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– Es un nombre muy rimbombante. ¿Es muy severo ese caballero?

– Ese caballero -dijo André-Louis- es el diablo en persona, o si queréis, podría decirse que el diablo es un caballero comparado con él.

– Y sin embargo -observó el joven de aspecto malvado que representaba el papel de Scaramouche-, vos mismo confesasteis que habéis violado su propiedad.

– ¡Ah, pero es que yo soy abogado! Y como es sabido, los abogados son tan incapaces de cumplir las leyes como los actores de actuar. Sin embargo, la Naturaleza nos impone ciertas limitaciones, fue ella quien me venció anoche al llegar yo aquí. Por eso dormí en este lugar sin tener en cuenta al muy poderoso señor marqués de La Tour d'Azyr. Y al mismo tiempo, señor Scaramouche, yo no he proclamado mi delito tan abiertamente como vuestra compañía de la legua.

Tras ponerse las botas, André-Louis saltó al suelo en mangas de camisa y con la casaca al brazo. Mientras se la ponía, los pequeños ojos de Pantalón le examinaron detalladamente. Observó que sus vestidos, si bien sencillos, estaban modernamente cortados y eran de excelente paño, que su camisa era de fino cambray y que se expresaba como un hombre culto. Pantalone decidió ser cortés.

– Os agradezco que nos haya avisado, caballero… -empezó a decir.

– Y debéis hacerme caso, amigo mío. Los guardabosques del marqués de La Tour d'Azyr tienen orden de disparar a matar contra los intrusos. Imitadme y levantad el campamento.

Al instante salieron todos por la abertura del seto vivo hasta el ejido donde estaba el improvisado campamento de los cómicos de la legua. Allí, André-Louis se despidió de ellos. Pero cuando ya se iba, vio a un joven comediante lavándose la cara en un cubo colocado sobre una de las gradas de madera que servían de escalera a la casa con ruedas. Al cabo de un momento de vacilación, se volvió al señor Pantalone, quien seguía a su lado, y le dijo:

– Si no fuera mucho pedir, ¿me permitiría imitar a aquel caballero antes de irme?

– ¡Hombre, no faltaba más! -dijo Pantalone desbordante de amabilidad-. Eso no es nada. Rhodomont os facilitará lo que necesitéis. En la vida real ese joven es el dandi de la compañía, aunque en el escenario sea el matamoros. ¡Oye, Rhodomont!

El joven que estaba lavándose miró a través de la espuma de jabón. Pantalone dio una orden y Rhodomont, que en efecto era tan gentil y amable como terrible en la escena, le dejó el cubo limpio al visitante para que lo usara.

André-Louis se despojó de nuevo del cuello postizo y de la casaca, se arremangó su camisa y empezó a lavarse mientras Rhodomont le procuraba jabón, toalla, un peine roto y grasa para el pelo. André-Louis rechazó esto último, pero aceptó agradecido el peine. Después de lavarse, con la toalla al hombro, se peinó cuidadosamente la cabellera frente a un pedazo de espejo colgado en la puerta de la casa ambulante.

Mientras tanto el gentil Rhodomont chachareaba a su lado hasta que, de pronto, el fino oído de André-Louis percibió, cercano ya, un ruido de cascos de caballos. Despreocupadamente miró hacia el lugar de donde procedía el sonido, y se quedó de piedra, con el peine en alto. Por el camino venían siete jinetes uniformados con la casaca azul de los gendarmes.

Enseguida supo cuál era la misión de aquella tropa. Fue como si la fría sombra del cadalso se hubiera proyectado sobre él.

Los jinetes se detuvieron frente al campamento y el sargento que estaba al mando, gritó:

– ¡Eh, vosotros!

Los cómicos, que serían unos doce, se quedaron pasmados de miedo. Pantalone avanzó dos pasos con la cabeza muy erguida, casi tan majestuoso como el procurador del rey.

– ¿Qué diablos queréis? -dijo más bien mirando al cielo que al sargento. Y entonces, alzando la voz, volvió a preguntar-: ¿Qué sucede?

Tras cuchichear entre sí, los gendarmes se acercaron más a los comediantes.

André-Louis, en el primer escalón de la casa con ruedas, siguió peinándose la cabellera desgreñada de manera mecánica e inconsciente. Estaba pendiente del grupo de gendarmes que avanzaba, dispuesto a agarrarse a la primera solución que se ofreciera.

