– Mi querida Climéne -contestó el muchacho cogiéndole ambas manos-, no tienes por qué desesperarte. No te revelo el plan que he preparado para obtener el consentimiento de tu desnaturalizado padre porque no quiero frustrarte el placer de la sorpresa. Pero puedes confiar en mí y en el astuto amigo de quien te he hablado y que llegará de un momento a otro.
¡Imbécil afectado! ¿Se sabía de carrerilla el discurso o era un idiota pedante que tenía por costumbre expresarse de modo tan amanerado? ¿Cómo aquella encantadora mujer en flor desperdiciaba su perfume con semejante presumido que, para colmo, llevaba el ridículo nombre de Léandre?
Así pensaba André-Louis desde su observatorio. Mientras tanto, ella volvió a hablar:
– Es lo que desea mi corazón, Léandre. Pero me asalta el temor de que sea demasiado tarde para tu estratagema. Hoy tengo que casarme con ese horrible marqués de Sbrufadelli. Ya es mediodía, y está al llegar. Viene a firmar el contrato, para convertirme en la marquesa de Sbrufadelli. ¡Oh! -y soltó un tierno quejido-. El solo hecho de mencionar su nombre me quema los labios. ¡Si fuera mío jamás podría pronunciarlo, jamás! Detesto a ese hombre. ¡Sálvame, Léandre, sálvame, pues eres mi única esperanza!
André-Louis estaba algo desencantado. Tampoco ella correspondía a sus expectativas. Evidentemente se había dejado contagiar por el tono afectado de su ridículo amante. No había ninguna sinceridad en sus palabras. Lo que decía llegaba a la mente pero sin tocar el corazón. Tal vez todo se debía a la antipatía que Léandre le inspiraba a André-Louis.
¡Así que el padre de Climéne quería casarla con un marqués! Eso quería decir que la joven era de alcurnia. ¡Y, no obstante, era capaz de amar a aquel joven aventurero del ajado encaje! Desde luego, reflexionó André-Louis, no otra cosa podía esperarse de una mujer, pues todas las filosofías afirman que son las criaturas más locas de la loca humanidad.
– ¡Eso nunca sucederá! -rugía Léandre con ardiente pasión-. ¡Jamás te casarás con él! -decía alzando sus puños al azul del cielo, como Ajax desafiando a Júpiter-. ¡Ah, pero aquí viene nuestro amigo… -André-Louis no pudo oír el nombre, porque en ese momento Léandre le volvió la espalda-: él nos traerá buenas noticias, lo sé.
André-Louis miró también en dirección al seto, de donde salió un hombre delgado, vestido con una casaca mugrienta y un tricornio tan hundido en la cabeza que le tapaba el rostro. Cuando se descubrió para hacer una gran reverencia ante la amartelada pareja, André-Louis sonrió pensando que si él hubiera tenido una cara de perro como aquélla también llevaría el sombrero de forma que le cubriera el rostro. Si Léandre aparentaba vestir la ropa desechada por algún noble, el recién llegado parecía ataviarse con la desechada por Léandre. A pesar de su ajado traje y de su feo rostro, no obstante su barba de cuatro días, el recién llegado caminaba garbosamente, dándoselas de príncipe.
– Señor -dijo con tono conspirador-, ha llegado el momento de actuar, pues el marqués ya está aquí.
Abrumados, los jóvenes enamorados se separaron rápidamente. Climéne, retorciéndose las manos, la boca abierta y el pecho palpitando debajo de su blanco chal; Léandre, también boquiabierto, era el vivo retrato de la estupidez y la consternación.
Entretanto, el recién llegado decía:
– Hace una hora estaba en la posada cuando él llegó y, mientras almorzaba, le estudié atentamente. Después de examinarlo, no me queda ninguna duda acerca de nuestro éxito. Respecto a su aspecto físico, podría extenderme acerca de la fatuidad con que la naturaleza le ha dotado. Pero ésta no es la cuestión. Lo que nos interesa es su ingenio. Y confidencialmente os digo que le he encontrado tan imbécil que podéis estar seguros de que caerá en todas las trampas que le he preparado.
