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– ¡Oh, porque tenemos que almorzar!

Los dos hombres se miraron. Después el sargento contemplo la moneda de plata que relucía en la palma de su mano, y la expresión de su rostro se suavizó.

– Después de todo -dijo-, no es nuestro oficio hacer de alguaciles de la hoz del señor de La Tour d'Azyr. Nosotros somos de Rennes -los ojos de André-Louis chispearon a punto de traicionarle-. Pero si permanecéis aquí mucho tiempo, cuidado con los guardabosques del marqués. No están dispuestos a enternecerse. Bueno, bueno… que tengáis buen apetito, señores -se despidió.

– Buen viaje, mi capitán -contestó André-Louis.

El sargento volvió grupas y sus hombres le siguieron, pero cuando ya se iban, se volvió de nuevo.

– Oiga, señor -dijo dirigiéndose a André-Louis, quien enseguida estuvo a su lado-. Estamos buscando a un canalla llamado André-Louis Moreau, de Gavrillac, un fugitivo de la justicia que está condenado a la horca por sedición. ¿Por casualidad habéis visto por aquí a algún individuo sospechoso?

– Creo que sí, vimos a uno -dijo André-Louis audazmente y contento de poder complacer al sargento.

– ¿Lo habéis visto?- exclamó el gendarme-. ¿Dónde y cuándo?

– Anoche, en las cercanías de Guignen.

– Sí, sí -dijo el sargento sintiendo que había encontrado una pista.

– Vimos a un individuo que parecía tener miedo de que le reconocieran… Era un hombre de unos cincuenta años…

– ¡Cincuenta! -exclamó el sargento desalentado-. ¡Bah! El que buscamos no es más viejo que usted, delgado, de su misma estatura, y con el pelo negro como el suyo. Abran bien los ojos durante el viaje, señor comediante. El procurador del rey, en Rennes, pagará diez luises a quien le informe sobre el paradero de ese sinvergüenza. De modo que si tenéis los ojos abiertos y avisáis enseguida, podéis ganaros diez luises. Una ganancia inesperada para vosotros, ¿verdad?

– Sería un magnífico golpe de suerte, mi capitán -contestó André-Louis riéndose.

Pero el sargento ya había espoleado su caballo haciéndolo trotar para alcanzar a sus soldados. André-Louis seguía sonriendo, en silencio, como solía hacer cuando su peculiar sentido del humor estaba satisfecho.

Entonces se volvió, y regresó despacio adonde estaban Pantalone y el resto de los actores. Pantalone fue a su encuentro con los brazos abiertos. André-Louis creyó que iba a abrazarle.

– ¡Dios salve a nuestro salvador! -declamó el corpulento y gordo comediante-. Ya la sombra de la cárcel se cernía sobre nosotros. Porque aunque pobres, somos honrados y ninguno ha sufrido jamás la ignominia de estar en prisión. Lo más probable es que ninguno de nosotros sobreviviría a esa experiencia. Pero gracias a usted, amigo mío, estamos a salvo de eso. ¿Cuál es su magia?

– La magia que en Francia ejerce siempre un retrato del rey. Como habrá podido observar, los franceses son muy leales al rey. Lo aman, sobre todo en efigie, especialmente cuando está acuñada en oro. Pero también lo respetan si es de plata. El sargento se emocionó tanto al ver el noble rostro de Su Majestad, representado en una moneda de tres libras, que su enfado desapareció como por arte de magia, y ha seguido su camino dejándonos partir en paz.

– ¡Oh, es verdad, tenemos que levantar el campamento! ¡Hala, muchachos! ¡Vamos, vamos!

– Pero no nos iremos hasta después de almorzar -dijo André-Louis-. El sargento se emocionó tanto que nos concedió media hora para almorzar. Es verdad que habló de la posible visita de los guardabosques. Pero no hay que hacer mucho caso de eso, y si vinieran, de nuevo el retrato del rey, aunque sea de cobre, produciría el mismo efecto. Así pues, mi querido señor Pantalone, pueden almorzar a gusto. Puedo oler el guisado desde aquí, y su aroma me dice que no tengo que desearos buen apetito.

– ¡Mi amigo, mi salvador! -dijo Pantalone abrazando al joven abogado-. Te quedarás a almorzar con nosotros.