Impaciente, el sargento farfulló:

– ¿Quién os ha dado permiso para acampar aquí?

La pregunta no tranquilizó del todo a André-Louis. No podía consolarse con la idea de que aquellos gendarmes estuvieran dedicados solamente a perseguir a los vagabundos y a los intrusos en terrenos ajenos. Eso era sólo una parte de su misión, tal vez con la esperanza de cobrar algún impuesto. Lo más seguro es que vinieran desde Rennes buscando a un joven abogado acusado de sedición. Entretanto, Pantalone seguía gritando:

– ¿Que quién nos ha dado permiso? ¿Qué permiso? Esto es campo común, libre para todo el mundo.

Más que sonreír, el sargento hizo una mueca y avanzó más, seguido por sus hombres.

– No hay -susurró una voz detrás de Pantalone- ningún campo común, en el sentido propio de la palabra, en los vastos dominios del marqués de La Tour d'Azyr. Éste es un terreno acotado, y los alguaciles de campo del caballero cobran un impuesto a cuantos traen a pacer aquí a sus bestias.

Pantalón dio media vuelta y vio a André-Louis con la toalla al hombro, el peine en la mano y medio despeinado.

– ¡Maldito sea! -estalló Pantalone-. ¡Ese marqués de La Tour d'Azyr debe de ser un ogro!

– Ya os he dicho lo que opino de él -le dijo André-Louis-. En cuanto a esos hombres, más vale que me dejéis hablar con ellos. Tengo experiencia en la materia.

Y sin esperar el consentimiento de Pantalone, André-Louis avanzó hacia los gendarmes. Había comprendido que sólo la osadía podía salvarle.

Cuando estuvo al lado del sargento, sin dejar de peinarse, André-Louis le miró a la cara, sonriendo ingenuamente. Pero, sin hacer caso de la sonrisa, el militar gruñó:

– ¿Tú eres el jefe de esta banda de trotamundos?

– Sí… mejor dicho, lo es mi padre -y señaló con el pulgar hacia el señor Pantalone, que estaba a sus espaldas-. ¿Qué se le ofrece, mi capitán?

– Llevaros a todos a la cárcel.

Hablaba en términos tajantes. Los actores estaban aterrados. Con lo dura que era la vida errante de los pobres cómicos de la legua, ahora los amenazaban con la cárcel.

– ¿Cómo, mi capitán? Éste es un terreno comunal, libre para todos.

– De eso nada.

– ¿Dónde están los cercados? -preguntó André-Louis describiendo un amplio círculo con el peine para indicar la amplia libertad de aquel lugar.

– ¡Los cercados! -repitió con sorna el sargento-. ¿Para qué se necesitan cercados? No se puede pacer aquí sin pagar tributo al marqués de La Tour d'Azyr.

– Pero si no estamos paciendo -sonrió ingenuamente André-Louis.

– ¡Vete al diablo! ¡Vosotros no estáis paciendo, pero vuestros animales sí! -¡Sólo un poquito! -se disculpó André-Louis sonriendo de nuevo.

El sargento estaba cada vez más furioso. -No se trata de eso. Se trata de que estáis cometiendo un robo y eso se paga con la cárcel.

– Técnicamente, usted lleva razón -suspiró André-Louis sin dejar de peinarse y sosteniéndole la mirada al sargento-. Pero si hemos cometido una transgresión, ha sido por ignorancia. Le agradecemos mucho el aviso.

Entonces pasó el peine a su mano izquierda y, metiendo la derecha en el bolsillo del pantalón, dejó oír un tintineo de monedas-. Lamentamos haberos apartado de vuestro camino. Tomando en consideración la molestia que os hemos causado, ¿querríais hacernos el honor de deteneros en la próxima posada para beber a la salud de… del… señor de La Tour d'Azyr, o a la de cualquier otro de su clase?

El rostro del sargento se desencapotó, aunque no del todo.

– Bueno, bueno -refunfuñó-, pero tenéis que marcharos de aquí. ¿Entendido?

Y se inclinó un poco en la silla alargando la mano en la que André-Louis colocó una moneda de tres libras.

– Nos iremos dentro de media hora -dijo el joven.

– ¿Por qué dentro de media hora y no ahora mismo?