– ¡Cuéntalo todo! ¡Habla! -imploró Climéne tendiendo las manos en un ademán de súplica que ningún hombre sensible hubiera podido resistir. Pero entonces se contuvo emitiendo un chillido-: ¡Mi padre! -exclamó mirando a los dos hombres que estaban con ella-. ¡Ahí viene! ¡Estamos perdidos!
– ¡Huye, Climéne! -dijo Léandre.
– ¡Es demasiado tarde! -sollozó ella-. ¡Ya es tarde! ¡Ya está aquí!
– ¡Un poco de calma, señorita! Calmaos -dijo el amigo recién llegado- y confiad en mí. Os prometo que todo saldrá bien.
– ¡Oh! -exclamó lánguidamente Léandre-. Puedes decir lo que quieras, amigo mío, pero éste es el fin de todas mis esperanzas. Tu astucia nunca podrá sacarnos de este aprieto. ¡Nunca!
Un hombre muy corpulento, con cara de luna llena y una gran nariz, decentemente vestido de acuerdo con el gusto burgués se acercaba desde el seto. Sin duda estaba colérico, pero lo que dijo desconcertó a André-Louis:
– ¡Léandre, eres un imbécil! Todo lo dices flojamente, tus palabras no lograrán convencer a nadie. ¿Sabes lo que significan tus frases? Te voy a mostrar cómo se hace -gritó tirando su sombrero al suelo. Entonces se puso al lado de Léandre y repitió las últimas palabras que aquél había pronunciado mientras Climéne y el otro observaban tranquilamente:
– ¡Oh! Puedes decir lo que quieras, amigo mío, pero éste es el fin de todas mis esperanzas. Tu astucia nunca podrá sacarnos de este aprieto. ¡Nunca!
La desesperación vibraba en su metal de voz. Entonces se volvió a Léandre.
– Así es como se hace -le dijo irónicamente-. Tu voz tiene que expresar al mismo tiempo pasión, desesperanza, frenesí. No estás preguntándole a nuestro Scaramouche si te ha puesto un remiendo en los calzones, sino que eres un amante desesperado que expresa…
De pronto se calló sobresaltado. André-Louis había soltado una carcajada al comprender lo que sucedía y cómo había sido víctima de un engaño. El eco de su risa resonando bajo la techumbre que tan bien le ocultaba, asustó a los de abajo.
El hombre corpulento fue el primero en recuperar el aplomo, y se expresó con uno de sus habituales sarcasmos:
– ¿Lo oyes? -le gritó a Léandre-. ¡Hasta los dioses allá en lo alto se ríen de ti! -Y entonces, dirigiéndose al techo del granero y a su invisible habitante, añadió-: ¿Quién está ahí?
André-Louis apareció, asomando la despeinada cabeza.
– Buenos días -dijo amablemente.
Al arrodillarse, el horizonte que abarcaba su vista se dilató y pudo ver lo que pasaba al otro lado del seto. Allí había una enorme y destartalada carreta atestada de enseres de utilería que una tela impermeable no tapaba por completo y, al lado, una especie de casa con ruedas, de cuya chimenea salía lentamente una columna de humo. Tres caballos y una pareja de burros, todos cojos, pacían tranquilamente la hierba que rodeaba los vehículos. De haberlos visto antes, aquellos trebejos le hubieran aclarado a André-Louis la extraña escena que acababa de desarrollarse ante sus ojos. Al otro lado del seto había más gente, y a través del cercado de matas pasaban ahora otras personas: una muchacha de nariz respingona, que él supuso sería Colombina, la confidenta; un joven delgado y dinámico, el arquetipo idóneo para encarnar a Arlequín, y otro muchacho con cara de tonto.
Todo esto lo había comprendido André-Louis con una mirada, en los escasos segundos que tardó en decir «buenos días». El gordo Pantalone replicó a su saludo:
– ¿Qué diablos hacéis ahí arriba?
– Lo mismo que vosotros ahí abajo. Soy un intruso. La entrada aquí está prohibida.
– ¿Cómo? -dijo Pantalone mirando a sus compañeros y perdiendo en parte su acostumbrada serenidad. Aunque era algo que hacían con frecuencia, le desconcertó que alguien lo dijera con tanta crudeza.
– ¿De quién son estas tierras? -preguntó tratando de aparentar calma.
André-Louis contestó poniéndose las medias:
– Creo que es propiedad del marqués de La Tour d'Azyr.