eso, que habría de contribuir a su salvación, no lo tomaba en cuenta.
Y así estuvo caminando como un autómata, en medio de la obscuridad, hasta que sintió que ya no podía más. Había rodeado la ciudad de Guichen, y ahora, a media milla de Guignen y a siete millas de distancia de Gavrillac, sus piernas se negaban a obedecerle.
Saliendo del camino principal, ya había cruzado a campo traviesa el norte de Guignen cuando de pronto, a su derecha, vio un seto vivo, detrás del cual se alzaba una alta construcción que debía de ser un granero en el límite de un gran prado. Inconscientemente, la silenciosa sombra que proyectaba, le hizo detenerse en su afán de encontrar un techo donde cobijarse. Se quedó un rato vacilando, y luego se dirigió hacia una verja que había situada un poco más allá en el seto. Tras empujarla, llegó al pie del granero. Era tan grande como una casa y, sin embargo, no era más que un gran techo sostenido por media docena de altos pilares de ladrillos. Pero, amontonada debajo del cobertizo, había una gran cantidad de heno que haría las veces de cálido lecho para una noche tan fría como aquélla. En los pilares de ladrillos se empotraban fuertes vigas de madera, cuyas cabezas sobresalían a modo de escalera para que los campesinos pudieran manipular el heno. Con las pocas fuerzas que le quedaban, André-Louis subió por una de aquellas escaleras hasta llegar a lo más alto del montón de heno donde se vio obligado a arrodillarse por falta de espacio para estar de pie. Entonces se quitó la casaca y el cuello postizo, las botas llenas de fango y las medias mojadas. Hizo un hueco en el heno y allí se acostó. Poco después estaba profundamente dormido, ajeno a las tribulaciones que sufría el mundo.
Al despertar, el sol estaba ya muy alto, así que supuso que el día debía de estar ya muy avanzado. Se dio cuenta de esto antes de que pudiera recordar por qué estaba allí. Cuando empezaba a despabilarse, llegó hasta él un murmullo de voces cercanas a las que al principio no dio importancia. Experimentaba una agradable sensación de descanso, el delicioso calor de la paja.
Pero cuando recuperó la conciencia de su situación, sacó la cabeza fuera del heno para oír mejor, y su pulso se aceleró, pues aquellas voces no presagiaban nada bueno. Oyó la voz de una mujer, argentada y musical, aunque algo alarmada:
– ¡Oh, Dios mío, Léandre, separémonos ahora mismo! Si mi padre llegara ahora…
Una voz de hombre, más sosegada, afirmó:
– No, no, Climéne, estás equivocada. No viene nadie. Estamos seguros. ¿Por qué te asustas de las sombras?
– ¡Oh, Léandre! Tiemblo sólo de pensar que mi padre pudiera encontrarnos aquí juntos.
André-Louis se tranquilizó. Obviamente se trataba de una pareja de enamorados que, teniendo menos que temer que él, estaban mucho más asustados. La curiosidad le hizo abandonar el cálido hueco del heno y aventurarse a echar una ojeada. Tendido boca abajo, estiró la cabeza y miró hacia abajo. En el espacio despejado que había entre el granero y el seto estaba a pareja, jóvenes ambos. Él era un mozo apuesto, de fino perfil y cabellera castaña, atada detrás con ancha cinta de raso negro. Vestía con cierta fatuidad, lo que a primera vista no le favorecía. Su casaca, cortada a la moda, era de terciopelo bastante usado, de color ciruela y adornada con un encaje de plata cuyo primitivo esplendor se había desvanecido. Por falta de almidón, los encajes colgaban como sauces llorones sobre sus delicadas manos. Su calzón era de paño negro, y las medias del más sencillo algodón, cosas ambas que desentonaban con la suntuosidad de la casaca. Calzaba zapatos fuertes y prácticos, con hebillas baratas de pasta negra. De no ser por su simpático aspecto, André-Louis le hubiera calificado como un caballero de hábitos poco honrados. Pero dejó de analizarlo para estudiar a la muchacha. Estudio que sin duda le atraía más, y eso a pesar de siempre andaba entre libros y no era su costumbre desperdiciar su tiempo tomando en consideración a las mujeres.
La niña -pues no era más que eso y a lo sumo tendría veinte años- no sólo tenía un rostro agraciado y un cuerpo atractivo, sino también una vivacidad y una gracia de movimientos que André-Louis nunca había visto coincidir en una sola persona. Y aquella voz musical, argentada, que le había despertado, poseía una modulación que hasta en una mujer fea hubiera sido irresistible. Ataviada con una capa con el capuchón echado hacia atrás, el sol arrancaba destellos de oro a su cabellera, levemente castaña, que enmarcaba con tirabuzones su rostro ovalado. La tez era de una tersura sólo comparable a la de los pétalos de las rosas. Desde donde estaba, André-Louis no podía precisar el color de los ojos, pero el destello bajo la línea obscura de sus pestañas le hizo suponer que serían azules.
Sin saber por qué, André-Louis se molestó al ver a la jovencita hablando tan íntimamente con aquel chico que, al parecer, llevaba los vestidos desechados por algún noble. Aunque no sabía a qué clase social pertenecían ambos, la conversación que sostenían era culta, tanto por el tono de voz como por el léxico que empleaban. André-Louis aguzó los oídos.
– No estaré tranquila hasta que nos casemos -dijo ella-. Sólo entonces sentiré que estoy fuera de su alcance. Y, sin embargo, si nos casamos sin su consentimiento, sólo aumentaremos nuestras tribulaciones. Estoy desesperada.
Evidentemente, el padre de la doncella era un hombre juicioso, que sabía ver claro a través de la deteriorada elegancia del joven sin dejarse engañar por sus hebillas de pasta barata.