– Confieso que estaba esperando esa invitación -dijo André-Louis.

CAPÍTULO II Al servicio de Tespis

Mientras almorzaba con sus nuevos amigos detrás de la casa con ruedas y bajo el sol, que suavizaba el rigor de aquella fría mañana de noviembre, André-Louis advirtió que los cómicos eran tan curiosos como alegres y atractivos. Al parecer, no les preocupaba nada. Y hasta podría decirse que les divertían las privaciones de su vida nómada. Eran amables y teatrales hasta en los actos más cotidianos; exageraban sus gestos; engolaban la voz, buscaban las palabras más grandilocuentes. Realmente, parecían seres de otro mundo, un mundo irreal que sólo aludía a la realidad cuando ponían en escena una farsa, a la luz de las candilejas. Estaban unidos por lazos de lealtad y compañerismo, y André-Louis reflexionó cínicamente que esta armonía pudiera ser la causa de su aparente irrealidad. En el mundo real, la ambición y la competencia envidiosa impedían que surgiera un ambiente de amistad como aquél.

La compañía la formaban once personas: tres mujeres y ocho hombres que se llamaban entre ellos por el nombre de sus respectivos personajes, nombres que aludían genialmente a los arquetipos que representaban y que nunca cambiaban, fuera cual fuere la obra teatral representada.

– Somos -explicó Pantalone a André-Louis- una de las pocas compañías que aún conservan la tradición de la Comedia del Arte italiana. No queremos abusar de nuestra memoria ni frustrar nuestro talento con parlamentos altisonantes, fruto de las desdichadas lucubraciones de un autor. Cada uno de nosotros es su propio autor al mismo tiempo que actor. Somos improvisadores. Improvisamos al estilo de la noble escuela italiana.

– Ya me di cuenta -dijo André-Louis- cuando sin querer asistí al ensayo de vuestras improvisaciones.

Pantalone frunció el ceño:

– Veo que usted es bastante irónico, por no decir mordaz. Eso está muy bien. Es el temperamento que encaja con su fisonomía. Pero en este caso se equivoca. El ensayo que vio es excepcional entre nosotros. Simplemente era necesario para adiestrar a Léandre en su papel de galán. Tratamos de inculcarle el arte que no le dio la naturaleza. Si siguiera fracasando y no hiciera honor a nuestra escuela… Pero, en fin, no echemos a perder esta armonía anticipando cosas desagradables que espero puedan evitarse. Con todos sus defectos, queremos a nuestro Léandre. Y ahora voy a presentarle a los miembros de nuestra compañía.

Primero señaló al amable y alto Rhodomont, a quien André-Louis ya conocía.

– Sus piernas son tan largas y su nariz tan ganchuda que le han hecho merecedor de los papeles de furibundos capitanes -explicó Pantalone-. Sus pulmones han justificado nuestra elección. Hay que oír cómo ruge. Al principio le llamamos Spavento o Épouvante 1. Pero eran nombres demasiado vulgares para tan gran artista. Desde los tiempos en que el genial Mondor asombraba al mundo, no se ha vuelto a ver a un matón tan impetuoso en el escenario. Por eso decidimos conferirle el nombre de Rhodomont que Mondor hizo famoso, y le doy mi palabra de actor y de caballero, pues soy caballero, señor mío, de que nuestro bautismo ha quedado plenamente justificado.

Sus ojillos brillaban en el abotargado rostro mientras miraba al actor elogiado. El terrible Rhodomont se ruborizó como una colegiala cuando André-Louis se dedicó a escrutarlo solemnemente.

– Después tenemos a Scaramouche, a quien también ya conoce. A veces hace el papel de Scapin, y otras, de Coviello. Pero déjeme decirle que el papel en el que más se destaca es en el de Scaramouche. Incluso más de la cuenta, pues no sólo es Scaramouche en la escena, sino también en la vida real. Tiene un don especial para la intriga y, en ocasiones, puede llegar a ser agresivo; nunca deja de ser Scaramouche y no pierde ocasión de demostrarlo. Podría decir algo más sobre él, pero soy de naturaleza caritativa y amo a todo el mundo.

Scaramouche miró burlón a su maestro y siguió comiendo tranquilamente.